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jueves, 12 de mayo de 2016

LA ECONOMÍA POLÍTICA DE LOS SIGNOS DE BOLÍVAR ECHEVERRÍA. PRIMERA PARTE.

El análisis de El Capital ocupa un lugar central en el pensamiento de Bolívar Echeverría; de donde se deriva su anti-capitalismo radical así como muchas de sus tesis sostenidas a lo largo de prácticamente toda su producción teórica, especialmente aquellos análisis de la modernidad capitalista y sus consecuencias culturales y políticas.

Aunque no está formulado de una manera explícita, se puede decir que la reivindicación del valor de uso contra el valor de cambio, forma parte del ethos barroco; esto es, de la posibilidad de una forma de vida alternativa, cuyo eje central debería girar en torno a la restitución del valor de uso y la destitución de la valorización del valor.

Para el estudio del valor de uso, Echeverría recurre a una doble estrategia en donde confluyen ontología y semiótica; determinación del origen y funcionamiento del valor de uso y establecimiento de los procesos comunicativos y de significación que le son inherentes. No solo se trata de desarrollar una economía política del signo, que reemplazaría a la lógica de las mercancías, como sostendría Baudrillard, sino de descubrir cómo todo proceso de producción de mercancías es, simultáneamente, un proceso de producciones de significaciones. (Baudrillard, Crítica de la economía política del signo)

De hecho, la comprensión del valor de uso, en la dilucidación que se lleva a cabo, utiliza la semiótica para su clarificación, especialmente la de Hjelmslev y posteriormente, Jakobson. Entonces, se verá cómo los esquemas de la  semiótica de Hjelmslev, se convierten en los esquemas de la relación entre valor de uso y valor; y cómo los procesos de significación que se desprenden de la producción y el consumo, siguen las pautas de Jakobson. (Hjelmslev) (Jakobson)

Seguiré básicamente los siguientes artículos de Echeverría: Esquema de El Capital, Comentarios sobre el “Punto de partida” de El Capital, Valor y plusvalor, incluidos en, El discurso crítico de Marx; y El “valor de uso”: ontología y semiótica, incluido en: Valor de uso y utopía. (Echeverría, El discurso crítico de Marx) (Echeverría, El "valor de uso": ontología y semiótica)

Las reflexiones sobre la semiosis que se desprende del proceso de producción y del consumo, son anteriores a la época de las tecnologías digitales y por eso, Echeverría no las incluye o no están en su horizonte; en este caso, se introducirán consideraciones tendientes llenar esta brecha que, además, tiene grandes consecuencias sobre la manera cómo se produce esta semiosis.

Echeverría empareja el plano de la economía con el de la semiosis, de tal manera que se da lugar a dos articulaciones: producir/comunicar, consumir/interpretar; o de otro modo, producir es a comunicar como consumir es a interpretar:

                Producir                                              Consumir
         ----------------------        ÷              ------------------------
Comunicar                                         Interpretar

La apropiación de la naturaleza que los seres humanos hacemos siempre está acompañada de la producción de significaciones, que se reparten en la equivalencia colocada más arriba: “La apropiación de la naturaleza por el sujeto social es simultáneamente una autotransformación del sujeto. Producir y consumir objetos es producir y consumir significaciones. Producir es comunicar (mitteilen), proponer a otro un valor de uso de la naturaleza; consumir es interpretar (auslegen), validar ese valor de uso encontrado por otro. Apropiarse de la naturaleza es convertirla en significativa.” (Echeverría, El "valor de uso": ontología y semiótica 181-182)

El origen de esta doble “substancia” de la producción, como producción de mercancías y de significaciones, está contenido en la matriz del mismo capitalismo; si la relación entre mercancía y dinero y del dinero a la mercancía no está asegurada sino que se pone en peligro de no darse, entonces se torna indispensable que haya, de parte de los sujetos, una “interface” que los vincule, que no es otra que la comunicación.

Junto con la producción de mercancías tiene que darse una emisión de significados posibles que el consumidor debe decodificar a fin de saber qué mercancía satisface qué necesidad y de qué manera: “Por esta razón, todo objeto propiamente instrumental o práctico siempre es una cosa significativa o dotada de sentido: una porción de materia sustancializada (estrato natural) por una forma (estrato social) que la determina (circunscribe, recorta) de manera biplanar, con un aspecto de significdo o contenido u con otro de significante o expresión, dentro de esa tensión autorreproductiva o comunicativa”. (Echeverría, El discurso crítico de Marx 37)

El fetichismo de la mercancía no describe solo los mecanismos ideológicos del capitalismo, sino estaría colocado en ese lugar que ocupa en el Capítulo 1 de El Capital, porque tiene la función tanto de ocultación –obviación- de la explotación capitalista como de cerrar la brecha entre producción y consumo, a través de sujetos que decodifican “adecuadamente”, en términos del valor, los mensajes provenientes de la mercancía. (Echeverría, El discurso crítico de Marx 39)

Puede surgir un malentendido que debe evitarse; no se trata de una función de reemplazo de la comunicación por la producción y de la interpretación por el consumo, sino que el proceso de producción de mercancías es, al mismo tiempo, proceso de producción de significaciones; y la circulación se acompaña constantemente de procesos de interpretación de las significaciones producidas.

En cualquier proceso de producción y consumo, deberíamos preguntarnos cuáles son las significaciones que se están produciendo, que siempre son, como las propias mercancías, concretas, específicas. La semiosis no viene luego de que la mercancía esté dada y se encuentra en el mercado, sino que al llegar a este e intercambiarse por otras, a través de dinero como equivalente general, también se produce un “intercambio” de significaciones –comunicación/interpretación.

Si bien este proceso de intercambio de significaciones está determinado por la Forma capital, sigue su propia dinámica, porque antes que desarrollarse hipercodificaciones que restringirían las interpretaciones, más bien se crea un campo marcado, definido precisamente que conjunto de posibilidades:  “Tanto la acción que comunica como aquella que interpreta consisten en la elección —proyectada en la una, realizada en la otra— de una posibilidad entre todo el conjunto de posibilidades de forma que el campo instrumental despliega sobre la naturaleza.” (Echeverría, El "valor de uso": ontología y semiótica 185)

La nueva noción que emerge en Echeverría, es la de “campo instrumental”, que es aquel que se conforma con los usos y significados posibles que se desprenden de las mercancías, como objetos útiles, a la mano, que están dirigidos a unas necesidades. En este “campo instrumental”, que serviría de base para una teoría de la técnica, se abre un “campo de significaciones” que, añado, es un campo marcado, por ejemplo, por la lógica del fetichismo de la mercancía que penetra tanto en la producción, en el consumo y en las significaciones.

Esta instrumentalidad se convierte en el código que preside cualquier decodificación y que guía tanto la producción como el consumo ya no mercancías sino de significaciones. He aquí la economía política del signo de Echeverría: “El ciclo de la reproducción como proceso de vida social sólo es un producir/consumir significaciones, un cifrar/descifrar intenciones transformativas en la medida en que compone y descompone sus objetos-cifras de acuerdo a un código inherente a la estructura tecnológica del propio campo instrumental”. (Echeverría, El "valor de uso": ontología y semiótica 185)

La tesis sostenida por Echeverría sobre la manera en que se produce una semiosis en la sociedad capitalista es un aún más fuerte; siguiendo el esquema de Hjelmslev, la relación entre contenido y expresión, se da porque hay una forma que posibilita y permite, que articula los dos planos; y –aquí la afirmación central-, está depende directamente del “campo instrumental”, en este caso determinado tanto por el desarrollo tecnológico como por la valorización del valor, con el predominio de la plusvalía relativa.

