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miércoles, 13 de noviembre de 2013

REDEFINIENDO LO PERFORMATIVO



Nada tan fuerte en la posmodernidad como el privilegio de la perfomatividad, de la acción sobre la narración, del hacer sobre el discurso, de la eficacia sobre la reflexión, de técnica sobre la ciencia. Giro performativo que se trasladó a un sinnúmero de ámbitos, pero de manera especial a las artes plásticas y escénicas.
Se propone aquí una reconceptualización de lo performativo, que permitirá tanto cambiar la lectura de aquello que se estableció como paradigmático en estas teorías así como su uso futuro sobre nuevas bases.
Comencemos por referirnos a la definición de arte performativo tomado del glosario de la Tate Gallery: “Arte performativo. Arte en el que el medio es el propio cuerpo del artista y la obra de arte toma la forma de acciones realizadas (performed) por el artista.”
(http://webarchive.nationalarchives.gov.uk/20120203094030/http://www.tate.org.uk/collections/glossary/definition.jsp?entryId=218)

Se encuentran presentes los elementos típicos de lo performativo: el privilegio de la acción y la centralidad del cuerpo del artista -y del artista como sujeto que es tanto productor como producto-
La idea central es regresar al origen del término performance, que coloca no sin ambigüedades la cercanía con formar y forma. Digamos que la tesis central que se sostendrá es que performance es aquello que se hace a través de la forma, una acción en donde la fundamental es la forma de la acción. Desnudar el contenido de la acción para arrancar de ella aquello que es su forma.

Veamos ese origen etimológico de perfomance.

“Origin:
1250–1300; Middle English parformen  < Anglo-French parformer,  alteration (by association with forme
form) of Middle French, Old French parfournir  to accomplish. See per-, furnish” en: http://dictionary.reference.com/browse/perform

De l’anglais performance issu lui-même de l'ancien français « parformance » (XVIè s.) et « parformer » qui signifie accomplir et de « former ». http://fr.wiktionary.org/wiki/performance

Angl. performance, exécution, accomplissement, mot de forme française fait du lat. per, et formare, former. http://www.littre.org/definition/performances


