El punto de partida de Cacciari
es la teología del ícono, en donde esperamos que el ícono muestre “lo Inefable
en tanto Inefable”, aquello que no puede ser representado y sus límites que
llevan a la “desesperación con respecto a las imágenes, desde la Palabra que
falta”. (Cacciari 201)
Nos interesa precisamente esta
“representabilidad de lo Invisible en tanto invisible, que en el ícono se
afirma”, para acceder a aquello “que nunca será posible denominar, definir,
comprender discursivamente” y que coloca a toda imagen contra sus propios
presupuestos. (Cacciari 202) Porque la brecha abierta entre el ícono
y aquello que quiere mostrar o representar, hay una separación que finalmente
es insalvable, porque “jamás la distancia será colmable”. (Cacciari 204)
Esto nos lleva al terreno de
nuestro estudio, esto es, la comprensión del estatuto de la imagen en el
barroco quiteño y la posibilidad de generar algunas preguntas necesarias para
su comprensión. La tesis que sostiene aquí, a partir de Cacciari –y más
adelante Echeverría- es que no se puede entender a cabalidad este barroco sin
acudir a una teología que incluye el ícono, la imagen, la política; incluso
algún tipo de teología negativa. Ciertamente que sus reflexiones son ante todo
sobre los íconos rusos que, de alguna manera, él mismo generaliza.
Esta aproximación a los íconos
cristianos saca a la luz su carácter antinómico y, al mismo tiempo, su
irresolubilidad, que radica, en último término, en la absoluta trascendencia
del dios judeo cristiano y en su participación en la vida de los seres humanos;
esto es, el dilema irresuelto entre trascendencia e inmanencia.
En estos íconos “No es la divinidad de Cristo la que se expresa,
entonces, inmediatamente en el ícono, sino su participación en la vida del hombre…”, que abre una tensión que
únicamente irá en aumento y que solo podrá anularse al precio de una “herejía”.
(Cacciari 209)
Así que dios no se muestra en
cuanto dios sino en cuanto el dios que interviene en la vida humana; de tal
manera que el ícono quiere expresar lo divino en lo humano, pero
simultáneamente solo alcanza a hacerlo desde su perspectiva apofática, desde la
negación de cualquier atributo humano, inmanente, a los trascedente. Según
Cacciari este núcleo atravesaría toda la teología del ícono:
“En los
grandes textos que intentan sistematizar la teología del ícono, de Juan
Damasceno a Florenskij, la aporía aparece infinitamente variada, no resuelta.
En aquel no expresar directamente las
dos naturalezas de Cristo, sino solamente
su participación, permanece la dimensión apofática del ícono, pero una tensión
problemática, contradictoria con su mismo fundamento cristológico.” (Cacciari
209)
En el ícono afirmación y negación
se entrecruzan, sin el triunfo definitivo de uno de ellos; más aún, cualquier
insistencia en uno de los polos solo conduce a la exigencia del aparecimiento
con la fuerza del otro extremo, en su antinomia: “La teología del ícono está
totalmente cruzada por estas interrogaciones: el polemos con la dimensión iconoclástica le es por esto
consustancial, afirmación cristológica plena y tendencias apofática se
encuentran, se entrecruzan irresolublemente en su tradición”. (Cacciari
210)
El movimiento parte no del ícono
sino de la Forma ideal, perdida, que subsume al ícono y quiere
“trans-figurarlo”, obligándolo a expresar otra sustancia que no es la suya; la
forma del ícono no señala más a su referentes inmanente, cotidiano, simplemente
humano, sino que es la expresión de la participación de Cristo en el mundo,
manifestación de su esplendor que deslumbra. La figura terrestre se ha vuelto
celeste: “La economía sacramental fija su rol: en el ícono se manifiesta el
“segundo nacimiento”, la imagen que habíamos perdido. En el oro del ícono la
figura se sumerge (baptisma) y recibe
el sello de la forma perdida. Lo recibe aquí,
en la tierra, aquí en la tierra la figura deviene también celeste…” (Cacciari 211)
La imagen estaría obligada a
cambiar de sustancia, al alterarse de tal manera que dejara de pertenecer a la
esfera de lo inmanente, que sufriera una trans-sustanciación; pero la imagen no
puede dar este salto en el vacío, porque está atrapada en el plano sensorial