Significados y significantes se unen siguiendo las líneas de confluencias, siempre como un conjunto de múltiples posibilidades, en una semiosis limitada, en el sentido de Umberto Eco, establecidas por la producción y el consumo de las mercancías; por tanto, no hay una deriva ilimitada e indefinida de significaciones que puedan darse en una situación ni tampoco hipercodificaciones completamente cerradas, sino un campo marcado en donde se da un conjunto abierto de significaciones. (Eco)

Las significaciones iniciales que se dan a partir de “proto-significaciones”, ya integradas en el “campo instrumental”, “articulan” los objetos producidos/consumidos con el par significante/significado o expresión/contenido:

“Sólo la presencia de esta entidad simbolizadora fundamental que establece las condiciones en que el sentido se junta o articula con la materia natural, es decir, las condiciones en que esta materia puede presentar la coincidencia entre un contenido o significado con una expresión o significante, vuelve posible el cumplimiento de la producción/consumo de objetos como un proceso de comunicación/interpretación”. (Echeverría, El "valor de uso": ontología y semiótica 185)

Si bien el punto de partida es bastante cercano entre Echeverría y Baudrillard[1], finalmente siguen caminos diferentes. En Baudrillard se da una relación de similitud entre el intercambio económico y el intercambio simbólico:

“La extensión de la crítica de la economía política al signo  y a los sistemas de signos, para mostrar cómo la lógica de los significantes, el juego y la circulación de los significantes se organizan totalmente como la lógica del valor de cambio y cómo la lógica del significado se subordina tácticamente en un todo como la del valor de uso a la del valor de cambio. Crítica del fetichismo del significante. Análisis de la forma/signo en su relación con la forma/mercancía.” (J. Baudrillard, Crítica de la economía política del signo 147)

Así, Baudrillard está listo para proponer ese recorrido que lleva desde la relación entre valor de cambio/valor de uso, a la del valor de cambio sígnico con el intercambio simbólico:

“Una segunda fase consiste en desprender de este conjunto en movimiento de producción y reproducción, de conversión, transgresión y de reducción de valores alguna articulación dominante. La primera que se propone puede formularse así:

VCSg  .  VCEc
-------- .  -------
ISB           VU


O sea: el valor/signo es el al intercambio simbólico lo que el valor cambio (económico) es al valor de uso.” (J. Baudrillard, Crítica de la economía política del signo 142)

Echeverría, aun compartiendo con Baudrillard esta dualidad entre producción de mercancías y producción de significados, va en dirección opuesta, porque se trata de mostrar no tanto la similutud como la articulación entre los dos procesos, en donde el intercambio simbólico se desprende del intercambio económico y no lo reemplaza.

Hay en ambos una economía política del signo, con muchos presupuestos comunes, pero Echeverría insiste en la emergencia de ese campo instrumental, marcado por la Forma capital y por la Forma dinero, como equivalente general; mientras Baudrillard se separa, poco a poco, de la economía política para desembocar en una teoría de los simulacros; finalmente, en sus términos, cualquier intercambio es imposible: “Todo parte del intercambio imposible. Lo incierto es que no tiene equivalente en lugar alguno y que no se puede canjear por nada. La incertidumbre del pensamiento es que no se puede canjear ni por la verdad ni por la realidad.” (J. Baudrillard, El intercambio imposible 11)

La semiosis resultante proviene de una “elección de forma”, que implica colocarse de lleno en su “horizonte de posibilidades” –dentro del campo marcado por esa forma- o la ruptura que busca otra “forma” desde la cual enunciar otras significaciones. Cabe hablar de significaciones y de metasignificaciones, en donde estas últimas se refieren a esa forma puesta previamente a los significados. (Echeverría, El "valor de uso": ontología y semiótica 186)

Como en el caso de la crisis del capitalismo, que le es inherente por la posibilidad de ruptura entre mercancía y dinero, y entre dinero y mercancía, la apertura de líneas de fractura[2] en la semiosis del capital se hace presente todo el tiempo, porque no puede asegurar la unión necesario entre el plano de la expresión y el plano del contenido. Se abre un espacio para la libertad, que quiebra el grado cero de la semiosis capitalista: “Un nivel primario, en el que a un material dado le corresponde “por naturaleza” una figura y una ubicación determinados, es decir, en que resulta espontáneamente significativo; y un segundo nivel, en el que la libertad se ejerce y la forma significativa, la combinación de figura y ubicación de ese material, debe ser, ineludiblemente, inventada”. (Echeverría, El "valor de uso": ontología y semiótica 187)

El código en esta economía política del signo pertenece por entero a la historia y por eso, solo avanza y funciona modificándose “en lo profundo”, alterándose, poniéndose constantemente en riesgo, al borde de dejar de ser lo que es. En este lugar de enunciación, se puede a la vez destituir la forma e instituir una nueva y dar paso a otras semiosis alternativas o de resistencia al capital:

“El proyecto de sentido, que es la instauración de un horizonte de significaciones posibles, puede ser trascendido por otro proyecto y pasar a constituir el estrato sustancial de una nueva instauración de posibilidades sémicas. En verdad, la historia del código tiene lugar como una sucesión de encabalgamientos de proyectos de sentido, resultante de la refuncionalización —más o menos profunda y más o menos amplia— de proyectos precedentes por nuevos impulsos donadores de sentido.” (Echeverría, El "valor de uso": ontología y semiótica 190-191)

Entra en juego el papel de la imaginación; diríamos que solo es posible, social y políticamente, aquello que podemos imaginar, porque únicamente desde esta función se puede ir más allá del secuestro de la semiosis por la producción y consumo capitalista, en un ir y venir de restricciones y apertura de posibilidades, que permiten el ejercicio de la libertas. La imaginación está en capacidad de no quedarse atrapada en la inmediatez de los hechos ni en el fetichismo que la mercancía imprime a todo el campo social, ni en el “campo instrumental” de los objetos producidos:

“Imaginar, es decir, negar y trascender la “forma” dada mediante la composición de otra posible: esa actividad, exclusiva del animal que supedita su reproducción física a su reproducción “política”, no consiste así únicamente en inventar formas “cautivas” de la practicidad del objeto. El proyectar que imagina mediante la producción/consumo de significaciones lingüísticas puede hacerlo “en el vacío”, desentendiéndose de las limitaciones directas, físicas y sociales, a las que tendría que someterse si sólo “hablara con hechos”. 193


Bibliography

Baudrillard, Jean. Crítica de la economía política del signo. Buenos Aires: FCE, 1972.
—. El intercambio imposible. Madrid: Cátedra, 2000.
Echeverría, Bolívar. «El "valor de uso": ontología y semiótica.» Echeverría, Bolívar. Valor de uso y utopía. México: Siglo XXI, 1998. 153-197.
—. El discurso crítico de Marx. México: Era, 1986.
Eco, Umberto. Los límites de la interpretación. Barcelona: Lumen, 1992.
Hjelmslev, Louis. Prolegómenos a una teoría del lenguaje. Madrid: Gredos, 1980.
Jakobson, Roman. Ensayos de linguística gneral. Barcelona: Seix Barral , 1981.
Rojas, Carlos. Estéticas caníbales. Máquinas formales abstractas. Vol. 2. Cuenca: Universidad de Cuenca (En prensa), 2016.
—. Estéticas caníbales. Volumen 1. Cuenca: Universidad de Cuenca/ Bienal Internacional de Cuenca, 2011.





[1] Una discusión extensa sobre Baudrillard y específicamente sobre la economía política del signo se encuentra en: Rojas Carlos, Estéticas caníbales, Vol. 2, Universidad de Cuenca, Cuenca, 2016. (En prensa)
[2] La propuesta sobre las líneas de fractura del capitalismo puede encontrarse en Rojas Carlos, Estéticas caníbales, Vol. 1, Universidad de Cuenca/Bienal Internacional de Arte, Cuenca, 2011. (Rojas, Estéticas caníbales. Máquinas formales abstractas) (Rojas, Estéticas caníbales. Volumen 1.)

sábado, 7 de mayo de 2016

LA FORMA NEGRITUD Y LA DOBLE PRESCRIPCIÓN: BLANQUITUD/NEGRITUD

  
“El Negro quiere ser Blanco. El Blanco se empeña en realizar su condición humana…
El Blanco está encerrado en su blancura.
El Negro en su negritud.
Trataremos de determinar las tendencias de ese doble narcisismo y las motivaciones a las cuales obedece” (Fanon 15)

Echeverria incluye entre sus preocupaciones el tema de la blanquitud; ciertamente que es un pequeño artículo, pero en el que encontramos sus afirmaciones centrales. No está tratada la contraparte: la negritud, por eso hará falta desarrollarla y confrontarla, a fin de tener un panorama completo, al incluir el par contrapuesto blanquitud/negritud. La comprensión de cada uno iluminará los dos aspectos, hasta que aparezca el doble vínculo que los liga, aunque entendido como las prescripciones de la blanquitud que se imponen sobre la negritud y las estrategias contra-hegemónicas y destituidoras de esta última.

Además. Cualquier ethos de resistencia, sea barroco o caníbal, deberá incluir una consideración consistente sobre este tema, en la misma medida en que el racismo es inherente al capitalismo, sin el cual este no existe. No es, entonces, un aspecto complementario que vendría luego, sino una parte crucial de los procesos de destitución de la sociedad burguesa.