Se mantiene el carácter de acción del performance, que ha sido su constante y además el modo en que se usa en la lengua; esto es, acción de una cierta calidad, inicialmente de gran calidad pero luego banalizada a cualquier grado de realización de la acción. Y se introduce –lo que es esencial-, ese otro elemento olvidado que es la forma.
Lo que se ha perdido en el uso de la lengua es esa referencia directa a la forma en el performance, aunque queda incluida en la acción, porque esta es valorada a través del modo de su realización, que puede ser excelente o deficiente. La forma de la acción es la que define su calidad. De tal manera, que su origen etimológico no enviaría a esas acciones que se cumplen bien a través de producir una determinada forma o de darle una determinada forma a las acciones.
¿Y qué es lo que se hace a través de la forma? Se desviste el hacer para que aparezca “su” forma desprendiéndose del contenido. Lo que pone en acción el performance, el happening o cualquier otro tipo de arte performativo, es la forma del suceder.
En el performance “la belleza” o su estética se dirigen a la forma de lo que acontece. La posmodernidad antes que negar la representación, lo que hace es introducir la acción en el arte. Una acción que no pretende alcanzar un fin, sino que quiere transparentar la forma de acción. Es, así, una acción formal. Por esto, responde a la pregunta: ¿cómo puedo hacer arte actuando?
El equívoco de todo esto es que tendemos a fijarnos en su contenido, que solo es importante en cuanto es elidido, aunque conserve la huella de esta elisión. Es “esta elisión y no otra”, de allí su carácter de particular. (Lukács)
Pongamos un ejemplo: la artista argentina Ana Gallardo, en la XI Bienal Internacional de Cuenca, realiza un conjunto de acciones claramente ubicadas dentro de lo performativo, aunque ciertamente no usa su cuerpo. Viaja a las comunidades rurales de Cuenca y pide a las campesinas que hagan figuras de barro, las que quieran. Igualmente la actividad se realiza con un asilo de ancianos. Una vez que tiene estas figuras, sin ninguna intervención de su parte, construye un escenario minimalista en una sala y en ella coloca las figuras hechas por ese conjunto de personas.
Su discurso y la aparente lectura obvia de su obra sería una crítica social al arte y a los artistas como productores exclusivos del arte, cuando ella habría mostrado que hasta los sectores más desfavorecidos pueden hacer arte y entrar en una bienal.
El gran equívoco en este ejemplo, y en muchos otros, es que al centrarse en el contenido de la acción parecería que efectivamente se logra que esos sectores desposeídos y excluidos de la esfera elitista del arte, entraran en este campo y que por este motivo, se habrían convertido con derecho propio en artistas.
Sin embargo, si nos centramos en la forma de la acción, los resultados son harto diferentes: se convierte en la reafirmación del carácter sociológico convencional de la producción de la obra de arte, en donde esta solo se hay arte en la medida en que se penetra en la esfera del arte y es reconocida como tal por sus integrantes –en este caso una bienal de arte-
Además, la figura del artista como origen de la obra de arte –arte es lo que hacen los artistas- utiliza a los sectores populares como un pretexto ideológico de su obra. Las campesinas hacen unas figuritas de barro y solo se convierten en obras de arte porque han sido pedidas y trabajadas por la artista, que es quien transporta esos objetos al museo, al espacio de exhibición sociológicamente determinado como artístico.
Regresemos a la definición de la Tate Gallery: “…la obra de arte toma la forma de acciones realizadas (performed) por el artista.” Se trata sin lugar a dudas de la realización de acciones; pero estas no son el centro de la obra, no definen su sentido principal, sino que son el medio para que aparezca la forma de acción, que es lo que realmente se quiere trasmitir o decir.
Podemos redefinir este concepto que quedaría de la siguiente manera: las artes performativas son aquellas en donde la obra de arte muestra la forma de las acciones.
A partir de aquí tendríamos unos determinados criterios que permitirían valorar de mejor manera el arte performativo, en donde los aspectos de la calidad y la significación ya pueden incluirse. Esto lograría que este tipo de acciones escapen de la banalidad, que es su principal peligro.
La pregunta acerca de la calidad estética de las artes performativas estaría guiada por la pregunta acerca de la capacidad de mostrar, de transparentar, de poner ante nuestros ojos, la forma de las acciones, que en la vida cotidiana queda oculta por el privilegio del contenido.
Los medios utilizados para lograr explicitar la forma, la adecuación de estos para logar que aquello se muestre a través de la forma, per-formar, añadirían elementos valorativos orientadores de su juicio estético.

