1. Cuando se afirma que vivimos en la época de las máquinas estéticas
significa que estas configuran ese triple espacio de lo estético: sentidos,
sensibilidad, imaginación. Y, por otra parte, que son máquinas en donde
predomina el efecto de superficie, el fenómeno de las pantallas que miramos y
que nos miran en cualquier lugar en el que estemos, con las cuales
interactuamos todo el tiempo y a través de las que nos relacionamos en gran
medida con el mundo.
Comencemos por introducir el concepto de ciborg en el sentido de Marilyn
Strathern, como elementos incomparables pero compatibles y que Nusselder lo
especifica señalando que “todo aquel que entra en el ciberespacio llega a ser
cíborg porque depende de las máquinas para estar en línea.” (Nusselder,
Fantasy and the virtual mind. A bit of interface fantasy. 57)
Para entrar en ese mundo virtual no
hay otra alternativa que el uso de las interfaces, como un tipo especial de
mediadores que le dan forma a los objetos que aparecen en ella. Se ha producido
una transformación radical en la lógica de los mediadores, porque estos ya no
son canales que se limitan a llevar y traer la información, sino que intervienen
activamente de tal manera que el modo de representación depende directamente
del hardware y el software que estemos utilizando. Digamos que la interface es
la que toma el control.
La interface invade los otros campos,
especialmente el de la producción del significado, además de las
interpretaciones, porque coloca frente a nosotros un molde en el que tenemos
que caber: “Cuando no hay una identidad estricta entre el código objeto y su
formato (o formación), ni completa correspondencia o analogía, entonces las relaciones
entre usuario y signo (en la pantalla) va más allá de la interpretación y la
hermenéutica. La formación tecnológica del objeto se introduce en esta relación
ideal –en la que el signo supuestamente expresa este ideal.” (Nusselder, Fantasy and the
virtual mind. A bit of interface fantasy. 91)
Nusselder introduce en este momento la hipótesis central,
según la cual la interface debe ser entendida como el plano imaginario de la
segunda tópica lacaniana, habitada enteramente por fantasmas (o fantasías) en
el sentido técnico que tiene el término en el psicoanálisis.
“Mi tesis central es que las funciones
de la pantalla del computador en el ciberespacio son aquellas del espacio
psicológico –como pantallas de la fantasía. Puesto que la base de datos (la
matriz) no puede aparecernos (en el ciberespacio) sin los medios que los abren
(interfaces), la interface, sostengo, tiene un estatus similar al de la
fantasía en la teoría lacaniana.” (Nusselder,
Fantasy and the virtual mind. A bit of interface fantasy. 97)
Siguiendo
esta línea, propongo una variante a la hipótesis de Nusselder: las interfaces
como orden imaginario poblado de fantasías, ante y previamente a ser entendido
como parte de la economía psíquica, actúa como una máquina estética abstracta.
Esta, a su vez, provoca la emergencia de un régimen de la sensibilidad que es
el origen del orden imaginario psíquico.
La
función de lo imaginario consiste en permitir que lo real pueda ser
aprehendido, a través de re-producirlo fantasmáticamente. En el momento en que
aparecen esas interfaces fantasmáticas podríamos decir que se ha dado una exteriorización
del orden imaginario en un nivel antes no conocido, hasta desarrollar un
espacio propio que, como se ha dicho, toma el control, se coloca en primer
plano y pretende convertir tanto a lo real como lo subjetivo en extensiones suyas.
Hemos
colocado la imaginación allá afuera, que nos lleva a pensarla como un aparato,
como una “fantasía distribuida” –similar al conocimiento distribuido-, o un “entendimiento
agente” encarnado permanentemente en una gran máquina. Una maquinósfera plagada de fantasías.
Aparece
así una sociedad virtual que parecería cada día reemplaza más a la real o, en
el mejor de los casos, que solo podemos acceder a ella desde a través de las pantallas
fantasmáticas, a tal extremo que la interface no solo aquello que transporta información
que proviene de la experiencia, sino que “ella se convierte en experiencia.” (Nusselder, Fantasy and the virtual mind. A bit of
interface fantasy. 206)
Lo que
viene a continuación es uno de los debates más recurrentes en el pensamiento
contemporáneo, orientado en gran medida todavía por la posmodernidad. Si se ha
dicho que el plano imaginario se exterioriza y se convierte en la pantalla
fanstamástica, ¿qué efecto tiene esta transformación sobre dicho plano?