En este movimiento general de resistencia al capital, que nos impone una vida “invivible”, Echeverría saca a la luz otro elemento crucial a la hora de entender contra qué tenemos que batallar constantemente, desde la perspectiva del ethos barroco: el racismo.

Las reflexiones de Echeverría no apuntan directamente al tema del racismo en sus expresiones directas y explícitas, sino a la manera como este ha penetrado en la lógica del capital, hasta volverse uno de sus componentes que le son inherentes.

El racismo avanza sobre sí mismo hasta convertirse en una forma general que, a su vez, se vuelca sobre todos los fenómenos de la sociedad capitalista. La forma blanquitud acompaña todo el tiempo a la forma capital, lo que hace que el racismo penetra incluso en aquellas esferas en donde no esperamos encontrarlo. Se torna parte de la forma de vida del capital.

Esta dinámica que va desde la raza y el racismo, tal como lo vemos a diario en sus expresiones manifiestas, se convierte en forma, que captura la lógica subyacente a este modo de vida; y una vez aislado de su contenido directo, se torna una máquina que impone su estilo de existencia a todo lo demás.

El racismo evidente, explícito, queda oculto, mientras la forma de vida blanca toma su lugar, solamente para ocultarse y lanzar desde sí, sus explicitaciones, sus indexaciones, que ya pertenecen a este nuevo campo marcado. Es un juego permanente de obviación y explicitación, de mostrar y ocultar, de tal manera que los mecanismos de funcionamiento de la máquina racial, permanecen invisibles. Esto es lo que se enuncia con el término blanquitud utilizado por Echeverría, ese paso del contenido racista a la forma racista, y de la forma racista, a las expresiones concretas, como en la moda o en el consumo, de este racismo substancial y por ende, subyacente.

Diversas implicaciones metodológicas se desprenden de estas afirmaciones, la perspectiva desde la negritud, contra el racismo y su hegemonía, no tienen que entenderse como si en cada estudio tuviera que haber algún contenido sobre la manera específica de dominio racista en la sociedad y en sus visualidades, sino que la mirada desde la negritud se tiene que analizar como forma general, una suerte de “equivalente general”, que penetra en los objetos de estudio que estemos enfrentando. Un análisis detenido de los problemas metodológicos, especialmente de las limitaciones de reducir la negritud a lo afroamericano se encuentran en Michelle M. Wright. (Wright)

De este modo, las nociones de raza y racismo están debajo de cualquier fenómeno que tratamos de entender, así como en las diferentes estrategias que se propongan en la resistencia contra el capital que siempre es racializante.

Echeverría muestra cómo el racismo, especialmente a partir del fascismo, se convierte en “blanquitud”:

“Las reflexiones que quisiera presentarles intentan problematizar este planteamiento de Max Weber a partir del reconocimiento de un “racismo” constitutivo de la modernidad capitalista, un “racismo” que exige la presencia de una blanquitud de orden ético o civilizatorio como condición de la humanidad moderna, pero que, en casos extremos, como el del estado nazi de Alemania, pasa a exigir la presencia de una blancura de orden étnico, biológico y “cultural”. (Echeverría 146)

Para esto, el racismo, manteniéndose subyacente, se desplaza del pretendido orden biológico hasta convertirse en un modo de vida, que sería el único compatible con el capitalismo. Así que no solo se tiene que rechazar a todos los que no son blancos, sino que es preciso desarrollarla hasta producir una nueva imagen: “En el contexto que nos interesa, es importante señalar que la “santidad económico-religiosa” que define a este “grado cero” de la identidad humana moderno-capitalista, que caracteriza a este nuevo tipo de ser humano, es una “santidad” que debe ser visible, manifiesta; que necesita tener una perceptibilidad sensorial, una apariencia o una imagen exterior que permita distinguirla. (Echeverría 147)

La consecuencia de este racismo “civilizatorio” es que todas las culturas, los pueblos, las naciones, los sujetos, tienen que adquirir esta blanquitud a fin de ser plenamente aceptados por la sociedad capitalista, sin colocar en primer lugar el tema del color de la piel. Hay que blanquearse, porque solo de este modo podemos acceder a ser reconocidos con todos nuestros derechos y beneficios.

Ahora se coloca sobre “las naciones” la exigencia de que sean “blancas”; o, de otro modo, que se comporten como blancas, que adquieran su forma de vida, sus valores, su cultura, su modo de ver el mundo:

“Ahora bien, en lo que concierne a estas reflexiones, es de observar que la identidad nacional moderna, por más que se conforme en función de empresas estatales asentadas sobre sociedades no europeas (o sólo vagamente europeas) por su “color” o su “cultura”, es una identidad que no puede dejar de incluir, como rasgo esencial y distintivo suyo, un rasgo muy especial al que podemos llamar “blanquitud”. La nacionalidad moderna, cualquiera que sea, incluso la de estados de población no-blanca (o del “trópico”), requiere la “blanquitud” de sus miembros.” (Echeverría 147)

El hecho de que coincidiera el inicio del capitalismo con la “raza” blanca, hace que el capitalismo exija que, desde su inicio, se introdujera la distinción entre lo blanco y lo que quedaba fuera: indios, negros, asiáticos, mestizos. La blanquitud se identificó con el hecho de ser moderno y occidental; lo demás terminó por considerarse que caía fuera de la esfera de lo humano: “Es gracias a este quid pro quo que el ser auténticamente moderno llegó a incluir entre sus determinaciones esenciales el pertenecer de alguna manera o en cierta medida a la raza blanca y consecuentemente… a relegar en principio al ámbito impreciso de lo pre-, lo anti- o lo no-moderno (no humano) a todos los individuos, singulares o colectivos, que fueran “de color” o simplemente ajenos, “no occidentales”. 4

Por el efecto de la constitución del ethos capitalista, la ética de esta forma de vida que se asienta en el racismo, se desplaza de la visibilidad física del color de la piel e instaura un nueva hegemonía en donde de la blancura racial se pasa a la blancura ética; se deja momentáneamente de lado la exigencia de la blancura de la piel y ahora se exige esta blanquitud sobredeterminada:  “Podemos llamar blanquitud a la visibilidad de la identidad ética capitalista en tanto que está sobredeterminada por la blancura racial, pero por una blancura racial que se relativiza a sí misma al ejercer esa sobredeterminación.” (Echeverría 149)

No es solamente la ”ética protestante” la que es absorbida por el capital, sino que su ethos construye un racismo de segundo orden, una nueva forma de hegemonía, que eleva a paradigma de vida, obligatoria sin excepciones para todos, la forma de vida de los blancos capitalistas, que impone su ethos sobre los demás. Una hegemonía se segundo orden, de grado uno, que nos hacer ver la forma de vida capitalista como deseable, ideal, como aquella a través de la cual nos convertimos en sujetos plenos, como es el caso del consumo: “La intolerancia que caracteriza de todos modos al “racismo identitario-civilizatorio” es mucho más elaborada que la del racismo étnico: centra su atención en indicios más sutiles que la blancura de la piel, como son los de la presencia de una interiorización del ethos histórico capitalista.(Echeverría 150)
No es suficiente con ser blanco, hay que parecerlo y se tiene que vivir como si una fuera blanco. En caso contrario, aunque alguien sea blanco, pero choque contra el este ethos, o rechace su interiorización “intolerante”, será considerado como alguien que se ha colocado en el exterior de la sociedad capitalista y deberá ser excluido o reprimido: “Son estos los que sirven de criterio para la inclusión o exclusión de los individuos singulares o colectivos en la sociedad moderna. Ajena al fanatismo étnico de la blancura, es una intolerancia que golpea con facilidad incluso en seres humanos de impecable blancura racial pero cuyo comportamiento, gestualidad o apariencia indica que han sido rechazados por el “espíritu del capitalismo” (Echeverría 150)

Sin embargo, la blanquitud no elimina ese racismo de fondo, sino que lo mantiene latente, listo para despertarse cuando sea necesario. Las reflexiones de Echeverría trágicamente se ven como válidas en los sucesos que la humanidad atraviesa: la oleada de refugiados árabes y africanos, que despierta el fascismo, que sale en defensa de la “identidad blanca” contra los extranjeros, los diferentes, los que se niegan a asumir la forma de vida europea: “El racismo étnico de la blancura, aparentemente superado por y en el racismo civilizatorio o ético de la blanquitud, se encuentra siempre listo a retomar su protagonismo tendencialmente discriminador y eliminador del otro, siempre dispuesto a reavivar su programa genocida.(Echeverría 151)