domingo, 3 de noviembre de 2013

EL DISCURSO DE LA POSTMODERNIDAD

Una de las batallas centrales de la posmodernidad se libró contra los grandes relatos que, al mismo tiempo, significó el privilegio de la performatividad, tal como fue enunciado por Lyotard en su más que clásico ¿Qué es la posmoderno? Luego vinieron las teorías expresivas, al estilo deleuziano, que colocaban el afecto por encima de cualquier otro elemento y que de igual manera despedazaron el discurso moderno.
Finalmente, hemos entrado en la era de la imagen, en el imperio de lo visual. Nuestra vida entera está rodeada de pantallas, que progresivamente alteran nuestro modo de percibir la realidad, porque se convierten en interfaces inteligentes que dan forma al mundo en el que existimos.
Por su parte, en el mundo de las artes y del diseño la performatividad, la expresividad y la tecnología van de la mano. Allí, más que en cualquier otro ámbito, las narraciones, las textualidades, los discursos parecerían haber huido y desaparecido definitivamente en el horizonte.
Estos fenómenos que forman parte de los lugares comunes que se repiten de modo incesante y que se convierten en programas de acción, en modas artísticas o del diseño, no pasan de ser simulacros. Si bien se puede admitir ese largo predominio de lo visual y de lo performático en casi cualquier espacio de la vida actual, sin embargo cabe la pregunta acerca de desaparición de las narraciones y los discursos.
En algunas artes, especialmente en el teatro postdramático, en ciertas corrientes de la danza y de manera espectacular en las artes plásticas, el privilegio de la performatividad y del volcamiento expresivo de un sujeto casi disuelto o de un cuerpo nada más que habitado por sus sensaciones, ha dado un paso más en su escape del discurso.
Y en último movimiento se dirige hacia la abolición ya no de las grandes narraciones o relatos, sino de los microrrelatos, en donde la meta casi sería la anulación completa de cualquier sentido o significado, o su reducción a una nebulosa indefinida que queda flotando en la más completa subjetividad del artista.
El riesgo en cada ejercicio no es otro que la banalidad que, lamentablemente, uno encuentra en estos fenómenos por doquier. Simulacros sin estética alguna colocados frente a nosotros como sucedáneos del arte. Cualquier intento de preguntar por el significado, por el sentido, se considera como retrógrado, incómodo, inútil.
A esta altura del desarrollo del mundo, en donde no tenemos frente a nosotros ni la más mínima posibilidad de una práctica y discursos revolucionarios, cuando solo vemos a nosotros el futuro como catástrofe humanitaria o ecológica, el “peligro” del regreso a grandes relatos es prácticamente inexistente. La modernidad no volverá ni siquiera como proyecto inacabado peor aún el socialismo.
Frente a este simulacro postmoderno tenemos que introducir la cuestión de las textualidades, los discursos, los significados y especialmente, por la representación. La tesis central que se sostiene aquí es que cada época está conformada por el par expresión/discurso, performatividad/narración, acción/texto. Foucault lo ha mostrado extensamente y Ranciére a la historia del arte. Los regímenes siempre son dobles: visuales y discursivos, aunque hay que insistir que sus relaciones, sus contraposiciones, sus privilegios e incluso el juego ideológico con el que acompañan varían de una fase a otra de la humanidad, de una cultura a otra.
Así que el tema no es de qué modo se ha disuelto la discursividad bajo el dominio de la performatividad, de qué manera la expresión ha devorado a la narración, sino de qué modo la hegemonía de lo visual ha creado su propia discursividad, cómo se expresan las nuevas narraciones en los espacios visuales.
Hay que decir que nunca como en nuestra época se ha dicho tanto, se ha hablado tanto, se ha escrito hasta el cansancio: blogs, páginas web, mensajes de textos, textos impresos y electrónicas. Las nuevas tecnologías de la información y comunicación no existen en medio del silencio sino inmersas en una selva de palabras que no dejan de decirse, repetirse, citarse, nombrarse.

Se trata, por lo tanto, de escribir el discurso de la postmodernidad, las narraciones desprendidas de la performatividad, los espacios infinitivos de las visualidades que son poblados por las palabras. Esto exigiría a que las artes visuales, las expresiones performáticas, hagan explícita la narración que contienen, los sentidos que la habitan, los significados que se desprenden de su superficie. Quizás de este modo dejen de ser simulacros banales de sí mismos. 