que, en caso de desaparecer, se llevaría a la imagen con ella: “Aquello que
debe hacerlo diferente del ídolo pagano no es simplemente ser imagen de Cristo,
sino el ser imagen de otra naturaleza: Cristo muda la forma de la imagen. Esta
transfiguración de la imagen sería concebible solamente si ella deviniese omousion [de la misma naturaleza] de
aquello que representa, espejo inmediatamente reflejante de la realidad del
Rostro representado.” (Cacciari 214)
Y cuando esta jugada estratégica
parecería salvar el abismo, se vuelve a afirmar esa absoluta trascendencia de
la sustancia divina: “Ningún eikon, como tampoco ningún logos, podrán
corresponde plenamente a la ousía, a la esencia de los divino…” (Cacciari
212)
Los mediadores entre lo divino y
humano, que proliferarán interminablemente, se aproximan a la experiencia de lo
numinoso, pero en último término se les escapa: “Ni siquiera los santos, en
esta vida presente, conocen la plena vida-en-Cristo; tienen alguna percepción
de ella, pueden hacer experiencia de la misma, pero siempre se trata de
experiencia inefable, superior a toda figura e imagen.” (Cacciari 213)
Por eso, la actitud iconoclasta
quiere quedarse con el orden “simbólico del ícono”, con aquello que muestra más
allá de sí misma, mientras el gesto ortodoxo va en dirección contraria y quiere
cerrar la brecha acudiendo al realismo, a la interminable sucesión de
representaciones: “Esto significa que la
iconoclasia asume, radicalmente, la intención simbólica del ícono, mientras que la respuesta ortodoxa está
constreñida despotenciarla, introduciendo elementos representativos,
imitativos, o connotando en términos puramente escatológicos el inquietante
realismo.” (Cacciari 214)
El gesto iconoclasta pretende
resolver lo irresoluble, al intentar que contenga sin residuo la manifestación
de lo divino en lo humano: “Estas no reclaman que el ícono torne “lógicamente”
expresable lo Inexpresable, sino que él manifieste justamente aquella dimensión
epifánica en sí y por si siempre-presente en lo divino…” Movimiento que cada
vez que se intenta, fracasa porque el ícono existe únicamente en la medida en
que expresa ese doble lado, su pertenencia sustancial a la esfera de lo
inmanente y su necesidad de mostrar lo divino sin más: “Así entendida, la
posición iconoclástica expresa la pregunta inmanente de la teología del ícono,
su insuperable problema.” (Cacciari
215)
Y otra vez el círculo comienza a
girar, porque el ícono se cesa en su empeño de mostrar la participación divina
en lo humano, utilizando sus diferentes representaciones precisamente para
intentar negar toda representación y pasar al mundo de la pura presentación.
Todo ícono no tiene otra alternativa que representar y presentar: “Y esta
realidad es teofánica, exige manifestación. La necesidad de la manifestación
domina el problema de su forma… A la antinomicidad de la realidad que se da en
él, el ícono corresponde con la naturaleza antinómica de la forma misma de su
representación.” (Cacciari 215)
Esta antinomia tiene que quedarse
como tal; el cristiano tiene que vivir en esa constante negociación con las
imágenes mediadoras y expresivas, y la experiencia religiosa completa que
termina por escapársele, porque “que ninguna dialéctica conciliadora podrá
jamás completamente resolver en el misterio cristiano. La herejía iconoclástica
consiste, adviértase, justamente en la presunción de resolver el drama
antinómico del ícono: o absoluto realismo o, absoluto silencio.” (Cacciari
216)
Asentado el ícono es la
irresolubilidad de su antinomia se coloca a sí mismo como el momento de pasaje
de una esfera a otra, como una “puerta” que permite la transacción entre divino
y humano, a través de la constante transmutación del ícono en su otro opuesto: “Litúrgica, sacramental esencia del ícono: pasaje de lo
Invisible a lo visible y, de lo visible a lo Invisible, puerta real, a través
de la cual se manifiesta lo Invisible y se transfigura lo visible…” (Cacciari
216)
Sin el icono no podemos acceder a
la experiencia de lo trascendente; pero el icono jamás nos dará la plena
experiencia de lo trascendente, quizás porque recuerda a cada paso nuestra
humanidad irrenunciable.