No se puede dejar del lado que, sin importar el grado de obviación, el grado de ocultamiento del racismo, este vuelve siempre y mucho más en tiempos de crisis, en los que es necesario denunciar el racismo, junto con el regreso del fascismo, en sus expresiones más brutales. Las palabras de Fanon vienen bien en este momento: “Necesito perderme en mi negritud, ver los despojos, las segregaciones, las represiones, las violaciones, los boicots. Necesitamos tocar todas las llagas que rayan la librea negra”. (Fanon 166)

Las palabras de Echeverría se están cumpliendo de manera premonitoria: “Los mass media no se cansan de recordar, de manera solapadamente amenazante, el hecho de que la blancura acecha por debajo de la blanquitud. Basta con que el estado capitalista entre en situaciones de recomposición de su soberanía y se vea obligado a reestructurar y redefinir la identidad nacional que imprime a las poblaciones sobre las que se asienta, para que la definición de la blanquitud retorne al fundamentalismo y resucite a la blancura étnica como prueba indispensable de la obediencia al “espíritu del capitalismo”, como señal de humanidad y de modernidad.” (Echeverría 151)

Luego de esta reconstrucción de las ideas de Echeverría sobre la blanquitud, ahora se introducen los debates sobre la negritud. Hay que decir que si bien no me refiero al paso de la negritud a lo afroamericano, se sostiene aquí la necesidad de un retorno a la negritud, porque lo afroamericano no cubre el conjunto de aspectos históricos e identitarios de los negros. La negritud sigue siendo un concepto clave para entender los procesos de resistencia contra la blanquitud y contra el racismo del capital.

Podemos comenzar con una primera pregunta: ¿en dónde estamos ahora con el racismo?, ¿qué nuevos fenómenos tenemos ahora con el regreso – si es que alguna vez se fue- y la extensión del racismo en las sociedades contemporáneas?  Para Mitchell, en vez de entrar en una era post-racial, el racismo ha penetrado en todas las esferas de la sociedad y se ha convertido en un medio a través del cual percibimos el mundo:

“Mi propuesta es que veamos a la raza como un médium, una substancia interviniente, para acudir a la definición más literal. La raza, en otras palabras, es algo a través de lo que vemos, como un marco, una ventana, una pantalla, o unos lentes, antes que ser algo que vemos”. (Mitchell 75)

Pero este mirar no solo es algo sensorial, sino que, ante todo, ocupa la esfera epistemológica, porque es un medio que estructura nuestra forma de percibir y conocer el mundo: “Como tal, por supuesto, no es exclusivamente un medio visual, sino que implica todos los sentidos y signos que conforman la cognición humana, y especialmente el reconocimiento, posible”. (Mitchell 78)

Se produce un desplazamiento en donde dejamos de ver a la raza solo como un contenido que tiene que ser comprendido –y combatido- y se transforma en medio; esto es, en Forma que conforma un campo entero, que provee “masa” –siguiendo la metáfora del boson de Higss- a todas las partículas sociales, que se convierte en la substancia –en su uso estratégico-, subyacente al conjunto de fenómenos sociales. Por eso, no solo “vemos a través de él” sino existimos en él, a través de él.

Por eso, es definido como una “substancia interviniente”, que es entendida por Mitchell como aquello que “obstruye y facilita la comunicación; una causa de malentendidos y ceguera, o la inversa, como un mecanismo de “segunda mirada”, una prótesis que produce tanto la invisibilidad como la hipervisibilidad simultáneamente…”. (Mitchell 276)

Los modos de articulación de la hegemonía racial se hacen patentes a través de esta substancia interviniente, como una prótesis que determina nuestro modo de existir y nuestra manera de apropiarnos de la realidad y que actúa tanto explicitando como obviando; más aún, que su eficacia proviene de sus mecanismos de ocultación que, como contrapartida, crean espacios fenoménicos que nos inundan. En todo hecho social tendríamos que preguntarnos, ¿qué oculta y qué muestra el racismo? Y cualquier estrategia contra-hegemónica tendría que actuar en estos dos niveles, de aquello que mostramos y de aquello que inevitablemente permanece oculto; por ejemplo, los grandes mecanismos destituidores. 

Para Mitchell, se tiene que dilucidar el estatuto no solo epistemológico de este medio sino su ontología, porque ocupa un espacio conformado por dos tendencias que confluyen: real e imaginario; diríamos, utilizando los términos de Jespers Juul, que es medio real, porque “ni es una realidad objetiva ni una ilusión subjetiva” sino que es el “encuentro de fantasía y realidad”. (Mitchell 131-132) (Juul)

Este doble vínculo y doble prescripción entre real e imaginario sirve de metodología no solo para entender los temas de la raza, sino como orientación para los otros campos marcados como “género, sexualidad, clases, especies o cualquier otra forma de reconocimiento y mal reconocimiento de otro, un producto de trenzar juntos las capacidades objetivas y subjetivas, materia prima y estructuras de búsqueda, personas actuales y esquemas.” (Mitchell 323)

En otros términos, no solo los espacios virtuales serían medio reales, sino la existencia social entera, que estaría conformada por esta permanente negociación entre lo real y lo imaginario, entre esta oscilación perpetua entre los modos efectivos de opresión de clase, género y raza, y las representaciones hegemónicas que se le corresponden. Las alternativas de resistencia tendrían que pre-figuras estos dos extremos del doble vínculo: ni solo acciones en la realidad que son indispensables, ni únicamente estrategias contra-hegemónicas, destituciones de la ideología dominante, sino un entramado de luchas objetivas y subjetivas.

Así, blanquitud y negritud no serían ni una mera objetividad social colocada allí afuera, ni un puro aspecto perceptual, subjetivo, sino que oscila continuamente entre uno y otro. Si bien la blanquitud está conformada por los modos de explotación efectivamente sobre los negros, los otros que no son blancos y los blancos que renegaron de la blanquitud, y por las representaciones que pueblan el racismo contemporáneo, la negritud en su formulación contra-hegemónica, en su carácter destituidor, tiene que incluir igualmente los dos momentos: la resistencia real contra la opresión racial y la elaboración de representaciones alternativas; esto es, ocupar los dos campos, el de la realidad y el de la imaginación.

Y desde aquí, abrir el abanico del campo marcado por la forma blanquitud o negritud, para explicitar este campo de acciones posibles mediadas por la “raza” y que intervienen en los diversos aspectos centrales de la sociedad: “especies, clases, géneros, naciones” y que niegan que estemos viviendo un momento post-racial. (Mitchell 148)

Lejos de ser una cuestión metafísica, difícil de encontrar en la realidad, este médium racial está allí frente a nosotros, “desde el vestido hasta los cosméticos para el cabello hasta la dieta y el manejo del cuerpo, y al mismo tiempo que el real esfuerzo por asir la objetividad concreta de la raza, que se esconde detrás de esta manifestaciones prácticas, visibles y tangibles y que parece disolverse y desmaterializarse a medida que nos aproximamos a ella”. (Mitchell 281)

Esta doble prescripción, que muestra y oculta, que explicita y obvia, da forma a lo visual que es penetrado por la lógica del racismo. La misma fotografía siempre es un juego de “transparencia, que llega a ser, en vez de esto, un lugar de opacidad e inestabilidad”. (Raengo 282)

De esta manera, el cuerpo negro se desplaza desde la evidencia de su color, hasta transformarse en una relación visual, que desemboca en un imaginario generalizado de lo negro, que articula aquellos planos mencionados: real e imaginario:

“El imago negro, esta perseguida presencia de la negritud fantasmática, es una relación visual que nunca coincide con el objeto visual. Suspendido entre reflejo y proyección, Fanon localiza “la negritud en lugar entre el interpelador y el interpelado”. El da cuenta de la negritud como formada en una no tan simple diferencia, una “inconfortable suspensión” entre el reconocimiento negado como Sí Mismo y la imposibilidad de identificarlo como Otro”. (Raengo 312)

En el plano visual, esa doble prescripción, como hegemonía y contra-hegemonía, como institución y destitución, se ve como “reflejo” del racismo y al mismo tiempo como “proyección” de la negritud que resiste. Lo negro como lo otro de lo blanco y la negritud como distanciamiento, como crítica, como oposición a la blanquitud, que se expresa en Mitchell en la diferencia entre racismo y raza.