Entra
al escenario las teorías del performance, de la presencia sobre la
re-presentación, del hacer sobre el decir, de la realización sobre el sentido;
con ello también se lleva al sujeto moderno, que estaba definido precisamente
por la representación, política y cognoscitiva. El predominio de las pantallas
significaría que importa más la presencia que la representación, importar ante
todo aparece en las redes sociales, construir el avatar en la sociedad virtual:
“…el sujeto europeo de la representación (Subjekt der Vorstellung) ha
desaparecido totalmente, en su lugar se ha colocado el proyecto de presentación
(Subjekt der Darstellung).” (Nusselder,
Fantasy and the virtual mind. A bit of interface fantasy. 239)
La
metafísica de la presencia regresa de mano de las nuevas tecnologías: “Cuando
las imágenes de nuestra interface con la tecnología aparece con tal intensidad
que ellas parecen ser la cosa misma, hay un cambio desde el reino de la representación
(Vorstellung) hacia el reino de la presentificación (Darstellung).” (Nusselder,
Fantasy and the virtual mind. A bit of interface fantasy. 242)
La
presentificación, la exposición, penetra de lleno en la representación que la
hace desaparecer como tal, volviéndola imagen, performance. No se trata
solamente de la inversión de la relación entre los dos términos, sino del
efecto de disolución que tiene el performance sobre el sentido, la presencia
contra la re-presentación, como si la presencia fuera suficiente y ya no
requiriera de las palabras.
El
colapso de la representación bajo el peso de las imágenes en las pantallas
fantasmáticas ha supuesto la identificación entre modernidad y representación,
como si el ámbito de esta última se agotara completamente en la primera; ha
implicado, además, la disolución de los sujetos, dando paso a una serie de
entidades difusas que navegan de un lado a otro a lo largo del día.
Si
cuestionamos esta identificación y sostenemos que el problema de la
representación no ha desaparecido con la crisis de la modernidad, entonces
tenemos que hacernos preguntas cruciales sobre la posmodernidad y sobre la
hipermodernidad tecnológica que vivimos: ¿cuál es el orden de la representación
que se corresponde con esta imaginación encarnada en las pantallas?, ¿hay una
representación posmoderna?, ¿qué nuevas subjetividades aparecen en este nuevo
orden imaginario?
Así que
no se trata solamente de la imagen en la pantalla, sino del conjunto de
representaciones fantasmáticas que adherimos a ellas o que ellas permiten.
Habría que ir más lejos y afirmar que la proliferación de pantallas, que el
efecto de superficie de la maquinósfera en la que estamos inmersos, ha traído
de regreso una explosión de representaciones, como uno lo puede encontrar en
cualquier ámbito de la sociedad virtual en la que se penetra, desde el Facebook
hasta los videojuegos.
Esto es,
desde la profunda banalización de representación de uno mismo en las redes
sociales hasta el desarrollo de avatares sofisticados, incluyendo los debates
políticos consistentes que en muchos casos desembocan en formas políticas
bastante definidas.
De tal
manera que las panatallas fantasmáticas arrastran a las representaciones hacia
su proliferación sin límite, en donde quizás los límites entre lo real y lo
imaginario tiende a disolverse, en donde la fantasía parece invadir la
realidad; o en donde la realidad se permite asomar en toda su brutalidad: desde
los crímenes de guerra hasta las terribles epidemias, junto con los desastres
naturales. Las representaciones se han vuelto, nuevamente, un campo de batalla
fundamental que se da de manera central sostenida por las interfaces.
El
performance deja de ser mera presencia, pura acción, para trasladarse a aquello
que se hace a través de la forma: per-forma y que crea, añadimos ahora, un
sinnúmero de espacios de representación en disputa.
Las
pantallas como máquinas estéticas abstractas muestran el orden imaginario y al
mismo tiempo producen representaciones que, por supuesto, ya no son modernas ni
posmodernas, sino de una época de los aparatos.