Translate

domingo, 4 de marzo de 2018

TEORÍA DE LA FORMA: MÁQUINAS ESCÉNICAS. 2.



4.  Máquinas escénicas:

4.1.  El maximalismo experimental de Andrés Vázquez.

En el montaje de Elizabeth o la esclavitud de Isidro Luna, Vázquez opta por el maximalismo en todos los aspectos, con una fuerte carga experimental que, además, se propone funcionar como una máquina abstracta. Como se ve este es todo un programa.

Derivando esos conceptos de la teoría de la forma y confrontándose con la evolución de su propia práctica teatral, Vázquez toma Elizabeth para someterla a su trabajo, para rastrear en ella el cúmulo de esclavitudes y, simultáneamente, colocar otras temáticas que solo pueden provenir de los dispositivos de montaje que ha articulado.

Esta máquina abstracta, que recuerda Tretiakov, en la medida en que pone el máximo de elementos para producir un efecto sobre el público, para llevarlo hacia donde quiere, para meterle en el desconcierto y obligarle a pensar sobre lo que está mirando. Se apela a un espectador activo que, incluso, al final de la obra debería gritar su gusto o disgusto, su conformidad o disconformidad. Hay una preocupación central, que tiene que ver con el diseño explícito de las reacciones, las apelaciones a la sensibilidad, las imágenes, los razonamientos, que se quiere provocar sobre el público.

Siguiendo a Umberto Eco, la indexación de la obra a través de esta puesta en escena concreta, presupone un espectador ideal, un “público interpretante” que es el que realmente toma contacto con el conjunto de dispositivos de la máquina teatral. (Eco, 1987)

Desde luego, esa máquina teatral ha cambiado, se ha desplazado hacia el orden simbólico siempre de la mano de la puesta en escena. Así, se introduce una televisión que siempre muestra la misma imagen, un sillón destartalado que se desplaza de un lado al otro del escenario como si tuviera vida propia, creando un espacio de habitabilidad, un lugar para contar historias, unas silla de ruedas sobre la que va la protagonista, una puerta lateral a través de la que no solo se sale sino se espía lo que pasa en el escenario, una música que trata de contar su propio cuento, y sobre el piso hecho de madera de reciclaje, se ha pintado una imagen del test de Rorschach.

Esta imagen que exige el esfuerzo de ser captada, es lo que confiere sentido último a este aparataje, lo que muestra que no solo es una puesta en escena más, sino que se ha puesto en juego -siguiendo a Eisenstein- el inconsciente colectivo, el espíritu del grupo, un cierto intelecto general, o como se quiere llamar, que lleva la historia de Elizabeth más allá de los límites de la negritud, de la inversión de la esclavitud: ama negra, esclavo blanco.

Y es ese teatro de la multitud que vuelve a aparecer, bajo los rastros de ese olvidado teatro de la Rusia revolucionaria, cuando los personajes se dividen, se segmentan, se multiplican; cuando el sí mismo estalla, cuando la subjetividad se convierte en subjetividades y los esclavos batallan entre sí, como si estuvieran conectados por una corriente común que les atravesara por dentro, que hacen que uno sienta lo que el otro sufre, que uno diga lo que el otro piensa, que el cuerpo de uno sea sometido al trabajo brutal que se lleva sobre otro cuerpo.

Dentro de máquina se producen las actuaciones, se construyen los personajes; o más bien, los semi-personajes, los personajes demediados, como si hubieran estallado y cada uno hubiera adquirido su propia corporalidad.

Aparte de estas corporalidades con sus gesticulaciones, lo que se pone en gesto -otra Eisenstein- en la secuencia completa de montaje, no es otra cosa que la extensión de la esclavitud al conjunto de ámbitos de la vida y el efecto que tiene sobre nosotros, de despedazarnos. Es esta situación la que se proyecta -en el sentido de Rorschach- sobre el conjunto del montaje, la que conduce a que el texto sea literalmente “torturado” para obligarle a decir lo que se ha puesto en gesto.

Un gesto que es ante todo formal, pero que remite a un “contenido de la forma” a través de ese poner en gesto, de este procedimiento de indexación a través de la máquina construida, de ese intelecto general que ha sido puesto en obra y que no puede sino existir como masa.

No es extraño que una obra clave, producida como ejercicio pedagógico en la Escuela de Artes Escénicas de la Universidad de Cuenca, sea En la multitud de Isidro Luna, en donde la propuesta formal, dramática, consiste precisamente en poner en escena a un actor-colectivo, a un actor-masa, que se mueve, se parte, se diferencia, se divide, se confronta consigo misma para volverse a reunir.

Allí, y únicamente allí, se pueden individualizar ciertos personajes que existen en un transcurso bastante limitado en la obra y vuelven a su estado de multitud, a perderse en la masa, que les acoge y les disuelve en el colectivo.

Se podría decir que en casi todos los montajes realizados por Vázquez encontramos algún elemento, algún gesto, que proviene de la necesidad de poner a la multitud en escena que, muchas veces, se acerca a la tentación de colocar al público como tal en el escenario, como parte del hecho teatral, fundiendo teatro y vida.

Las cuestiones del método dramatúrgico se trasladan desde su origen barbiano hacia algo que le hemos denominado posbarbiano y más adelante, método caníbal -correspondiente al teatro caníbal- No es que haya desaparecido la técnica barbiana, que sigue estando allí como manera de huir del realismo o del naturalismo, pero ha dejado de ser el centro, el núcleo a partir del cual todo se formaba y se producía el encuentro entre la construcción del personaje y el texto.