Surge un régimen de la sensibilidad, “un reparto de lo sensible” –en la terminología de Ranciére-, que crea una serie de dispositivos de funcionamiento y producción de la blanquitud, una máquina abstracta racial, que secuestra los cuerpos negros y que, al mismo tiempo, racializa el campo social. Los cuerpos negros se convierten en “negritud como forma de mercancía; esto es, como principio de visibilidad, de rostro, de estatus de mercancía”. (Raengo 434)

Raengo muestra cómo se llega desde la negritud a la esclavitud de las imágenes, sean cuales fueran estas; las imágenes también se blanquean: “Ellos finalmente nos permiten entender el momento presente como otro viaje de la negritud desde la superficie de los cuerpos a la superficie de la cultura material en donde está ahora –en la esclavitud de lo visual”. (Raengo 441)

Aquí radica el núcleo del racismo y de este movimiento que se termina por dar forma a una serie de otros fenómenos, como los de clase y género, y que se desplaza por las diferentes visualidades contemporáneas; esto es, el “viaje” desde una superficie concreta, específica, desde una realidad específica que se extiende y se traslada a un campo entero y lo marco con su determinación: el viaje desde la piel negra hasta las máscaras blancas.

Se desprende bien visiblemente la conclusión: “Entiendo la raza como tal estructura: una visualidad convertida en contrato social, una meta-imagen, una figura del mundo, una estructura de la visualidad, un médium”. (Raengo 497)

Y nuevamente este juego de evidencia y ocultamiento, de explicitación y obviación, que aparece a cada paso, como la dialéctica subyacente a todo este proceso: “Aunque no veamos directamente un cuerpo; esto es, aunque estamos privados de un sitio o mirada última y significativa de la raza, esta aún habita en la imagen. Para imaginar por qué y cómo este es el caso, podemos entender cómo “la raza” a-visualmente estructura nuestro campo visual, la cultura visual y cómo, a través del cuerpo negro, la raza corporeiza la ontología de la imagen”. (Raengo 499)

Más allá del contenido específico, las imágenes son penetradas por la blanquitud, por el racismo; es la substancia del contenido lo que penetra en el contenido, guiado por la forma racial, por el régimen de sensibilidad racial. Por supuesto, hay que descubrir, porque está profundamente oculto el mecanismo de esta máquina abstracta, los dispositivos mediante los cuales el racismo se oculta, en la media en que la imagen se racionaliza.

Entonces, cabe la pregunta sobre la imagen: ¿de qué manera está racializada?, ¿cómo ha penetrado en el ella la institución racial?, ¿cuáles han sido las formas de su blanquitud? Se trata de encontrar la forma racial que subyace a los contenidos propios de cada imagen, como una serie de procesos relacionados que actúan allí permanentemente.

Según Weheliye, los conceptos tan de moda en la actualidad, nuda vida y biopolítica, son insuficientes para entender a cabalidad no solo los temas específicos de la raza y el racismo, sino los fenómenos sociales en general; por esto, “…se preocupa de la rectificación de los defectos del “discurso de la nuda y la biopolítica”, y de otra parte, sugiere –desde el punto de vista privilegiado de los estudios sobre lo negro- maneras alternativas de conceptualizar la raza, los ensamblajes racializantes, en el dominio de la política moderna”. (Weheliye 153)

Se tiene que tomar en cuenta que la máquina racializante actúa en todos los estratos sociales y no puede ser considerado únicamente como un segmento que tendría que en un determinado ser tomado en cuenta, porque se está reproduciendo de manera ampliada a través del sistema social, de su entramado, de sus estructuras, de sus niveles simbólicos:

“Sobre todo, construyo raza, racialización, e identidades raciales como un conjunto de relaciones políticas en funcionamiento que requieren, a través de su constante perpetuación por la vía de las instituciones, discursos, prácticas, deseos, infraestructuras, lenguajes, tecnologías, ciencias, economías, sueños, y artefactos culturales, la exclusión de los sujetos no blancos de la categoría de humanos…” (Weheliye 187)

Weheliye usa la noción de ensamblajes para referirse a este armado de estructuras y dispositivos, que se articulan y funcionan de manera específica y que introducen en la nuda vida y en la biopolítico, aquella perspectiva de la que carecen. Nuda vida y biopolítica son, de hecho, fenómenos extremos cuya substancia racista no puede dejarse de lado: “Ensamblajes racializantes qu representan, entre otras cosas, la modalidades visuales en que la deshumanización es practicada y vivida. En este sentido, las herramientas conceptuales del discurso de una minoría racializada aumentan y replantean el discurso de la nuda vida y la biopolítica…” (Weheliye 242)

La falla metodológica de estas corrientes críticas se torna evidente: “Puesto que la nuda vida y la biopolítica largamente ocultan la raza como una categoría crítica de análisis, como lo hacen otras articulaciones actuales de la teoría crítica, no pueden proveer de instrumentos metodológicos para diagnosticas los estrechos vínculos entre humanidad y los ensamblajes racializantes en la era moderna”. (Weheliye 281)

Parafraseando a Foucault, Weheliye señala cómo el hombre moderno, ilustrado, que se encuentra en crisis es un hombre racializado: “El hombre solo puede ser abolido “como un rostro de arena que el mar borra” si se desarticula al humano moderno (Hombre) de su gemelo: los ensamblajes racializantes.” (Weheliye 286) Cualquier crítica de los humanismos abstractos que proliferan en la modernidad y especialmente en la posmodernidad, aunque aparentemente debilitados, deberá explicitar que el “hombre” o simplemente los seres humanos, están sometidos a una máquina de tortura que los coloca o del lado de lo humano o los excluye, que se presente como el único sí mismo posible –que desde luego, es blanco- y que crea una exterioridad, un afuera, en donde quedamos los otros: “…un flujo diferencial empuja a los sujetos permanentemente fuera de toda escala de medida…” (De Oto 170)

El texto de Lipovetsky, La estetización del mundo, puede servirnos de guía para ejemplificar esta forma racista que subyace a las visualidades contemporáneas y que no se refieren a la inmediatez de lo racial como contenido. Ciertamente que Lipovetsky no menciona en lugar alguno este debate en torno a la blanquitud, pero creo que describe con bastante fidelidad los fenómenos de la estetización del mundo, que podemos encontrar en ellos, sin forzar su pensamiento, esta forma de vida blanca.

Así describe esa negación generalizada de lo diverso y tiende a la unificación de los gustos, de las sensibilidades, sometidas a los dictámenes del consumo, de la circulación de mercancías, de la valorización del valor y que se corresponde, en su forma, con los dispositivos de racialización: “La economía liberal destruye los elementos poéticos de la vida social; produce en todo el planeta los mismos paisajes urbanos fríos, monótonos y sin alma, impone en todas partes las mismas libertades de comercio, homogeneizando los modelos de los centros comerciales, urbanizaciones, cadenas hoteleras, redes viarias, barrios residenciales, balnearios, aeropuertos: de este a oeste, de norte a sur, se tiene la sensación de que estar aquí es como estar en cualquier otra parte”. (Lipovetsky, Gilles y Seroy, Jean 77)

Ese régimen de la sensibilidad que se desprende de la blancura y que pesa sobre los cuerpos negros –y en general, sobre los no-occidentales-, se transforma en una estética y en una estetización del mundo, bajo la exigencia de la constitución de las marcas, en donde se ven ante todo, la imagen. Una estetización que, por eso, coincide directamente con la producción de mercancías: “El estilo, la belleza, la movilidad de los gustos y las sensibilidades se imponen cada día más como imperativos estratégicos de las marcas: lo que define el capitalismo de hiperconsumo es un modo de producción estético”. (Lipovetsky, Gilles y Seroy, Jean 100)

Encontramos que esa lógica del racismo, de ser tanto objetiva como subjetiva, realidad como fantasmagoría, ahora trans-figurada viaja a la mercancía, a la marca e inunda la vida entera bajo su propio régimen estético, que ocupa las sensaciones, las sensibilidades y la imaginación.

