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lunes, 25 de abril de 2016

TEOLOGÍAS POLÍTICAS DEL BARROCO AMERICANO

El punto de partida de Cacciari es la teología del ícono, en donde esperamos que el ícono muestre “lo Inefable en tanto Inefable”, aquello que no puede ser representado y sus límites que llevan a la “desesperación con respecto a las imágenes, desde la Palabra que falta”. (Cacciari 201)

Nos interesa precisamente esta “representabilidad de lo Invisible en tanto invisible, que en el ícono se afirma”, para acceder a aquello “que nunca será posible denominar, definir, comprender discursivamente” y que coloca a toda imagen contra sus propios presupuestos. (Cacciari 202) Porque la brecha abierta entre el ícono y aquello que quiere mostrar o representar, hay una separación que finalmente es insalvable, porque “jamás la distancia será colmable”. (Cacciari 204)

Esto nos lleva al terreno de nuestro estudio, esto es, la comprensión del estatuto de la imagen en el barroco quiteño y la posibilidad de generar algunas preguntas necesarias para su comprensión. La tesis que sostiene aquí, a partir de Cacciari –y más adelante Echeverría- es que no se puede entender a cabalidad este barroco sin acudir a una teología que incluye el ícono, la imagen, la política; incluso algún tipo de teología negativa. Ciertamente que sus reflexiones son ante todo sobre los íconos rusos que, de alguna manera, él mismo generaliza.

Esta aproximación a los íconos cristianos saca a la luz su carácter antinómico y, al mismo tiempo, su irresolubilidad, que radica, en último término, en la absoluta trascendencia del dios judeo cristiano y en su participación en la vida de los seres humanos; esto es, el dilema irresuelto entre trascendencia e inmanencia.

En estos íconos “No es la divinidad de Cristo la que se expresa, entonces, inmediatamente en el ícono, sino su participación en la vida del hombre…”, que abre una tensión que únicamente irá en aumento y que solo podrá anularse al precio de una “herejía”. (Cacciari 209)

Así que dios no se muestra en cuanto dios sino en cuanto el dios que interviene en la vida humana; de tal manera que el ícono quiere expresar lo divino en lo humano, pero simultáneamente solo alcanza a hacerlo desde su perspectiva apofática, desde la negación de cualquier atributo humano, inmanente, a los trascedente. Según Cacciari este núcleo atravesaría toda la teología del ícono:

“En los grandes textos que intentan sistematizar la teología del ícono, de Juan Damasceno a Florenskij, la aporía aparece infinitamente variada, no resuelta. En aquel no expresar directamente las dos naturalezas de Cristo, sino solamente su participación, permanece la dimensión apofática del ícono, pero una tensión problemática, contradictoria con su mismo fundamento cristológico.” (Cacciari 209)

En el ícono afirmación y negación se entrecruzan, sin el triunfo definitivo de uno de ellos; más aún, cualquier insistencia en uno de los polos solo conduce a la exigencia del aparecimiento con la fuerza del otro extremo, en su antinomia: “La teología del ícono está totalmente cruzada por estas interrogaciones: el polemos con la dimensión iconoclástica le es por esto consustancial, afirmación cristológica plena y tendencias apofática se encuentran, se entrecruzan irresolublemente en su tradición”. (Cacciari 210)

El movimiento parte no del ícono sino de la Forma ideal, perdida, que subsume al ícono y quiere “trans-figurarlo”, obligándolo a expresar otra sustancia que no es la suya; la forma del ícono no señala más a su referentes inmanente, cotidiano, simplemente humano, sino que es la expresión de la participación de Cristo en el mundo, manifestación de su esplendor que deslumbra. La figura terrestre se ha vuelto celeste: “La economía sacramental fija su rol: en el ícono se manifiesta el “segundo nacimiento”, la imagen que habíamos perdido. En el oro del ícono la figura se sumerge (baptisma) y recibe el sello de la forma perdida. Lo recibe aquí, en la tierra, aquí en la tierra la figura deviene también celeste…” (Cacciari 211)

La imagen estaría obligada a cambiar de sustancia, al alterarse de tal manera que dejara de pertenecer a la esfera de lo inmanente, que sufriera una trans-sustanciación; pero la imagen no puede dar este salto en el vacío, porque está atrapada en el plano sensorial que, en caso de desaparecer, se llevaría a la imagen con ella: “Aquello que debe hacerlo diferente del ídolo pagano no es simplemente ser imagen de Cristo, sino el ser imagen de otra naturaleza: Cristo muda la forma de la imagen. Esta transfiguración de la imagen sería concebible solamente si ella deviniese omousion [de la misma naturaleza] de aquello que representa, espejo inmediatamente reflejante de la realidad del Rostro representado.” (Cacciari 214)