sábado, 19 de octubre de 2013

ABSTRACCIONES INCAS

El arte inca ha sido llamado abstracto y algunos casos hasta cubista. Se habla de piedras abstractas. (César Paternosto) Aceptemos provisionalmente, dada su inevitabilidad, que tenemos que pensar desde las categorías del arte Occidental, porque no existe otra terminología que permita enunciar a cabalidad lo qué es el arte inca.
Estas abstracciones incas comprendidas desde la matriz del arte abstracto occidental, sirve de instrumento descriptivo, interpretativo, creativo, que tiene como finalidad un entendimiento, al parecer, mucho más profundo de lo que sería la estética incásica.
Sin embargo, creo es necesario dar un paso atrás o bien detenerse un momento a pensar en el movimiento conceptual que se oculta detrás de este ejercicio, en la maquinaria teórica utilizada, con todas las consecuencias que tiene. Por ejemplo, decimos que hay “arte” inca en el mismo sentido que decimos que hay impresionismo, expresionismo o arte renacentista. No decirlo implicaría una suerte de mirada imperialista del arte occidental que solo se considera a sí mismo como arte en sentido estricto, propiamente dicho, separado de otras esferas.
El uso de la palabra arte nos servirá para pensar “contra” ese telón de fondo, contra ese horizonte de sentido, porque ese es nuestro lugar de enunciación inicial. Las figuras que van a emerger en el análisis que se propondrá, lo harán contra ese fondo.
Retomamos el concepto de abstracción de la estética occidental que nombra al arte inca e, inmediatamente, introduzcamos una primera pregunta que nos sirva de hilo de conductor, de guía para el recorrido que tenemos que realizar, que es la comprensión de esta forma de arte de esta cultura en particular.
El significado de la palabra “abstraer” quiere decir: separar, escindir. Y específicamente tomar fenómenos concretos, ubicar aquello que es común, esencial, formal y, entonces, quedarnos con lo abstracto. El movimiento de surgimiento de la “abstracción” se desplaza desde lo concreto hacia aquellos elementos que son comunes a esa variedad o multiplicidad de cosas. Digamos que vamos desde lo concreto a lo abstracto, aunque después podamos realizar el movimiento contrario.
El arte abstracto se opone a la figuración. Más aún, las abstracciones surgen de eliminar los elementos figurativos y de quedarse únicamente con las formas (puras); con estas, cada artista que opta por la abstracción, construye su propia estética, sus obras específicas en cuanto al color, composición, recorridos visuales o cualquier otro elemento. Quiero decir que a partir de este elemento común: la negación de lo figurativo, surge lo abstracto que, a su vez, se despliegue en diferentes manifestaciones, como puede ser el expresionismo abstracto o las abstracciones geométricas.
No deja de latir en cada cuadro abstracto aquello que ha dejado de lado, lo que ha perdido, lo que se niega a mirar, a colocar ante nuestros ojos; y que nos insiste en que aprendamos a mirar la forma como tal.
En el caso del arte inca como estilo abstracto, ¿se estará diciendo lo mismo? ¿Este abstracto también se construye a partir de la dualidad abstracto-figurativo? ¿Cuál sería el significado de esta dualidad en el mundo incásico?