¿Cuáles son las estrategias del
ícono en su intenta siempre fallido de lograr su cambio de sustancia? ¿De qué
manera intenta salvar la brecha que es insalvable? ¿Cómo no cesa en el intento
de dar el salto hacia el vacío, hacia la nada absoluta?
Paradójicamente, y sobre todo en
el mundo ortodoxo, los elementos que se utilizan solo pueden ir dirección de
una estetización extrema, intentando a través de esta capturar la participación
de la divino en lo humano, en ese ir y venir entre Belleza y belleza.
Multiplicación de formas
evocativas que están allí como esfuerzos infructuosos de alcanzar la “plenitud
simbólica” de la experiencia de lo numinoso: “…valor evocativo del ícono.
Plenitud simbólica y evocación se remiten la una a la otra sin poderse componer
si no es en la unidad del problema que el ícono mismo constituye.” (Cacciari
217-218)
El ícono “nos sumerge-bautiza en
tal Luz, pero en el sentido más pleno y fuerte: él permite ver cómo esa luz es condición
trascendente de nuestro ver. Nosotros vemos porque la Luz existe. ´Antes¨ del
ícono, del instante teofánico que él ontológicamente constituye, nosotros como
ciegos.” (Cacciari 217)
¿En dónde brilla esa Luz por
excelencia esa Luz sino en el oro, en su “pureza”, en su magnificencia? El oro
contrapuesto al color y a las figuras concretas, que pretende tener un valor
por sí mismo, que “encarnaría” esa participación cristológica en los asuntos
humanos: “La oposición entre oro y
colores es testimonio directo de esto. Estos pertenecen a “distintas esferas
del ser”: uno, pura luz, incontaminada, limpia de todo reflejo; el otro, solo
nostalgia, anhelo, evocación de la Luz. La “verdad” del color no está negada,
pero este, en tanto se hace diáfano, compenetrado por la luz, jamás podrá
expresar el misterio del oro, el misterio que se derrama, a través del oro, en
el ícono.” (Cacciari 219)
Cuando creemos que al fin se ha
encontrado la experiencia de la Luz en un elemento “puro”, el oro, nos damos
cuenta que el oro no puede estar allí afuera, flotando en una existencia
solitaria, sino que tiene que “encarnarse”, que incorporarse a las figuras, a
las formas, a la vestimenta litúrgica. El oro necesita de todos los otros
elementos para volverse figura: “Un ícono solo-Oro no anularía la antinomia,
sino al ícono mismo, ya que negaría la posibilidad del mostrarse figural de la Luz.” 219
El oro, expresión de la Luz, se
topa con el color, expresión de lo inmanente: “El color mueve al oro “a la
victoriosa presencia de la luz”
absolutamente incorpórea, puramente ideal, muda a los sentidos, su misma
belleza es proporcional a la intensidad de su a-tender.” Porque “Luz y color se
implican recíprocamente, pero en un ´intercambio ‘intrínsecamente inquieto, no
según el kanon, el nomos de la tradición neoplatónica.” 220
La antinomia, el doble lado y el
doble vínculo, hacen de nuevo su aparición; la Luz se extravía en el mundo
imaginario que ha creado para manifestarse: el mundo imaginario deja de
representar y se “transfigura”: “La línea de tal arriesgarse, intrínseca a la
teología del ícono en la síntesis que ofrece Florenskij, puede desarrollarse
hacia la absoluta abstracción de la Luz o hacia su absoluto extravío, hacia el
extravío de toda imaginatio
figurativa o hacia el extravío de todo theoria
de la Luz que da-a-ver el color.” (Cacciari 224)