Y cuando esta jugada estratégica parecería salvar el abismo, se vuelve a afirmar esa absoluta trascendencia de la sustancia divina: “Ningún eikon, como tampoco ningún logos, podrán corresponde plenamente a la ousía, a la esencia de los divino…” (Cacciari 212)

Los mediadores entre lo divino y humano, que proliferarán interminablemente, se aproximan a la experiencia de lo numinoso, pero en último término se les escapa: “Ni siquiera los santos, en esta vida presente, conocen la plena vida-en-Cristo; tienen alguna percepción de ella, pueden hacer experiencia de la misma, pero siempre se trata de experiencia inefable, superior a toda figura e imagen.” (Cacciari 213)

Por eso, la actitud iconoclasta quiere quedarse con el orden “simbólico del ícono”, con aquello que muestra más allá de sí misma, mientras el gesto ortodoxo va en dirección contraria y quiere cerrar la brecha acudiendo al realismo, a la interminable sucesión de representaciones:  “Esto significa que la iconoclasia asume, radicalmente, la intención simbólica del ícono, mientras que la respuesta ortodoxa está constreñida despotenciarla, introduciendo elementos representativos, imitativos, o connotando en términos puramente escatológicos el inquietante realismo.” (Cacciari 214)

El gesto iconoclasta pretende resolver lo irresoluble, al intentar que contenga sin residuo la manifestación de lo divino en lo humano: “Estas no reclaman que el ícono torne “lógicamente” expresable lo Inexpresable, sino que él manifieste justamente aquella dimensión epifánica en sí y por si siempre-presente en lo divino…” Movimiento que cada vez que se intenta, fracasa porque el ícono existe únicamente en la medida en que expresa ese doble lado, su pertenencia sustancial a la esfera de lo inmanente y su necesidad de mostrar lo divino sin más: “Así entendida, la posición iconoclástica expresa la pregunta inmanente de la teología del ícono, su insuperable problema.” (Cacciari 215)

Y otra vez el círculo comienza a girar, porque el ícono se cesa en su empeño de mostrar la participación divina en lo humano, utilizando sus diferentes representaciones precisamente para intentar negar toda representación y pasar al mundo de la pura presentación. Todo ícono no tiene otra alternativa que representar y presentar: “Y esta realidad es teofánica, exige manifestación. La necesidad de la manifestación domina el problema de su forma… A la antinomicidad de la realidad que se da en él, el ícono corresponde con la naturaleza antinómica de la forma misma de su representación.” (Cacciari 215)

Esta antinomia tiene que quedarse como tal; el cristiano tiene que vivir en esa constante negociación con las imágenes mediadoras y expresivas, y la experiencia religiosa completa que termina por escapársele, porque “que ninguna dialéctica conciliadora podrá jamás completamente resolver en el misterio cristiano. La herejía iconoclástica consiste, adviértase, justamente en la presunción de resolver el drama antinómico del ícono: o absoluto realismo o, absoluto silencio.” (Cacciari 216)

Asentado el ícono es la irresolubilidad de su antinomia se coloca a sí mismo como el momento de pasaje de una esfera a otra, como una “puerta” que permite la transacción entre divino y humano, a través de la constante transmutación del ícono en su otro opuesto: “Litúrgica,  sacramental esencia del ícono: pasaje de lo Invisible a lo visible y, de lo visible a lo Invisible, puerta real, a través de la cual se manifiesta lo Invisible y se transfigura lo visible…” (Cacciari 216)

Sin el icono no podemos acceder a la experiencia de lo trascendente; pero el icono jamás nos dará la plena experiencia de lo trascendente, quizás porque recuerda a cada paso nuestra humanidad irrenunciable.

¿Cuáles son las estrategias del ícono en su intenta siempre fallido de lograr su cambio de sustancia? ¿De qué manera intenta salvar la brecha que es insalvable? ¿Cómo no cesa en el intento de dar el salto hacia el vacío, hacia la nada absoluta?

Paradójicamente, y sobre todo en el mundo ortodoxo, los elementos que se utilizan solo pueden ir dirección de una estetización extrema, intentando a través de esta capturar la participación de la divino en lo humano, en ese ir y venir entre Belleza y belleza.

