Efraín Fuerez, comunero kichwa de 46 años de Cotacachi, acribillado con tres disparos por las Fuerzas Armadas en la Panamericana Norte, durante la represión ordenada por el gobierno. Septiembre del 2025.
Pero, Fuerez no murió una sola vez, lo hizo dos
veces. Después de que las balas acabaran con su vida, jamás se imaginó que
inmediatamente otra muerte, tan terrible como la primera, sobrevendría, sí,
allí mismo, mientras estaba tendido en el suelo, sostenido por su compañero que
no le dejaba irse, impidiendo que fuera arrastrado por la tropa.
¿Cómo no recordar la obra de Pablo Palacio, Un
hombre muerto a puntapiés?
¡Cómo batiría la suela del zapato de
Epaminondas sobre la nariz de Octavio Ramírez!
¡Chaj!
¡Chaj! } vertiginosamente,
¡Chaj!
en tanto que mil lucesitas, como agujas, cosían
las tinieblas.
(Pablo Palacio, Un hombre muerto a puntapiés).
Porque sobre
la tragedia de la violencia del poder contra el pueblo, ejecutada por alguien
que también pertenece al mismo pueblo, se vuelca el absurdo, el más profundo
sinsentido que aparece cuando se pierde todo límite.
La violencia, especialmente en la guerra, y
esta es una guerra total lanzada contra el pueblo, termina por asumir su propia
lógica. Cuando el poder manda a sus huestes, sabe perfectamente que estas
cumplirán su tarea siempre con un exceso de eficiencia. Esa masa uniformada,
como pueblo alienado, pierde el control y queda atrapada en la dinámica de la
violencia por la violencia.
Al ver a Fuerez caído sobre la calzada, el vehículo
militar frena. Se bajan los policías y arremeten a puntapiés contra el muerto,
aun viendo claramente que yace sin vida, que su sangre derramada empapa sus
botas. Y sacuden también al acompañante, quien finalmente evita que lo lleven.
En ese momento, como dice Palacios, las tinieblas
dejan entrever el suceso grabado por alguien parapetado en la oscuridad. Un
testigo que hubiera preferido no estar allí y presenciar la doble muerte de
Fuerez.
Y en esa segunda muerte no es solamente Fuerez
quien abandona la existencia, cuando las balas se le cruzaron temprano en la
vida. Somos nosotros los que también morimos en ese momento, porque su segunda
muerte también es la nuestra, la de aquellos que aún caminamos y somos
obligados a mirar los hechos, como el testigo que filma y registra aquello que
no se puede filmar.
A los policías que bajan del vehículo les toca
su propia muerte, sin que lo sepan, aquella de haber abandonado el mínimo
sentido de humanidad, en esos momentos de ruido y furia, empujados por la
sonrisa irónica del gobernante, a quien le importa muy poco la vida de los
otros.
Carlos Rojas Reyes
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