Cacciari va mucho más allá y
postula que esta antinomia y su verdad, no depende de sí misma, sino de la
propia dualidad constitutiva que implica lo divino y lo humano, lo trascendente
e inmanente, que no hay manera de que entren en contacto, sin residuo o sin
despedazarse mutuamente: “Antinómica es la forma del ícono ya que antinómica es
la Verdad de su mundo imaginalis”. (Cacciari 224)
Puesta esta situación de este
modo, instalados en la antinomia irresoluble, colocados los términos en su ir y
venir de un extremo a otro, se abre la “posibilidad” ya no solo de “desacuerdo”
sino de ruptura entre la imagen y lo que pretende simbolizar en la esfera
cristiana: “En la medida en que el ícono no puede ser la perfecta balanza
resuelta entre estas dimensiones, sino su continuo, recíproco arriesgarse, en él está intrínsecamente
presente la posibilidad de este desacuerdo, de esta disonancia”. (Cacciari
221)
Este breve recorrido que hace
Cacciari sobre el ícono y la imagen en el mundo ortodoxo y que se extiende para
el ámbito judeo-cristiano, sirve también de base para aproximarnos al barroco
americano desde la perspectiva de la teología política.
Dado que no salimos de lo
judeo-cristiano, se mantienen vigentes las antinomias que contrapone el doble
destino de los íconos; de una parte, su carácter figurativo y figural, que lo
enraiza en lo inmanente; de otra, su carácter evocativo, que intenta mostrar
cómo lo trascendente participa de lo humano.
Los íconos ortodoxos se quedan en
esa irresolución, la habitan, no intentan salir de ella. Por el contrario,
empujan lo figurativo y representacional hasta sus límites, en el máximo de
realismo posible, en el derroche de oro, color, liturgia, queriendo evocar lo
invisible, esa Luz que no podemos mirar directamente.
El gesto brutal de Malevich solo
alcanza entenderse sobre este suelo, en contraste con aquello que excluye, que
niega, que deja atrás, en su propio devenir apofático, teología negativa. Negro
sobre negro, niega el ícono en su carácter figural, solamente para hacer que
exprese otro Invisible, otro orden social hasta ese momento inédito, un
acontecimiento histórico de tal magnitud que no podía expresarse en los viejos
íconos.
Si bien esta es la lógica de los íconos
y de las imágenes en el mundo judeo-cristiano y la respuesta ortodoxa, cabe
ahora preguntarse: ¿cuál es el estatuto de la imagen y de los íconos en el
barroco americano?, ¿de qué manera trata de resolver esa antinomia en la que
también está inmersa?, ¿cómo se explica esos modos de figuración, esos sinuosos
recorridos de la forma?, ¿cuál son las respuestas concretas frente a aquello
que no se puede resolver?, ¿cómo habita las antinomias y hacia dónde van las
tensiones que se generan?
En el intento de volver visible
lo Invisible, el barroco americano también se queda en la irresolución, en la imposibilidad
teológica, como lugar en el que es preciso habitar. Imposibilidad de
cumplimiento de las promesas de la modernidad, que se evidencian desde el
momento mismo de su nacimiento, en la medida en que están sustentadas en el
capitalismo.
A pesar de esta irresolución
instalada en el seno mismo del proyecto barroco americano, no se renuncia a la
incesante búsqueda de su resolución, a través de todas las mediaciones que
permitan salvar la brecha entre el orden divino y el humano.