Multiplicación de formas evocativas que están allí como esfuerzos infructuosos de alcanzar la “plenitud simbólica” de la experiencia de lo numinoso: “…valor evocativo del ícono. Plenitud simbólica y evocación se remiten la una a la otra sin poderse componer si no es en la unidad del problema que el ícono mismo constituye.” (Cacciari 217-218)

El ícono “nos sumerge-bautiza en tal Luz, pero en el sentido más pleno y fuerte: él permite ver cómo esa luz es condición trascendente de nuestro ver. Nosotros vemos porque la Luz existe. ´Antes¨ del ícono, del instante teofánico que él ontológicamente constituye, nosotros como ciegos.” (Cacciari 217)

¿En dónde brilla esa Luz por excelencia esa Luz sino en el oro, en su “pureza”, en su magnificencia? El oro contrapuesto al color y a las figuras concretas, que pretende tener un valor por sí mismo, que “encarnaría” esa participación cristológica en los asuntos humanos:  “La oposición entre oro y colores es testimonio directo de esto. Estos pertenecen a “distintas esferas del ser”: uno, pura luz, incontaminada, limpia de todo reflejo; el otro, solo nostalgia, anhelo, evocación de la Luz. La “verdad” del color no está negada, pero este, en tanto se hace diáfano, compenetrado por la luz, jamás podrá expresar el misterio del oro, el misterio que se derrama, a través del oro, en el ícono.” (Cacciari 219)

Cuando creemos que al fin se ha encontrado la experiencia de la Luz en un elemento “puro”, el oro, nos damos cuenta que el oro no puede estar allí afuera, flotando en una existencia solitaria, sino que tiene que “encarnarse”, que incorporarse a las figuras, a las formas, a la vestimenta litúrgica. El oro necesita de todos los otros elementos para volverse figura: “Un ícono solo-Oro no anularía la antinomia, sino al ícono mismo, ya que negaría la posibilidad del mostrarse figural de la Luz.” 219

El oro, expresión de la Luz, se topa con el color, expresión de lo inmanente: “El color mueve al oro “a la victoriosa presencia de la luz”  absolutamente incorpórea, puramente ideal, muda a los sentidos, su misma belleza es proporcional a la intensidad de su a-tender.” Porque “Luz y color se implican recíprocamente, pero en un ´intercambio ‘intrínsecamente inquieto, no según el kanon, el nomos de la tradición neoplatónica.” 220

La antinomia, el doble lado y el doble vínculo, hacen de nuevo su aparición; la Luz se extravía en el mundo imaginario que ha creado para manifestarse: el mundo imaginario deja de representar y se “transfigura”: “La línea de tal arriesgarse, intrínseca a la teología del ícono en la síntesis que ofrece Florenskij, puede desarrollarse hacia la absoluta abstracción de la Luz o hacia su absoluto extravío, hacia el extravío de toda imaginatio figurativa o hacia el extravío de todo theoria de la Luz que da-a-ver el color.” (Cacciari 224)

Cacciari va mucho más allá y postula que esta antinomia y su verdad, no depende de sí misma, sino de la propia dualidad constitutiva que implica lo divino y lo humano, lo trascendente e inmanente, que no hay manera de que entren en contacto, sin residuo o sin despedazarse mutuamente: “Antinómica es la forma del ícono ya que antinómica es la Verdad de su mundo imaginalis”. (Cacciari 224)

Puesta esta situación de este modo, instalados en la antinomia irresoluble, colocados los términos en su ir y venir de un extremo a otro, se abre la “posibilidad” ya no solo de “desacuerdo” sino de ruptura entre la imagen y lo que pretende simbolizar en la esfera cristiana: “En la medida en que el ícono no puede ser la perfecta balanza resuelta entre estas dimensiones, sino su continuo, recíproco arriesgarse, en él está intrínsecamente presente la posibilidad de este desacuerdo, de esta disonancia”. (Cacciari 221)

Este breve recorrido que hace Cacciari sobre el ícono y la imagen en el mundo ortodoxo y que se extiende para el ámbito judeo-cristiano, sirve también de base para aproximarnos al barroco americano desde la perspectiva de la teología política.
Dado que no salimos de lo judeo-cristiano, se mantienen vigentes las antinomias que contrapone el doble destino de los íconos; de una parte, su carácter figurativo y figural, que lo enraiza en lo inmanente; de otra, su carácter evocativo, que intenta mostrar cómo lo trascendente participa de lo humano.

