Un objeto es una perspectiva sobre el mundo, un punto de vista que se
introduce en él. Si bien muchas cosas son elaboradas por nosotros, su mirada
sobre el mundo difiere en mayor o en menor grado de la nuestra.
Por un efecto antropomórfico estamos acostumbrados a privilegiar nuestra
mirada sobre el mundo, como individuos y como especie. Consideramos que
cualquier otra perspectiva es una prolongación de nuestro modo de aprehender el
mundo.
Aunque ahora este es un tema cuyo debate se ha generalizado y se ha puesto
de modo, está con nosotros desde hace bastante tiempo, quizás desde objetos
concretos que han tenido un profundo efecto social precisamente porque
cambiaron la perspectiva que teníamos del mundo.
El efecto fotográfico es notable: segmenta el mundo de una manera distinta
de la mirada humana aunque sea su prolongación; una vez que hace esto, la
congela, la inmoviliza y la enmarca en un espacio y tiempo determinados. En la
foto que nos toman estamos muertos: no pasamos, no transcurrimos, nos quedamos
fijados, imagen congelada de nosotros mismos. (Una maravillosa aproximación a
este tema se encuentra en Barthes Roland, Cámara
lúcida.)
Como Walter Benjamin nos mostró, la fotografía cambió el panorama del arte
para siempre, al permitir su reproducibilidad interminable, al borrar las
distancias entre el original y la copia; y en el caso de la fotografía digital,
al eliminar esta separación. (Véase Walter Benjamin, El arte en la era de reproducibilidad técnica o sus escritos sobre
la fotografía.)
Las nuevas tecnologías han provocado la emergencia de objetos en donde la introducción
de una perspectiva determinada sobre el mundo, provoca alteraciones radicales
en nuestra forma de vivir y en aspectos
que son centrales para nuestra existencia.
Tomemos el ejemplo de una memoria flash y preguntémonos cómo se “ve” la
realidad desde su lugar específico. Este artefacto provoca cambios en nuestra
memoria en la medida en que la parte en dos: la que tenemos en la mente y la
que transportamos en ese hardware. Así que el acceso a los recuerdos no solo se
produce por un mecanismo psicológico de recuperar lo que se tiene aunque no esté actualizado, sino por el uso
externo de la memoria flash que conectamos y en la que buscamos lo que hayamos
guardado.
Hay una economía de la memoria real porque podemos apoyarnos en una memoria
virtual externa. Por otra parte, esta memoria virtual colocada en este
artefacto diminuto se vuelve completamente transportable y transferible a otros
aparatos, a otros usuarios que pueden acceder a “mi” memoria con tanta
facilidad como “yo” lo hago.
Este objeto que lleva información redefine las escalas de la memoria:
aquello que llevo en mi mente y que solo de manera fragmentaria puedo acceder;
además, para guardar nuevo conocimiento estoy obligado a borrar, a ocultar otra
información.
La memoria flash altera la medida de la memoria: no se trata de aquello que
puedo recordar sino de una nueva capacidad de almacenamiento, que se mide en
megabytes, gigas, teras. Y esta monstruosa capacidad de acumular información,
modifica nuestro modo de apropiarnos y consumir el mundo.
Ahora poseemos más música de la que podremos oír en toda nuestra vida; una
cantidad de libros que jamás leeremos; una acumulación de archivos que no
sabremos que tenemos. Se trata, por lo tanto, no solo de tener en la memoria la
música que quiero escuchar, sino que hay una lógica de acumulación.
Toda la música que he podido reunir aunque no sepa para qué. Con seguridad
es inútil, excesivo; pero, me provee de la sensación de que es mío, de que está
al alcance de mi mano, de que puedo disponer de esa información cuando yo
quiera y como quiera.
Hay también una batalla económica por los derechos de autor, el copyright,
las patentes; esto es, la lógica del capitalismo que ha penetrado en los
mecanismos de la memoria. Esta es la perspectiva que tiene una memoria flash
sobre el mundo, que es distinta de la nuestra y que además redefine
profundamente nuestro modo de relacionarnos con nosotros mismos y con la
realidad que nos rodea.