Las respuestas van en una
dirección diferente de la iglesia ortodoxa, porque no se trata de empujar la
representación y el realismo hasta sus extremos, tratando de tocar lo numinoso.
Hay, por el contrario, una forma que busca constantemente transfigurarse,
transubstanciarse, solo entonces, la forma se pliega, se vuelve barroca. El
pliegue, a la Deleuze, es secundario, posterior a otros fenómenos que le
preceden. Digamos que se pliega por la necesidad de transfigurarse y no tanto,
como en Leibniz, por la búsqueda de un equilibrio dinámico que se rompe una y
otra vez.
Una transfiguración que quiere
ocupar el campo entero de la experiencia, desde la sensible hasta sus formas más “elevadas”, que
permitirían, sin nunca lograrlo plenamente, dar ese salto en el vacío que
alcanzara lo transcendente, lo puro, que viera a dios detrás de la zarza
ardiente.
Sin embargo, habitar en el
irresoluble, quedarse en la tensión entre lo trascendente y lo inmanente, no
puede quedar librado al azar o la deriva de la conciencia de sí mismo, sino que
convierte en una operación, en una máquina que reúne fe y obras, en donde la
primera obra es uno mismo, que adquiere la conciencia de pecador.
Esta operación se deriva de la
voluntad de conversión, de reconocimiento como pecador y como sujeto de
redención, como una acción que queda sometida a una doble prescripción,
derivada del doble vínculo, que proviene primero de la acción divina, a través
de la gracia suficiente y de la gracia eficaz; y luego, de acción humana que,
libremente, acepta la acción divina, que deja que lo divino actúe en su
interior. El momento instituidor de esta operación está en los Ejercicios Espirituales de San Ignacio.
Se tiene que vincular esta acción
doble con el tema de la voluntad, que no está relacionada con alguna suerte de
voluntad de poder ni con una concepción del mundo como voluntad y
representación. Por eso, la voluntad de forma participa del doble origen de la
acción: las formas concretas que inventan mediaciones, que estetizan el mundo
en su afán de aproximarse a lo transcendente, en su persecución de la Forma
absoluta, pura, sin contaminación de lo real.
Y la Forma, que vive en el mundo
trascendente, que quiere mostrarse, “encarnarse”, participar del juego de lo
humano, de lo inmanente y que pone otro orden simbólico sobre las figuras con
la finalidad de trans-figurarlas, de hacerles cambiar de substancia. La Forma
subsumiendo a las formas.
Estas operaciones terminan por
crear verdaderas máquinas simbólicas y estéticas, litúrgicas y dramáticas,
arquitectónicas, escultóricas, pictóricas, que colman sin dejar espacios
vacíos, las sensaciones, las sensibilidades y la imaginación. Claramente se
pueden ver en funcionamiento estos dispositivos articulados, actuando como una
máquina en donde la conciencia de sí mismo es sometida a los más diversos
mecanismos, por lo que tiene que atravesar para alcanzar la salvación, la
iluminación: “La forma de lo visible deviene el complejo de las huellas, de los
recorridos, de los signos que lo invisible produce trayendo a sí lo visible.” (Cacciari
223)
Esta máquina formal barroca, como
conjunto de dispositivos articulados y organizados destinados a provocar la
conversión y la salvación, contiene dentro de sí, de manera inherente, los
elementos de su destitución, de su ruptura, de su falla.
El oro se transfigura y participa
–no quiere representar- de la Luz suprema que nos deslumbra, que nos vuelve
nada: pero, el oro no tiene otra alternativa, por su propia materialidad, que
plegarse, que adherirse a una forma concreta que termina por supeditarla, por
someterla, por mostrar su carácter inmanente.
Por su parte la madera, plegada
sobre sí misma, contorsionista, que asciende y desciende, exige ser recubierta
por el oro, para alejarse de su carácter puramente figurativo,
representacional, para que pueda volcarse sobre ella, la trans-figuración.
