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domingo, 11 de octubre de 2015

UN ENEMIGO DEL PUEBLO.

Dirección: Christoph Bauman.

Esta adaptación y el montaje de Un enemigo del pueblo de Ibsen exige un debate y una toma posición, especialmente porque debe ser leída a la luz de la situación actual. Dejo de lado los aspectos específicamente teatrales para centrarme en el análisis de su contenido.

El valor central de la obra radica en que desnuda los mecanismos de funcionamiento de poder, que terminan por corromper todo lo que le rodea. Como la obra muestra, desde el periodista hasta la gran masa está sometida a un férreo control ideológico, que supedita las acciones a los intereses económicos. Ni siquiera las consideraciones de orden familiar logran escapar a este sometimiento.
Poco a poco el Doctor Ayora y su familia se quedan solos, sin trabajo y más aún, termina por ser declarado enemigo del pueblo.

La obra se lanza de manera explícita a producir la identificación ética con el Dr. Ayora; el público rechaza la manipulación del poder. Después de esto, el Doctor acaba completamente solo, reivindicándose contra la masa, sintiéndose el más fuerte allí en su aislamiento, seguro de tener la verdad.

Sin embargo, la obra corre el peligro de trasmitir el “mensaje” opuesto al que pretende provocar. En primer lugar, porque es derrotista: si bien se salva moralmente al individuo, colocado por encima de la masa engañada e inmoral, políticamente el Dr. Ayora fracasa de manera rotunda. No ni siquiera un resquicio de esperanza que le permita al espectador vislumbrar otra salida que no sea la superioridad moral del individuo.

Si bien es cierto que las masas se encuentran inmersas en una ideología que les coloca del lado de sus enemigos, no se puede desprender de esto que solución sea despreciarlas, olvidarlas, ni hacer sobre ellas una requisitoria moral ni apelar a la educación para liberarlas.

El Dr. Ayora no comprende que la única alternativa no está en quedarse solo teniendo la razón, convertido en un héroe, sino en batallar para ganarse a esa mayoría absoluta que es, precisamente, lo único que da sentido a sus actos.

No hay un final abierto que hubiera permitido que el público tuviera que razonar sobre los posibles desenlaces. El poder triunfa sin más; las masas están engañadas y sometidas; la sociedad está corrompida. Queda la sensación final de un escepticismo sobre lo que se puede y lo que no se puede hacer. Y si bien se ha dado esa identificación moral, el público se queda atrapado sin poder ver algún camino, aunque sea hipotético de resolución.

La propia maquinaria del montaje acentúa esta situación, porque coloca antes de las escenas finales, todo el discurso moral del Dr. Ayora y la obra dialoga con el público en este momento, construyendo la identificación con el héroe moral. Después viene el descalabro, la derrota, el aislamiento del héroe, que en su soledad se siente, paradójicamente, más fuerte que nunca.

Esta es la imagen que finalmente queda en la retina del espectador: el individuo aislado, apenas iluminada, en un profundo silencio, como manifestación de la inevitabilidad del triunfo del poder. Por eso, cabe preguntarse si la obra no conduce a una “moraleja” opuesta a la que pretende, si no desarma a la gente en vez de dotarle de instrumentos de reacción, de rebeldía, de resistencia.

Si bien el público se identifica moralmente con el Dr. Ayora, ¿lo hace también con el hombre que tiene razón pero que ha sido irremediablemente derrotado?



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