Es en este momento en donde propongo que realicemos un desplazamiento importante en la metodología que utilizamos tradicionalmente. En vez de intentar pensar qué tipo de abstracción es la incásica desde las categorías de la estética occidental, podemos preguntarnos por el modo en que se conceptualiza la abstracción en el mundo y en la lengua quichua. ¿Se abstrae en quichua desde la misma manera que nosotros lo hacemos en castellano? ¿Abstraer significa separar? ¿Lo abstracto en el mundo andino es aquello que escapa de la figuración?
No se trata de encontrar el modo en que se traduce del español al quichua el término: abstracción; sino de encontrar cómo se dan las abstracciones en la cultura quichua. En este momento, únicamente quiero colocar el ejemplo lingüístico.
En la propuesta del lingüista Angel Polibio Chalán, quichua de Saraguro[1], el proceso de abstracción en la lengua quichua sería: yuyai-pi-lla; literalmente: idea-en-solamente, (solamente en idea). Hay que insistir que no se trata de un proceso de separación, de aquello que es idea extraída de la realidad concreta.
La búsqueda de la perfección de las piedras abstractas incásicas correspondería a este yuyai-pi-lla, en la medida en que expresarían “aquello que es solamente en idea”. ¿Cómo entender este proceso que no remite a la negación de la figuración?
Dos consideraciones que nos aproximarían al significado del arte abstracto inca: en primer lugar, estaría remitiendo a una idealidad, “aquello que es ideal” y desde esta perspectiva, esa búsqueda de la perfección abstracta de las piedras incas, estaría conectada a la infatigable persecución de la sociedad ideal. La piedra abstracta no sería otra cosa que el ayllu en su momento estético.
En segundo lugar, este yuyai-pi-lla no deja de tener relación con el orden concreto de las cosas, inclusive con la figuración, pero de un modo distinto de la dualidad occidental mencionada. Yuyai-pi-lla como fundamento de lo real; este modelo de realidad, el ayllu, que permite la formación y la constitución de estos ayllus concretos, de esta sociedad que no es perfecta pero que quiere pensarse como si lo fuera, desde el máximo de su idealidad, desde el equilibrio permanente.
Las piedras abstractas serían la forma a partir de la cual serían posibles todas las demás formas, desde los espacios arquitectónicos hasta los textiles. Forma en su máxima abstracción como posibilidad y fundamento de lo figurativo. Solo puede darse la figuración contra este fondo permanente de la forma abstracta.
Si se quiere conservar para el arte inca la denominación de arte abstracto, entonces hay que dar un paso más. La noción estética de abstracción como opuesto a figurativo, como lo no figurativo, tiene que ampliarse y pensarse de manera diferente.
Habría que decir que hay, al menos, dos grandes tendencias del arte abstracto: el modo occidental que huye de la figuración y un modo inca en donde lo abstracto está en el origen de las formas, de la figuración. (Desde luego, el estudio del arte de otros pueblos arrojará sin lugar a dudas otras formas de abstracción. Por ejemplo, cabría preguntarse acerca del tipo de abstracción de la estética Shipibo-Conibo.)
Lo mejor sería encontrar un nombre consensuado para el arte inca, en quichua, que exprese su estética a cabalidad, desde su propia perspectiva, como elemento inmanente a la cultura incásica. ¿Podría denominarse al arte inca como Yuyai-pi-lla? Este es un debate abierto.