“Por eso no es necesario prestar oídos a un capitalismo que, menos cínico o menos agresivo, vuelva la espalda a los imperativos de racionalidad contable y de rentabilidad máxima, sino a un nuevo modo de funcionamiento que explota racionalmente y de manera generalizada las dimensiones estético-imaginario-emocionales con fines de ganancia y conquista de mercados”. (Lipovetsky, Gilles y Seroy, Jean 114)

Y esos elementos del multiculturalismo y posmodernidad como “lógica del capitalismo tardío”, incorporan una “desdiferenciación de las esferas económicas y estéticas”, como el momento de la obviación del racismo, del surgimiento de lo “hipermoderno” que lleva su blanquitud a nuevos niveles y que provoca la emergencia de un “capitalismo artístico” con “el estilo como imperativo económico”. (Lipovetsky, Gilles y Seroy, Jean 622 y ss)

Se trata, más allá de lo señalado por Lipovetsky y Seroy, de dilucidar este proceso que va desde el racismo explícito hasta el desprendimiento de su lógica bajo la forma de una “Forma blanquitud” y que una vez dada esta, su traslado a las esferas de la vida cotidiana, de la mano del consumo, en donde se indexa, se desarrolla, como parte de un campo que ha quedado marcado. Precisamente la eficacia de esta máquina torna difícil captar estos vínculos secretos entre la estetización del mundo y la estetización racista que se esconde detrás. Igual ejercicio se podría hacer a partir de las reflexiones sobre el secuestro racista del erotismo. (Holland)

No hay una estetización del mundo que no sea simultáneamente imposición de una forma de vida blanca, afirmación de la hegemonía de la blanquitud contra la negritud, aunque allí no aparezcan contenidos inmediatamente raciales, sino otros completamente diferentes. Se puede decir que la blanquitud se trans-figura, casi recordando los fenómenos religiosos que conocemos bastante bien.



Bibliografía.
  
De Oto, Alejandro. Fanon: política y poética del sujeto poscolonial. México: El Colegio de México, 2003.
Echeverría, Bolívar. «Imágenes de la "blanquitud".» Echeverría, Bolívar. Antología. Crítica de la modernidad capitalista. La Paz: Oxfam/Vicepresidencia del Estado Bolivia, 2011. 145-160.
Fanon, Frantz. Piel negra, máscaras blancas. Buenos Aires: Abraxas, 1973.
Holland, Sharon Patricia. The erotic life of racism. Durham: Duke University Press, 2012.
Juul, Jesper. Half-real. Cambridge: The MIT Press, 2005.
Lipovetsky, Gilles y Seroy, Jean. La estetización del mundo. Barcelona: Anagrama, 2015.
Mitchell, W.J.T. Seeing through race. Cambridge, MA: Harvard University Press, 2012. Digital.
Raengo, Alessandra. On the sleeve of the visual: race as face value. Darmouth: Darmouth College Press, 2013. Electronic.
Weheliye, Alexander. Habeas viscus. Racializing assemblages, bipolitics and black feminist theories of human. Durham: Duke University Press, 2014. Electronic.
Wright, Michelle M. Physics of blackness. Beyond the middle passage epistemology. Minneapolis: University of Minnesota Press, 2013.



viernes, 29 de abril de 2016

ETHOS BARROCO Y VOLUNTAD GENERAL. 1.

Si preferimos centrarnos en el ethos del ethos barroco como forma de vida que, se resiste tanto a la modernidad como al capitalismo, cabe hacerse una seria de preguntas a fin de entenderlo a cabalidad y, especialmente, explicitar los elementos que lo conforman desde las reflexiones de Bolívar Echeverría.

Para esto pondremos en relación aquellos aspectos de su pensamiento que generalmente se tratan como aspectos separados y que requieren de una visión unificadora de sus preocupaciones. Además, como prolongación de sus planteamientos, proponer algunos territorios a ser explorados en la constitución de cualquier otro ethos alternativo o de resistencia, en ese caso, al capitalismo tardío, como sería el caso del ethos caníbal.

Este ethos colocado junto al barroco o a lo caníbal, ¿qué nivel de generalidad tiene?, ¿atañe al conjunto de la sociedad y su propuesta es una alternativa a la cultura dominante entera y no solo a unos de fragmentos?

Entonces, esta forma de vida, ethos, ¿se puede postular a sí mismo como una voluntad general, como un ejercicio potencialmente soberano?, ¿podría existir un ethos de resistencia que nos permite vivir lo invivible sin el horizonte de sentido de una voluntad general, que destituya el orden existente?

En caso de ser así, ¿cómo entender esa voluntad general, más allá de la democracia representativa, burguesa? Una voluntad general de este ethos barroco o caníbal que tiene que incluir a todos con todas sus diferencias y que no solo debe destituir sino pre-figurar los modos de institución de lo nuevo.

Sin embargo, ¿los nuevos modos de institución que aparecen y desaparecen, en nuestra sociedad, como partículas virtuales, efímeras, no quedarán atrapados en las paradojas de la representación de lo irrepresentable, cognoscitiva y políticamente?, ¿no llevarían, otra vez, en un juego interminable, a la lógica de la doble prescripción del poder constituyente y el poder constituido?, ¿no quedarían atrapados en la política, a pesar de que se postule lo impolítico, en cualquier de sus variante teóricas?
Además, ¿se puede pensar que las nuevas tecnologías han alterado radicalmente la voluntad general como la conformación de multitudes inconscientes que la realizarían en los espacios virtuales?; o, por el contrario, ¿las nuevas tecnologías también están presas de la dualidad entre las tendencias opresoras y las liberadoras?

Muchas de estas preguntas ni siquiera pueden ser planteadas con toda claridad en el momento en el que vive la humanidad; por eso, habrá que aproximarse a ellas con todo cuidado, con los rodeos que sean necesarios, resaltando a cada paso, la provisionalidad de las respuestas que se encuentren.

Entonces, digamos que el primer que hay que dar este, ya enunciado: un ethos implica una voluntad general; son términos consustanciales, en donde no podemos prescindir de ninguno de ellos.

Por otra parte, se encuentra en Bolívar Echeverría, en el conjunto de sus escritos y no en uno en particular, este trabajo laborioso de la conformación de un ethos, como voluntad general, en eso que suele presentarse como fragmentado y disperso en su pensamiento. Me refiero a las formas que analiza y que, a primera vista, no sería se encontraría de manera directa los vínculos que los unen.

Así, tenemos los trabajos sobre diversas formas: valor de uso, negritud, barroco, resistencia, cultura, opciones políticas para el nuevo siglo. Lo que se postula aquí es que, en vez de ser una muestra de dispersión de intereses, se trata de una búsqueda tentativa de pensar lo general de la voluntad general,  en sus distinciones y diferencias constituidoras.

Esto significaría, por ejemplo, aproximar los temas de la forma valor de uso a los debates sobre el ethos barroco; en otros términos, la persistencia del ethos barroco como forma de resistencia, implicaría la batalla del valor de uso contra el valor de cambio; o, la negritud contra la blanquitud; o cómo a través de guadalupanismo se abre a las cuestiones de género. No debería vérselos como reflexiones separadas,sino como elementos que podrían entrar en la construcción del ethos barroco, insistiendo en la preeminencia del ethos sobre su carácter barroco.  


Y, también, explicitar las relaciones entre esa voluntad general como voluntad de forma; de tal manera, que la esta última, es un modo de lo general. La voluntad general se “representa”, o muestra, como voluntad de forma. 

lunes, 25 de abril de 2016

TEOLOGÍAS POLÍTICAS DEL BARROCO AMERICANO

El punto de partida de Cacciari es la teología del ícono, en donde esperamos que el ícono muestre “lo Inefable en tanto Inefable”, aquello que no puede ser representado y sus límites que llevan a la “desesperación con respecto a las imágenes, desde la Palabra que falta”. (Cacciari 201)

Nos interesa precisamente esta “representabilidad de lo Invisible en tanto invisible, que en el ícono se afirma”, para acceder a aquello “que nunca será posible denominar, definir, comprender discursivamente” y que coloca a toda imagen contra sus propios presupuestos. (Cacciari 202) Porque la brecha abierta entre el ícono y aquello que quiere mostrar o representar, hay una separación que finalmente es insalvable, porque “jamás la distancia será colmable”. (Cacciari 204)

Esto nos lleva al terreno de nuestro estudio, esto es, la comprensión del estatuto de la imagen en el barroco quiteño y la posibilidad de generar algunas preguntas necesarias para su comprensión. La tesis que sostiene aquí, a partir de Cacciari –y más adelante Echeverría- es que no se puede entender a cabalidad este barroco sin acudir a una teología que incluye el ícono, la imagen, la política; incluso algún tipo de teología negativa. Ciertamente que sus reflexiones son ante todo sobre los íconos rusos que, de alguna manera, él mismo generaliza.

Esta aproximación a los íconos cristianos saca a la luz su carácter antinómico y, al mismo tiempo, su irresolubilidad, que radica, en último término, en la absoluta trascendencia del dios judeo cristiano y en su participación en la vida de los seres humanos; esto es, el dilema irresuelto entre trascendencia e inmanencia.