Ahora el método barbiano ha sido predado, consumido productivamente en cuanto entra a ser parte de los insumos de la máquina abstracta teatral, como un dispositivo más entre otros. Y sobre ciertas corporalidades y gestualidades que se construyen, se coloca como su principio organizador el montaje, con sus dispositivos y disposiciones, con sus unidades operativas que se articulan entre sí para determinar unas secuencias, unos ritmos.

El método, en plena fase de investigación y formación, es conducido de manera enteramente experimental, casi como ensayo-error, como búsqueda, encuentro, desechando aquello que no concuerda, inventando sobre la marcha, elaborando una y otra vez, diagramas, boceto, porque lo primero que se imagina son las puestas en escenas: puesta en escena, puesta en juego, puesta en gesto.

Una experimentalidad que, en vez de esconderse, se trasluce plenamente en Elizabeth: en los juegos con el robot-maniquí, en el erotismo con la máquina, en la imposibilidad de comunicación entre los seres humanos, entre la serie interminable de mediación que no llevan a fin alguno, sino que se convierten en medios de medios, en medios sin fin. Este es el caso del desdoblamiento de los personajes, de esclavo en esclavos, de la ama en amas, en donde cada uno mantiene el mismo estatus que el otro y ninguna predomina o conduce la acción. A momentos se supeditan, solo para invertir el proceso.

Conjunto de dispositivos que hacen que la máquina abstracta funcione, que se aproximan más a una secuencia o módulo de software, antes que a los procedimientos procesuales metafísicos deleuzianos. Aquí lo maquínico se vuelve operativo, ya no en el sentido de Tretiakov alucinado por las cadenas de montaje industrial, ni tampoco cercanos de la posmodernidad, en donde todo se resuelve en el performance. No hay performance en Elizabeth. Hay teatro, en el sentido estricto del término.

Por eso, esta máquina teatral abstracta, formal, introduce en secuencias, bucles recursivos, redundancias, resultados que son fruto de la misma operatividad a través de la cual la obra se hace, se procesa y queda condensada en un determinado resultado.

Elizabeth muestra, con precisión, los distintos lados de la forma y su relación con una determinada textualidad, con una temática precisa que se cuenta: la esclavitud invertida. Pero, no se trata de que unos significados son simplemente transportados por unos significados, sino que el conjunto de dispositivos con todos sus elementos -su aparataje completo- tienen una significación propia que entra en relación con los significados textuales.

Esta relación en Elizabet no camina en dirección a un encuentro, a la búsqueda de cierta unidad perdida, sino que es la confrontación entre dos planos que choque, hasta violentamente en ciertos pasajes del montaje de la obra.

El plano de las significaciones del texto es predado constantemente por la forma del montaje: ama negra que se parte en varias figuras femeninas, figuras humanas que chocan con el robot en el sofá con el que se relacionan eróticamente, esclavo negro que se transforma en una serie de esclavos blancos. Y el aparataje del montaje que vuelve redundante y recursivo ese otro plano formal: la televisión, el sofá, la silla de ruedas. En último término, la esclavitud en su forma clásica, trasladada a las esclavitudes de todos los días en todos los aspectos.

En el montaje de Elizabeth chocan estas esclavitudes, se fragmentan, se deshacen, se rehacen, hasta que, finalmente, podemos quedarnos con la mujer negra que entra y la mancha del Rorschach dibujada en el piso. ¿Es un juego de proyecciones? ¿Ha sido el conjunto de lo que hemos visto inmotivado? ¿Está allí para que nos proyectemos o, por el contrario, es esa esclavitud la que se proyecto en nosotros, los espectadores?

Por lo tanto, no se trata solamente de estructuras que serían asignificativas y que remitieran exclusivamente a sensaciones, a afectos, a imágenes, en un teatro no referencial o que intenta romper con la referencialidad del texto. Lo que está en obra más bien es una determinada indexación de la forma-teatro que elabora una máquina -con sus dispositivos y disposiciones- y que termina por hacer que se trate de esta obra concreta, como una unidad. (Kirby, 1987)

Y es la elección de una distinción la que marca el campo en donde Elizabeth existe: esclavitud/esclavitudes.

Solamente a partir de este elemento cabría plantearse la cuestión del público, preocupación constante en Andrés Vázquez, que se propone en cada montaje, una reflexión sobre el espectador: ¿a dónde se le quiere llevar?, ¿qué se quiere que sienta?, ¿qué reacciones se esperan?

Al contrario de los sostiene Kirby, la relación no se da directamente entre la obra y el espectador, a pesar de las apariencias. No se trata de un teatro estructural que es entendido por el espectador de acuerdo cada historia personal, de un modo completamente subjetivo. (Kirby, 1987)

Por el contrario, como ha mostrado Umberto Eco, la obra se dirige ya no a un lector modelo, sino a un “espectador modelo”, que está presupuesto en la máquina de montaje concreta que se ha puesto en juego. Este es el mediador entre la obra y el espectador; allí caben diversos grados de coincidencia, acuerdos o desacuerdos, entre ese público y el “público modelo” que funciona como interpretante. Ciertamente que ese espectador modelo tampoco coincide con lo que el director ha tratado de hacer; diríamos que más bien se trata de un “inconsciente teatral” que ha sido convocado y que es aquel que se desprende de la obra tal como finalmente la vemos sobre el escenario.

¿Qué espectador modelo maquina Elizabeth o la esclavitud? ¿Cuál es su interpretante teatral? No puede ser otro sino esa “functor” que pone en marcha la máquina teatral de esta obra y que empuja cada aspecto hacia la confluencia/disociación entre esclavitud/esclavitudes y, quizás, una crítica a las teorías psicológicas del self.

Un sí mismo imposible, que estalla en sujetos y subjetividades bajo el efecto de esta máquina de esclavitudes que la obra proyecto sobre nosotros.

No hay comentarios:

Publicar un comentario