Así que esa máquina estetizante,
mira hacia los dos lados: produce formas y las coloca en un lugar en donde su
única posibilidad de funcionar, es desaparecer en otra substancia, en otro
orden simbólico: “El ícono, su sueño, invierten el tiempo, la más esencial
medida del tiempo es, en su dimensión, aquella de re-fluir del tiempo de los
efectos a las causas, del teleológico replegarse del tiempo, según aquel
´pliegue´ esencial que constituye su sentido…” (Cacciari 228)
Cada uno de estos movimientos –de
lo trascendente a lo inmanente, de lo humano a lo divino- se ven truncados;
ninguno de ellos logra resolver el dilema de mostrar lo Invisible en lo
visible, porque si lo Invisible se mostrara, disolvería la figura, la realidad;
y si lo visible permanece, entonces lo Invisible jamás se dará plenamente, sino
a través de mediaciones que no la expresan en su plenitud.
Esta falla constitutiva del
barroco, esta incompletitud, lo atraviesa completamente; de hecho, se encuentra
en su mismo origen, al ser una forma de vida que finalmente es inviable, porque
está asentada sobre prepuestos que la destruyen.
Todo esto es insuficiente para comprender
lo que es el barroco americano, porque falta otro gran componente, un elemento
fundamental que tiene que entrar en este momento en juego.
El proyecto de la Contrarreforma
que viene a América Latina, de la mano de los conquistadores, de la iglesia y
especialmente de los jesuitas, lanza el barroco como una nueva forma de vida. Sin embargo, aquí no se
trata de oponer un modo de ser cristiano a otro –Lutero versus Ignacio de
Loyola-, sino del cristianismo y la civilización occidental, enfrentada a otros
pueblos, a otras culturas, con otros dioses, con otras formas de vida, a las
que tiene que someter y que cristianizar.
Son los pueblos indígenas los que
hacen frente al proyecto barroco, los que resisten e intentan sobrevivir en la
nueva situación de dominación. Aquí es necesario introducir una hipótesis
fuerte, una afirmación de largo alcance, para señalar que el gesto caníbal,
predatorio, de los indígenas sobre el barroco, consiste en volver suyo, en
adueñarse de él.
En esa capacidad de dualidad que
contiene el barroco americano, caben tanto el proyecto contrarreformado como la
resistencia indígena: el barroco se vuelve, poco a poco, estrategia indígena.
De tal manera, que el mestizaje se convierte, él también, en proyecto indígena.
El mestizaje no es, al menos en
su origen, en su inicio, la primera alternativa de los conquistadores; para
ellos, los indios no deben aprender español y deben seguir sometidos a los
caciques, a los curacas, que median entre ellos y el gobierno español.
Emerge otra voluntad de forma que
trans-figura el proyecto barroco original, que lo vuelve americano, mestizo como otra forma de ser indígena;
cuestión que creo que ni siquiera ahora ha terminado, a pesar de la oposición
radical que queremos encontrar entre indígena y mestizo. Todavía el indígena
encuentra en la predación de lo
moderno y de lo hipermoderno, una forma de ser indígena en la época actual.
(Ciertamente que con el paso de
los siglos, este origen indígena de lo mestizo, como una de sus estrategias de
resistencia, se pierde; los mestizos se vuelven contra los indios en el proceso
de “colonización interna”).
Si volvemos sobre la dualidad
inherente al barroco y sus formas, podemos preguntarnos desde qué perspectiva,
con qué mirada, la ven los indígenas. La estructuración de la religión indígena
es harto diferente, no importa que le sigamos llamando dioses, pero su relación
con el mundo real tiene otras características, hay otra teología política.
En la teología política indígena,
a pesar de la variedad y diversidad, existen dos mundos que están separados: el
mundo de los seres humanos, de los runas, y el mundo de los espíritus. No es
posible pasar del uno al otro sin más; si los espíritus penetraran en el mundo
de los runas, lo destruirían. Hasta aquí parecería no haber diferencia con la
trascendencia del dios cristiano.