En estos íconos “No es la divinidad de Cristo la que se expresa, entonces, inmediatamente en el ícono, sino su participación en la vida del hombre…”, que abre una tensión que únicamente irá en aumento y que solo podrá anularse al precio de una “herejía”. (Cacciari 209)

Así que dios no se muestra en cuanto dios sino en cuanto el dios que interviene en la vida humana; de tal manera que el ícono quiere expresar lo divino en lo humano, pero simultáneamente solo alcanza a hacerlo desde su perspectiva apofática, desde la negación de cualquier atributo humano, inmanente, a los trascedente. Según Cacciari este núcleo atravesaría toda la teología del ícono:

“En los grandes textos que intentan sistematizar la teología del ícono, de Juan Damasceno a Florenskij, la aporía aparece infinitamente variada, no resuelta. En aquel no expresar directamente las dos naturalezas de Cristo, sino solamente su participación, permanece la dimensión apofática del ícono, pero una tensión problemática, contradictoria con su mismo fundamento cristológico.” (Cacciari 209)

En el ícono afirmación y negación se entrecruzan, sin el triunfo definitivo de uno de ellos; más aún, cualquier insistencia en uno de los polos solo conduce a la exigencia del aparecimiento con la fuerza del otro extremo, en su antinomia: “La teología del ícono está totalmente cruzada por estas interrogaciones: el polemos con la dimensión iconoclástica le es por esto consustancial, afirmación cristológica plena y tendencias apofática se encuentran, se entrecruzan irresolublemente en su tradición”. (Cacciari 210)

El movimiento parte no del ícono sino de la Forma ideal, perdida, que subsume al ícono y quiere “trans-figurarlo”, obligándolo a expresar otra sustancia que no es la suya; la forma del ícono no señala más a su referentes inmanente, cotidiano, simplemente humano, sino que es la expresión de la participación de Cristo en el mundo, manifestación de su esplendor que deslumbra. La figura terrestre se ha vuelto celeste: “La economía sacramental fija su rol: en el ícono se manifiesta el “segundo nacimiento”, la imagen que habíamos perdido. En el oro del ícono la figura se sumerge (baptisma) y recibe el sello de la forma perdida. Lo recibe aquí, en la tierra, aquí en la tierra la figura deviene también celeste…” (Cacciari 211)

La imagen estaría obligada a cambiar de sustancia, al alterarse de tal manera que dejara de pertenecer a la esfera de lo inmanente, que sufriera una trans-sustanciación; pero la imagen no puede dar este salto en el vacío, porque está atrapada en el plano sensorial que, en caso de desaparecer, se llevaría a la imagen con ella: “Aquello que debe hacerlo diferente del ídolo pagano no es simplemente ser imagen de Cristo, sino el ser imagen de otra naturaleza: Cristo muda la forma de la imagen. Esta transfiguración de la imagen sería concebible solamente si ella deviniese omousion [de la misma naturaleza] de aquello que representa, espejo inmediatamente reflejante de la realidad del Rostro representado.” (Cacciari 214)

Y cuando esta jugada estratégica parecería salvar el abismo, se vuelve a afirmar esa absoluta trascendencia de la sustancia divina: “Ningún eikon, como tampoco ningún logos, podrán corresponde plenamente a la ousía, a la esencia de los divino…” (Cacciari 212)

Los mediadores entre lo divino y humano, que proliferarán interminablemente, se aproximan a la experiencia de lo numinoso, pero en último término se les escapa: “Ni siquiera los santos, en esta vida presente, conocen la plena vida-en-Cristo; tienen alguna percepción de ella, pueden hacer experiencia de la misma, pero siempre se trata de experiencia inefable, superior a toda figura e imagen.” (Cacciari 213)

Por eso, la actitud iconoclasta quiere quedarse con el orden “simbólico del ícono”, con aquello que muestra más allá de sí misma, mientras el gesto ortodoxo va en dirección contraria y quiere cerrar la brecha acudiendo al realismo, a la interminable sucesión de representaciones:  “Esto significa que la iconoclasia asume, radicalmente, la intención simbólica del ícono, mientras que la respuesta ortodoxa está constreñida despotenciarla, introduciendo elementos representativos, imitativos, o connotando en términos puramente escatológicos el inquietante realismo.” (Cacciari 214)

El gesto iconoclasta pretende resolver lo irresoluble, al intentar que contenga sin residuo la manifestación de lo divino en lo humano: “Estas no reclaman que el ícono torne “lógicamente” expresable lo Inexpresable, sino que él manifieste justamente aquella dimensión epifánica en sí y por si siempre-presente en lo divino…” Movimiento que cada vez que se intenta, fracasa porque el ícono existe únicamente en la medida en que expresa ese doble lado, su pertenencia sustancial a la esfera de lo inmanente y su necesidad de mostrar lo divino sin más: “Así entendida, la posición iconoclástica expresa la pregunta inmanente de la teología del ícono, su insuperable problema.” (Cacciari 215)

Y otra vez el círculo comienza a girar, porque el ícono se cesa en su empeño de mostrar la participación divina en lo humano, utilizando sus diferentes representaciones precisamente para intentar negar toda representación y pasar al mundo de la pura presentación. Todo ícono no tiene otra alternativa que representar y presentar: “Y esta realidad es teofánica, exige manifestación. La necesidad de la manifestación domina el problema de su forma… A la antinomicidad de la realidad que se da en él, el ícono corresponde con la naturaleza antinómica de la forma misma de su representación.” (Cacciari 215)

Esta antinomia tiene que quedarse como tal; el cristiano tiene que vivir en esa constante negociación con las imágenes mediadoras y expresivas, y la experiencia religiosa completa que termina por escapársele, porque “que ninguna dialéctica conciliadora podrá jamás completamente resolver en el misterio cristiano. La herejía iconoclástica consiste, adviértase, justamente en la presunción de resolver el drama antinómico del ícono: o absoluto realismo o, absoluto silencio.” (Cacciari 216)

Asentado el ícono es la irresolubilidad de su antinomia se coloca a sí mismo como el momento de pasaje de una esfera a otra, como una “puerta” que permite la transacción entre divino y humano, a través de la constante transmutación del ícono en su otro opuesto: “Litúrgica,  sacramental esencia del ícono: pasaje de lo Invisible a lo visible y, de lo visible a lo Invisible, puerta real, a través de la cual se manifiesta lo Invisible y se transfigura lo visible…” (Cacciari 216)

Sin el icono no podemos acceder a la experiencia de lo trascendente; pero el icono jamás nos dará la plena experiencia de lo trascendente, quizás porque recuerda a cada paso nuestra humanidad irrenunciable.

¿Cuáles son las estrategias del ícono en su intenta siempre fallido de lograr su cambio de sustancia? ¿De qué manera intenta salvar la brecha que es insalvable? ¿Cómo no cesa en el intento de dar el salto hacia el vacío, hacia la nada absoluta?

Paradójicamente, y sobre todo en el mundo ortodoxo, los elementos que se utilizan solo pueden ir dirección de una estetización extrema, intentando a través de esta capturar la participación de la divino en lo humano, en ese ir y venir entre Belleza y belleza.

Multiplicación de formas evocativas que están allí como esfuerzos infructuosos de alcanzar la “plenitud simbólica” de la experiencia de lo numinoso: “…valor evocativo del ícono. Plenitud simbólica y evocación se remiten la una a la otra sin poderse componer si no es en la unidad del problema que el ícono mismo constituye.” (Cacciari 217-218)

El ícono “nos sumerge-bautiza en tal Luz, pero en el sentido más pleno y fuerte: él permite ver cómo esa luz es condición trascendente de nuestro ver. Nosotros vemos porque la Luz existe. ´Antes¨ del ícono, del instante teofánico que él ontológicamente constituye, nosotros como ciegos.” (Cacciari 217)

¿En dónde brilla esa Luz por excelencia esa Luz sino en el oro, en su “pureza”, en su magnificencia? El oro contrapuesto al color y a las figuras concretas, que pretende tener un valor por sí mismo, que “encarnaría” esa participación cristológica en los asuntos humanos:  “La oposición entre oro y colores es testimonio directo de esto. Estos pertenecen a “distintas esferas del ser”: uno, pura luz, incontaminada, limpia de todo reflejo; el otro, solo nostalgia, anhelo, evocación de la Luz. La “verdad” del color no está negada, pero este, en tanto se hace diáfano, compenetrado por la luz, jamás podrá expresar el misterio del oro, el misterio que se derrama, a través del oro, en el ícono.” (Cacciari 219)

Cuando creemos que al fin se ha encontrado la experiencia de la Luz en un elemento “puro”, el oro, nos damos cuenta que el oro no puede estar allí afuera, flotando en una existencia solitaria, sino que tiene que “encarnarse”, que incorporarse a las figuras, a las formas, a la vestimenta litúrgica. El oro necesita de todos los otros elementos para volverse figura: “Un ícono solo-Oro no anularía la antinomia, sino al ícono mismo, ya que negaría la posibilidad del mostrarse figural de la Luz.” 219