Los íconos ortodoxos se quedan en esa irresolución, la habitan, no intentan salir de ella. Por el contrario, empujan lo figurativo y representacional hasta sus límites, en el máximo de realismo posible, en el derroche de oro, color, liturgia, queriendo evocar lo invisible, esa Luz que no podemos mirar directamente.

El gesto brutal de Malevich solo alcanza entenderse sobre este suelo, en contraste con aquello que excluye, que niega, que deja atrás, en su propio devenir apofático, teología negativa. Negro sobre negro, niega el ícono en su carácter figural, solamente para hacer que exprese otro Invisible, otro orden social hasta ese momento inédito, un acontecimiento histórico de tal magnitud que no podía expresarse en los viejos íconos.

Si bien esta es la lógica de los íconos y de las imágenes en el mundo judeo-cristiano y la respuesta ortodoxa, cabe ahora preguntarse: ¿cuál es el estatuto de la imagen y de los íconos en el barroco americano?, ¿de qué manera trata de resolver esa antinomia en la que también está inmersa?, ¿cómo se explica esos modos de figuración, esos sinuosos recorridos de la forma?, ¿cuál son las respuestas concretas frente a aquello que no se puede resolver?, ¿cómo habita las antinomias y hacia dónde van las tensiones que se generan?


En el intento de volver visible lo Invisible, el barroco americano también se queda en la irresolución, en la imposibilidad teológica, como lugar en el que es preciso habitar. Imposibilidad de cumplimiento de las promesas de la modernidad, que se evidencian desde el momento mismo de su nacimiento, en la medida en que están sustentadas en el capitalismo.

A pesar de esta irresolución instalada en el seno mismo del proyecto barroco americano, no se renuncia a la incesante búsqueda de su resolución, a través de todas las mediaciones que permitan salvar la brecha entre el orden divino y el humano.

Las respuestas van en una dirección diferente de la iglesia ortodoxa, porque no se trata de empujar la representación y el realismo hasta sus extremos, tratando de tocar lo numinoso. Hay, por el contrario, una forma que busca constantemente transfigurarse, transubstanciarse, solo entonces, la forma se pliega, se vuelve barroca. El pliegue, a la Deleuze, es secundario, posterior a otros fenómenos que le preceden. Digamos que se pliega por la necesidad de transfigurarse y no tanto, como en Leibniz, por la búsqueda de un equilibrio dinámico que se rompe una y otra vez.

Una transfiguración que quiere ocupar el campo entero de la experiencia, desde la sensible  hasta sus formas más “elevadas”, que permitirían, sin nunca lograrlo plenamente, dar ese salto en el vacío que alcanzara lo transcendente, lo puro, que viera a dios detrás de la zarza ardiente.

Sin embargo, habitar en el irresoluble, quedarse en la tensión entre lo trascendente y lo inmanente, no puede quedar librado al azar o la deriva de la conciencia de sí mismo, sino que convierte en una operación, en una máquina que reúne fe y obras, en donde la primera obra es uno mismo, que adquiere la conciencia de pecador.

Esta operación se deriva de la voluntad de conversión, de reconocimiento como pecador y como sujeto de redención, como una acción que queda sometida a una doble prescripción, derivada del doble vínculo, que proviene primero de la acción divina, a través de la gracia suficiente y de la gracia eficaz; y luego, de acción humana que, libremente, acepta la acción divina, que deja que lo divino actúe en su interior. El momento instituidor de esta operación está en los Ejercicios Espirituales de San Ignacio.

Se tiene que vincular esta acción doble con el tema de la voluntad, que no está relacionada con alguna suerte de voluntad de poder ni con una concepción del mundo como voluntad y representación. Por eso, la voluntad de forma participa del doble origen de la acción: las formas concretas que inventan mediaciones, que estetizan el mundo en su afán de aproximarse a lo transcendente, en su persecución de la Forma absoluta, pura, sin contaminación de lo real.

