Nada hay que aborrezca tanto el pensamiento posmoderno, en cualquiera de sus variantes, como la metafísica. Siguiendo el rastro de Heidegger, Derrida, Deleuze y tantos otros, la condición para pensar está directamente vinculada a la clausura de la onto-teo-teleo-logía, a una perspectiva desesencializante que parecería haber dejado atrás los rastros de la trascendencia volviéndose enteramente inmanente.
Pero, la metafísica, cada vez que se la echa,
regresa con más fuerza. Mientras más profunda es la elaboración de un discurso
que la deja atrás, retorna con más violencia. Son precisamente las formas más
radicales de la antimetafísica las que finalmente se convierten en poderosas
metafísicas.
¿Qué explicación podemos dar a este fenómeno
tan paradójico? ¿Cómo debemos entenderlo? ¿Será que se tiene que inventar una
nueva aproximación que nos lleve fuera de la metafísica como onto-teología?
¿Cuál será ese comienzo absoluto que refundará la historia entera del
pensamiento occidental?
A cada paso vemos emerger una nueva propuesta que,
esta vez sí, disolverá de una vez y por todas, este enredo que dura tantos
siglos y así tendremos un pensar, sistemático o no, que ha dejado atrás la
metafísica y que ha disuelto definitivamente el oscuro fundamento de un ser
inaprensible. Así, se puede nombrar a Tristán García, Forma y objeto, y
a Manuel De Landa, Ensamblajes. Y cuando uno termina de leerlos no puede
sino concluir que son preciosas metafísicas en sentido estricto.
Entonces, ¿a qué se debe la persistencia de la
metafísica? ¿Por qué no hay cómo evitar la recaída en la onto-teología?
¿Por qué nos persigue sin cesar tanto lo teleológico como el logos en cuanto
razón y representación? ¿Por qué detrás de esa máquina de afectos silenciosos
deleuzianos hay una palabrería que no cesa de expresarse? ¿Por qué se escriben
libros enteros para hablar de aquello de lo que no podemos hablar?
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