[1] Comunicación personal. 

jueves, 17 de octubre de 2013

LA INMANENCIA DEL ENEMIGO



La necesidad de precisar los conceptos de las estéticas caníbales nos llevan de regreso a las reflexiones de Eduardo Viveiros de Castro, ciertamente enmarcadas en el ámbito antropológico que tomamos como punto de partida y de dónde tomamos aquellos aspectos que nos parecen relevantes para reflexionar sobre la esfera estética.  (Viveiros de Castro, A inconstancia da alma selvagem.)
Resaltemos su punto de partida crucial: se trata de analizar la economía de la alteridad; diríamos: la economía política de la alteridad. Los debates sobre las relaciones entre las culturas giran en torno al modo en que se trata al Otro, a la manera en que se constituye la otredad, que puede ir desde la formación de híbridos y mestizajes hasta las tesis del exotismo total, de la otredad absoluta sin posibilidad de diálogo con otras posiciones, pasando por una gama amplia de propuestas: interculturalidad, multiculturalidad, transculturalidad, transmoderno, poscolonial, postoccidental y otros.
Aunque Viveiros de Castro no discute directamente el conjunto de estas teorías, sus tesis, así como las de la antropología simétrica, llevan el debate sobre la alteridad en dirección distinta o, en todo caso, colocan elementos novedosos para su análisis, que se desprenden de su reconstrucción etnográfica y etnológica de la Amazonía.
En ese tratamiento del otro se da “…una economía de la alteridad en donde se asigna al concepto de “enemigo” un valor cardinal.” (267) El otro es un enemigo y esta característica atañe incluso a los dioses, que no escapan a esta determinación: “Feroces más espléndidos, peligrosos pero deseados por los humanos, homófagos mas provistos de una supercultura shamánica, enemigos más aliados, los MaÏ están marcados por una ambivalencia fundamental. Ellos son al mismo tiempo el “ideal del Ego” araweté o arquetipo del Otro. Los araweté se miran a ellos mismos con los ojos de los dioses, al mismo tiempo que miran a los ojos de los dioses desde el punto de vista humano, terrenal, terrestre y mortal.”(271-272)
La relación con el otro como enemigo es inmanente: el enemigo penetra en el alma misma del matador, permitiéndole que él y su cultura se constituyan como tales y, simultáneamente, alterándolo radicalmente, cuestionando su propia existencia:
“Después de haber matado, o simplemente herido, un enemigo en una escaramuza, un hombre “muere” (umanun). Cuando vuelve a la aldea, él cae en una especie de estupor, permaneciendo inmóvil o seminconsciente por varios días, durante los cuales no come.” (272)
Enemigo y matador se entrelazan de un modo profundo, ya inseparable: “El enemigo se dice que está enfurecido con su matador, más al mismo se encuentra indisolublemente ligado a él.”(273) Ese hecho violento ha terminado por convertirse en una identidad: “Puede verse aquí una nítida progresión de las relaciones entre la víctima y su matador. Ellas van desde la alteridad mortífera a la identidad fusional…” (273)
El trabajo simbólico del enemigo es todavía mucho más poderoso, por el efecto mismo de la inmanencia, de la interioridad del enemigo en el matador, porque la entrada de la perspectiva –ontológica y epistemológica- del enemigo en la cultura del matador, altera el orden simbólico del matador. Ahora se dice con palabras del enemigo aquello que el matador quiere expresar: “Vistos por su lado bueno –su lado muerto-, los enemigos son aquellos que traen nuevas palabras al grupo, al menos que vienen a dar un sentido más puro a las palabras de la tribu.” (275)
Así que el matador habla dos veces: discurso del enemigo y discurso propio, plenamente entrelazados, que muestra la transferencia del orden simbólico del enemigo hacia el matador: “Una especie de ecolalia enunciativa o un proceso de reverberación: un enemigo muerto cita a su víctima araweté… y enseguida cita a su propia matador… todo esto por la boca de este último, que cita globalmente lo que su víctima tiene que decir.”(277)
Este proceso lejos de quedarse en el matador, como individuo, ha sido desde el inicio un fenómeno colectivo, un acontecimiento que atañe a todo el grupo, porque ahora es la comunidad la que identificándose con  el matador, absorbe el discurso del otro, esto es, del enemigo:
“Una reverberación entre matador y su víctima está en el origen de la situación paradójica de la danza guerrera, situación de la mayor cohesión social y de máxima efervescencia colectiva en la sociedad araweté, cuando una comunidad masculina se reúne en torno del matador para, identificándose con este, repetir las palabras enunciadas por otros.”(278)
La inmanencia del enemigo ha ido tan lejos que el espíritu del enemigo habitará permanentemente dentro del espíritu del matador, a tal extremo que el matador se ha vuelto otro, se ha convertido precisamente en el enemigo: “Este proceso como se puede imaginar, tiene su precio. Una fusión entre el matador y su enemigo presupone un devenir otro del primero: el espíritu de la víctima jamás le abandona.” (279)
Y desde este haberse convertido en Otro, puede regresar los ojos hacia sí mismo. Mirarse con los ojos de los otros, termina por ser la mejor y la única perspectiva para verse a uno mismo: “Esta capacidad de verse como Otro –punto de vista que es, tal vez, el ángulo ideal de visión de sí mismo- me parece la clave del pensamiento tupi-guaraní.” (281)
Esta absorción del enemigo se expresa en la incorporación global del enemigo –que en este caso es víctima-: “…El incremento del capital ontológico del matador al final del proceso, se expresa en una relación de anexión de ciertos atributos metonímicos de la víctima: alma, nombres, cantos, trofeos.” (284)