Sin embargo, las diferencias son
sustanciales. Si bien los dioses indígenas habitan en ese mundo que podría
llamarse trascendente, esta trascendencia no es absoluta, no es completa e
insalvable. Por el contrario, hay una serie de procedimiento eficaces, que nos
permiten acceder a ese mundo de los espíritus, con los cuales batallamos,
luchamos, morimos o somos devorados.
Se constituyen una serie de ritos
de pasaje, de procedimientos de tránsito entre los dos mundos, en donde los
dioses están constantemente atravesando esas barreras y los indígenas viajando
al mundo de los espíritus, que también podría ser el de los ancestros.
Con estos ojos, con estos oídos,
con esta teología, los indígenas reciben el discurso cristiano; desde esta
perspectiva son obligados a bautizarse, a convertirse. Esta es una teología que
no se deja de lado, que incluso ahora, luego de varios siglos, sigue
funcionando, reprimida, subsumida, olvidada.
¿Cómo esta teología política indígena
hace su gesto caníbal respecto del cristianismo? El barroco en manos de los
indígenas, se vuelve esa máquina que permite acceder a los dioses, se convierte
en rito de pasaje hacia el mundo de los espíritus.
Aunque esos ritos de pasajes
ahora tengan otros procedimientos –la liturgia cristiana- y otros mediadores
que ya no son los shamanes: cristos, vírgenes, sacerdotes, iglesia. Este es el
modo de lidiar con esa trascendencia absoluta del dios cristiano,
incomprensible e inaceptable para un indígena.
Advocaciones que se transformadas
en “shamanes” que permiten el acceso al mundo de los dioses; proliferación de
figuras mediadoras que negocian con lo divino, la mayoría de las veces con una
terrible lógica mundana.
La voluntad de forma de la forma
de vida indígena, por ejemplo los Jama-Coaque, no proviene de la necesidad de
representar lo irrepresentable, sino de la exigencia de representar de la mejor
manera esos ritos de pasaje, esas transformaciones tanto de los dioses como de
los shamanes, que permita recorrer ese espacio peligroso, en donde te pueden
matar, y llegar al otro lado, al mundo de los espíritus y, además, regresar al
mundo de los seres humanos, con las respuestas exigidas.
La estética Jama-Coaque no trata
de representar o mostrar lo Invisible, sino volver figura los modos de
transcurrir hacia lo Invisible, ritos de pasaje que se vuelve forma, arte;
mientras que el barroco americano está atrapado en la dualidad entre lo visible
y lo invisible.
El ethos barroco, planteado por
Bolívar Echeverría, se desprende de esta disociación que habita al interior del
barroco; primero, como lugar de opresión y luego, como estrategia de
resistencia. Al separar esta última, el barroco puede ser visto como un ethos y
no solo como un determinado momento cultural y estético.
Hay un ethos de resistencia en el
barroco porque detrás estuvo el movimiento contrahegemónico indígena, que
convierte en otro para poder ser él mismo, a través del “mestizaje”,
encubriéndose de otro para continuar existiendo.
La pregunta crucial en torno a la
propuesta del ethos barroco está en saber si esta forma de vida que se propone
como modo de resistencia ante el capital, en un momento en donde hay que vivir
lo invivible porque no existe una alternativa viable en este período, da cuenta
de las necesidades contra-hegemónicas de la época; o, por el contrario, sería
preferible quedarnos con la formulación del ethos, aunque ya no sea barroco.
En esta dirección, ¿la estética
caníbal se postula como candidata a un ethos de resistencia frente al
capitalismo tardío?, ¿puede una voluntad de forma caníbal reemplazar a la forma
de vida del ethos barroco?, ¿cómo habitar desde lo caníbal este lugar en donde
intentamos vivir lo invivible, decir lo indecible, decidir lo indecidible?, ¿lo
caníbal es ese máquina trans-figural que requerimos como modo de oponerse a lo
existente?