Y la Forma, que vive en el mundo trascendente, que quiere mostrarse, “encarnarse”, participar del juego de lo humano, de lo inmanente y que pone otro orden simbólico sobre las figuras con la finalidad de trans-figurarlas, de hacerles cambiar de substancia. La Forma subsumiendo a las formas.
Estas operaciones terminan por crear verdaderas máquinas simbólicas y estéticas, litúrgicas y dramáticas, arquitectónicas, escultóricas, pictóricas, que colman sin dejar espacios vacíos, las sensaciones, las sensibilidades y la imaginación. Claramente se pueden ver en funcionamiento estos dispositivos articulados, actuando como una máquina en donde la conciencia de sí mismo es sometida a los más diversos mecanismos, por lo que tiene que atravesar para alcanzar la salvación, la iluminación: “La forma de lo visible deviene el complejo de las huellas, de los recorridos, de los signos que lo invisible produce trayendo a sí lo visible.” (Cacciari 223)

Esta máquina formal barroca, como conjunto de dispositivos articulados y organizados destinados a provocar la conversión y la salvación, contiene dentro de sí, de manera inherente, los elementos de su destitución, de su ruptura, de su falla.

El oro se transfigura y participa –no quiere representar- de la Luz suprema que nos deslumbra, que nos vuelve nada: pero, el oro no tiene otra alternativa, por su propia materialidad, que plegarse, que adherirse a una forma concreta que termina por supeditarla, por someterla, por mostrar su carácter inmanente.

Por su parte la madera, plegada sobre sí misma, contorsionista, que asciende y desciende, exige ser recubierta por el oro, para alejarse de su carácter puramente figurativo, representacional, para que pueda volcarse sobre ella, la trans-figuración.

Así que esa máquina estetizante, mira hacia los dos lados: produce formas y las coloca en un lugar en donde su única posibilidad de funcionar, es desaparecer en otra substancia, en otro orden simbólico: “El ícono, su sueño, invierten el tiempo, la más esencial medida del tiempo es, en su dimensión, aquella de re-fluir del tiempo de los efectos a las causas, del teleológico replegarse del tiempo, según aquel ´pliegue´ esencial que constituye su sentido…” (Cacciari 228)

Cada uno de estos movimientos –de lo trascendente a lo inmanente, de lo humano a lo divino- se ven truncados; ninguno de ellos logra resolver el dilema de mostrar lo Invisible en lo visible, porque si lo Invisible se mostrara, disolvería la figura, la realidad; y si lo visible permanece, entonces lo Invisible jamás se dará plenamente, sino a través de mediaciones que no la expresan en su plenitud.
Esta falla constitutiva del barroco, esta incompletitud, lo atraviesa completamente; de hecho, se encuentra en su mismo origen, al ser una forma de vida que finalmente es inviable, porque está asentada sobre prepuestos que la destruyen.

Todo esto es insuficiente para comprender lo que es el barroco americano, porque falta otro gran componente, un elemento fundamental que tiene que entrar en este momento en juego.

El proyecto de la Contrarreforma que viene a América Latina, de la mano de los conquistadores, de la iglesia y especialmente de los jesuitas, lanza el barroco como una  nueva forma de vida. Sin embargo, aquí no se trata de oponer un modo de ser cristiano a otro –Lutero versus Ignacio de Loyola-, sino del cristianismo y la civilización occidental, enfrentada a otros pueblos, a otras culturas, con otros dioses, con otras formas de vida, a las que tiene que someter y que cristianizar.

Son los pueblos indígenas los que hacen frente al proyecto barroco, los que resisten e intentan sobrevivir en la nueva situación de dominación. Aquí es necesario introducir una hipótesis fuerte, una afirmación de largo alcance, para señalar que el gesto caníbal, predatorio, de los indígenas sobre el barroco, consiste en volver suyo, en adueñarse de él.

En esa capacidad de dualidad que contiene el barroco americano, caben tanto el proyecto contrarreformado como la resistencia indígena: el barroco se vuelve, poco a poco, estrategia indígena. De tal manera, que el mestizaje se convierte, él también, en proyecto indígena.
El mestizaje no es, al menos en su origen, en su inicio, la primera alternativa de los conquistadores; para ellos, los indios no deben aprender español y deben seguir sometidos a los caciques, a los curacas, que median entre ellos y el gobierno español.

Emerge otra voluntad de forma que trans-figura el proyecto barroco original, que lo vuelve americano, mestizo como otra forma de ser indígena; cuestión que creo que ni siquiera ahora ha terminado, a pesar de la oposición radical que queremos encontrar entre indígena y mestizo. Todavía el indígena encuentra en la predación de lo moderno y de lo hipermoderno, una forma de ser indígena en la época actual.

(Ciertamente que con el paso de los siglos, este origen indígena de lo mestizo, como una de sus estrategias de resistencia, se pierde; los mestizos se vuelven contra los indios en el proceso de “colonización interna”).