domingo, 6 de octubre de 2013

ESTÉTICAS CANÍBALES Y ESTÉTICAS ANCESTRALES

Una de las cuestiones centrales a la hora de establecer qué son las estética caníbales –como una posibilidad de sensibilidad e imaginación actuales-, atraviesa por su relación con las estética ancestrales y de modo especial –para nuestro caso- con la cultura Moche y la Inca.
Algunos puntos de partida, que me parecen claves, deben señalarse: nunca hemos sido primitivos, nunca hemos sido premodernos, hay arte moche e inca.
Nunca hemos sido primitivos: esta frase de Eduardo Viveiros de Castro muestra el otro lado de las reflexiones de Latour, para quien Occidente realmente nunca fue moderno, porque no llegó a realizar plenamente las grandes tareas que la modernidad implicaba. (Agamben mostrará que la continuidad entre la Edad Media y la Edad Moderna es mucho mayor de lo que imaginamos y que el corte radical que es el paradigma dominante, no se sostiene.)
Así como se afirma que Europa nunca fue moderna, entonces con igual fuerza hay que señalar que Nunca fuimos primitivos. Esto tiene algunas implicaciones: lo que hubo son formas de vida con su propia perspectiva, con sus ritos y mitos, con sus creencias y contradicciones. Además, se tiene que insistir que a pesar de sus propios mitos, sobre todo en el caso Inca, no podemos regresar a ese pasado como si fuera nuestro origen, nuestro fundamento, la verdad que no hallamos en la modernidad que nos ha decepcionado.
Por otra parte, tampoco hemos sido premodernos. Esta idea de que nuestra historia desemboca en la modernidad y tiene sentido a partir de ella, depende de la noción de progreso. La historia de pueblos como el Moche o el Inca se cortaron a partir de circunstancias históricas determinadas y no llevaban como una especie de embrión, la ansiedad de la modernidad. Eran formas de vida con derecho propio y tienen que ser entendidas a partir de sus propias condiciones internas de reproducción material y simbólica.
Entonces, ¿sus productos culturales pueden llamarse arte? ¿No es el arte una categoría occidental? Ciertamente lo es, sin embargo no tenemos otro vocabulario para hablar, no tenemos términos para nombrar la producción estética de estos pueblos, que tiene que ver con su belleza, su sensibilidad y su imaginación.
Una vez que se ha establecido esto, hay que decir inmediatamente que tenemos que empezar una larga batalla contra los límites del concepto arte, contra sus categorías y restricciones. Solo de este modo podremos dar cuenta de la estética ancestral y lograremos establecer los vínculos, los parentescos, los desacuerdos, con las estéticas caníbales que se proponen como modos de hacer arte desde América Latina.
Las categorías del arte occidental tendrán que utilizarse de entrada. No hay otra alternativa. El otro extremo sería embarcarse en una discusión estéril acerca de la calidad de arte de dichas culturas, lo que sería un sinsentido. O, lo que es peor, adoptar la actitud etnocéntrica de creer que solo en Occidente hay arte como tal, separado de las otras esferas sociales y culturales, y que el arte moche o inca son solo extensiones de su religión, de sus cosmovisiones, de su mitología y nada más.
Una vez que tomamos las categorías del arte y de la estética tal como las conocemos y manejamos, hay que realizar con ellas una tsantsa: reducirles la cabeza a fin de puedan se redefinidas a la luz de las manifestaciones estéticas de dichos pueblos.
Lo ideal sería encontrar otras categorías que expresen ese arte. ¿Cómo podemos llamar al arte moche sin llamarle “barroco, maximalista, neofigurativo”? Si la invención de otros conceptos no se logra, hay que darle un vuelco a las nociones modernas, de tal manera que se abran hacia otros fenómenos estéticos. Por ejemplo, el arte inca es, en gran parte, abstracto; pero, ¿de qué tipo de abstracciones estamos hablando? ¿De qué modo el abstracto inca debería definir el concepto mismo de abstracción?