Si volvemos sobre la dualidad inherente al barroco y sus formas, podemos preguntarnos desde qué perspectiva, con qué mirada, la ven los indígenas. La estructuración de la religión indígena es harto diferente, no importa que le sigamos llamando dioses, pero su relación con el mundo real tiene otras características, hay otra teología política.

En la teología política indígena, a pesar de la variedad y diversidad, existen dos mundos que están separados: el mundo de los seres humanos, de los runas, y el mundo de los espíritus. No es posible pasar del uno al otro sin más; si los espíritus penetraran en el mundo de los runas, lo destruirían. Hasta aquí parecería no haber diferencia con la trascendencia del dios cristiano.

Sin embargo, las diferencias son sustanciales. Si bien los dioses indígenas habitan en ese mundo que podría llamarse trascendente, esta trascendencia no es absoluta, no es completa e insalvable. Por el contrario, hay una serie de procedimiento eficaces, que nos permiten acceder a ese mundo de los espíritus, con los cuales batallamos, luchamos, morimos o somos devorados.

Se constituyen una serie de ritos de pasaje, de procedimientos de tránsito entre los dos mundos, en donde los dioses están constantemente atravesando esas barreras y los indígenas viajando al mundo de los espíritus, que también podría ser el de los ancestros.

Con estos ojos, con estos oídos, con esta teología, los indígenas reciben el discurso cristiano; desde esta perspectiva son obligados a bautizarse, a convertirse. Esta es una teología que no se deja de lado, que incluso ahora, luego de varios siglos, sigue funcionando, reprimida, subsumida, olvidada.

¿Cómo esta teología política indígena hace su gesto caníbal respecto del cristianismo? El barroco en manos de los indígenas, se vuelve esa máquina que permite acceder a los dioses, se convierte en rito de pasaje hacia el mundo de los espíritus.

Aunque esos ritos de pasajes ahora tengan otros procedimientos –la liturgia cristiana- y otros mediadores que ya no son los shamanes: cristos, vírgenes, sacerdotes, iglesia. Este es el modo de lidiar con esa trascendencia absoluta del dios cristiano, incomprensible e inaceptable para un indígena.

Advocaciones que se transformadas en “shamanes” que permiten el acceso al mundo de los dioses; proliferación de figuras mediadoras que negocian con lo divino, la mayoría de las veces con una terrible lógica mundana.

La voluntad de forma de la forma de vida indígena, por ejemplo los Jama-Coaque, no proviene de la necesidad de representar lo irrepresentable, sino de la exigencia de representar de la mejor manera esos ritos de pasaje, esas transformaciones tanto de los dioses como de los shamanes, que permita recorrer ese espacio peligroso, en donde te pueden matar, y llegar al otro lado, al mundo de los espíritus y, además, regresar al mundo de los seres humanos, con las respuestas exigidas.

La estética Jama-Coaque no trata de representar o mostrar lo Invisible, sino volver figura los modos de transcurrir hacia lo Invisible, ritos de pasaje que se vuelve forma, arte; mientras que el barroco americano está atrapado en la dualidad entre lo visible y lo invisible.

El ethos barroco, planteado por Bolívar Echeverría, se desprende de esta disociación que habita al interior del barroco; primero, como lugar de opresión y luego, como estrategia de resistencia. Al separar esta última, el barroco puede ser visto como un ethos y no solo como un determinado momento cultural y estético.

Hay un ethos de resistencia en el barroco porque detrás estuvo el movimiento contrahegemónico indígena, que convierte en otro para poder ser él mismo, a través del “mestizaje”, encubriéndose de otro para continuar existiendo.

La pregunta crucial en torno a la propuesta del ethos barroco está en saber si esta forma de vida que se propone como modo de resistencia ante el capital, en un momento en donde hay que vivir lo invivible porque no existe una alternativa viable en este período, da cuenta de las necesidades contra-hegemónicas de la época; o, por el contrario, sería preferible quedarnos con la formulación del ethos, aunque ya no sea barroco.

En esta dirección, ¿la estética caníbal se postula como candidata a un ethos de resistencia frente al capitalismo tardío?, ¿puede una voluntad de forma caníbal reemplazar a la forma de vida del ethos barroco?, ¿cómo habitar desde lo caníbal este lugar en donde intentamos vivir lo invivible, decir lo indecible, decidir lo indecidible?, ¿lo caníbal es ese máquina trans-figural que requerimos como modo de oponerse a lo existente?


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