El oro, expresión de la Luz, se topa con el color, expresión de lo inmanente: “El color mueve al oro “a la victoriosa presencia de la luz”  absolutamente incorpórea, puramente ideal, muda a los sentidos, su misma belleza es proporcional a la intensidad de su a-tender.” Porque “Luz y color se implican recíprocamente, pero en un ´intercambio ‘intrínsecamente inquieto, no según el kanon, el nomos de la tradición neoplatónica.” 220

La antinomia, el doble lado y el doble vínculo, hacen de nuevo su aparición; la Luz se extravía en el mundo imaginario que ha creado para manifestarse: el mundo imaginario deja de representar y se “transfigura”: “La línea de tal arriesgarse, intrínseca a la teología del ícono en la síntesis que ofrece Florenskij, puede desarrollarse hacia la absoluta abstracción de la Luz o hacia su absoluto extravío, hacia el extravío de toda imaginatio figurativa o hacia el extravío de todo theoria de la Luz que da-a-ver el color.” (Cacciari 224)

Cacciari va mucho más allá y postula que esta antinomia y su verdad, no depende de sí misma, sino de la propia dualidad constitutiva que implica lo divino y lo humano, lo trascendente e inmanente, que no hay manera de que entren en contacto, sin residuo o sin despedazarse mutuamente: “Antinómica es la forma del ícono ya que antinómica es la Verdad de su mundo imaginalis”. (Cacciari 224)

Puesta esta situación de este modo, instalados en la antinomia irresoluble, colocados los términos en su ir y venir de un extremo a otro, se abre la “posibilidad” ya no solo de “desacuerdo” sino de ruptura entre la imagen y lo que pretende simbolizar en la esfera cristiana: “En la medida en que el ícono no puede ser la perfecta balanza resuelta entre estas dimensiones, sino su continuo, recíproco arriesgarse, en él está intrínsecamente presente la posibilidad de este desacuerdo, de esta disonancia”. (Cacciari 221)

Este breve recorrido que hace Cacciari sobre el ícono y la imagen en el mundo ortodoxo y que se extiende para el ámbito judeo-cristiano, sirve también de base para aproximarnos al barroco americano desde la perspectiva de la teología política.
Dado que no salimos de lo judeo-cristiano, se mantienen vigentes las antinomias que contrapone el doble destino de los íconos; de una parte, su carácter figurativo y figural, que lo enraiza en lo inmanente; de otra, su carácter evocativo, que intenta mostrar cómo lo trascendente participa de lo humano.

Los íconos ortodoxos se quedan en esa irresolución, la habitan, no intentan salir de ella. Por el contrario, empujan lo figurativo y representacional hasta sus límites, en el máximo de realismo posible, en el derroche de oro, color, liturgia, queriendo evocar lo invisible, esa Luz que no podemos mirar directamente.

El gesto brutal de Malevich solo alcanza entenderse sobre este suelo, en contraste con aquello que excluye, que niega, que deja atrás, en su propio devenir apofático, teología negativa. Negro sobre negro, niega el ícono en su carácter figural, solamente para hacer que exprese otro Invisible, otro orden social hasta ese momento inédito, un acontecimiento histórico de tal magnitud que no podía expresarse en los viejos íconos.

Si bien esta es la lógica de los íconos y de las imágenes en el mundo judeo-cristiano y la respuesta ortodoxa, cabe ahora preguntarse: ¿cuál es el estatuto de la imagen y de los íconos en el barroco americano?, ¿de qué manera trata de resolver esa antinomia en la que también está inmersa?, ¿cómo se explica esos modos de figuración, esos sinuosos recorridos de la forma?, ¿cuál son las respuestas concretas frente a aquello que no se puede resolver?, ¿cómo habita las antinomias y hacia dónde van las tensiones que se generan?


En el intento de volver visible lo Invisible, el barroco americano también se queda en la irresolución, en la imposibilidad teológica, como lugar en el que es preciso habitar. Imposibilidad de cumplimiento de las promesas de la modernidad, que se evidencian desde el momento mismo de su nacimiento, en la medida en que están sustentadas en el capitalismo.

A pesar de esta irresolución instalada en el seno mismo del proyecto barroco americano, no se renuncia a la incesante búsqueda de su resolución, a través de todas las mediaciones que permitan salvar la brecha entre el orden divino y el humano.

Las respuestas van en una dirección diferente de la iglesia ortodoxa, porque no se trata de empujar la representación y el realismo hasta sus extremos, tratando de tocar lo numinoso. Hay, por el contrario, una forma que busca constantemente transfigurarse, transubstanciarse, solo entonces, la forma se pliega, se vuelve barroca. El pliegue, a la Deleuze, es secundario, posterior a otros fenómenos que le preceden. Digamos que se pliega por la necesidad de transfigurarse y no tanto, como en Leibniz, por la búsqueda de un equilibrio dinámico que se rompe una y otra vez.

Una transfiguración que quiere ocupar el campo entero de la experiencia, desde la sensible  hasta sus formas más “elevadas”, que permitirían, sin nunca lograrlo plenamente, dar ese salto en el vacío que alcanzara lo transcendente, lo puro, que viera a dios detrás de la zarza ardiente.

Sin embargo, habitar en el irresoluble, quedarse en la tensión entre lo trascendente y lo inmanente, no puede quedar librado al azar o la deriva de la conciencia de sí mismo, sino que convierte en una operación, en una máquina que reúne fe y obras, en donde la primera obra es uno mismo, que adquiere la conciencia de pecador.

Esta operación se deriva de la voluntad de conversión, de reconocimiento como pecador y como sujeto de redención, como una acción que queda sometida a una doble prescripción, derivada del doble vínculo, que proviene primero de la acción divina, a través de la gracia suficiente y de la gracia eficaz; y luego, de acción humana que, libremente, acepta la acción divina, que deja que lo divino actúe en su interior. El momento instituidor de esta operación está en los Ejercicios Espirituales de San Ignacio.

Se tiene que vincular esta acción doble con el tema de la voluntad, que no está relacionada con alguna suerte de voluntad de poder ni con una concepción del mundo como voluntad y representación. Por eso, la voluntad de forma participa del doble origen de la acción: las formas concretas que inventan mediaciones, que estetizan el mundo en su afán de aproximarse a lo transcendente, en su persecución de la Forma absoluta, pura, sin contaminación de lo real.

Y la Forma, que vive en el mundo trascendente, que quiere mostrarse, “encarnarse”, participar del juego de lo humano, de lo inmanente y que pone otro orden simbólico sobre las figuras con la finalidad de trans-figurarlas, de hacerles cambiar de substancia. La Forma subsumiendo a las formas.
Estas operaciones terminan por crear verdaderas máquinas simbólicas y estéticas, litúrgicas y dramáticas, arquitectónicas, escultóricas, pictóricas, que colman sin dejar espacios vacíos, las sensaciones, las sensibilidades y la imaginación. Claramente se pueden ver en funcionamiento estos dispositivos articulados, actuando como una máquina en donde la conciencia de sí mismo es sometida a los más diversos mecanismos, por lo que tiene que atravesar para alcanzar la salvación, la iluminación: “La forma de lo visible deviene el complejo de las huellas, de los recorridos, de los signos que lo invisible produce trayendo a sí lo visible.” (Cacciari 223)

Esta máquina formal barroca, como conjunto de dispositivos articulados y organizados destinados a provocar la conversión y la salvación, contiene dentro de sí, de manera inherente, los elementos de su destitución, de su ruptura, de su falla.

El oro se transfigura y participa –no quiere representar- de la Luz suprema que nos deslumbra, que nos vuelve nada: pero, el oro no tiene otra alternativa, por su propia materialidad, que plegarse, que adherirse a una forma concreta que termina por supeditarla, por someterla, por mostrar su carácter inmanente.

Por su parte la madera, plegada sobre sí misma, contorsionista, que asciende y desciende, exige ser recubierta por el oro, para alejarse de su carácter puramente figurativo, representacional, para que pueda volcarse sobre ella, la trans-figuración.

Así que esa máquina estetizante, mira hacia los dos lados: produce formas y las coloca en un lugar en donde su única posibilidad de funcionar, es desaparecer en otra substancia, en otro orden simbólico: “El ícono, su sueño, invierten el tiempo, la más esencial medida del tiempo es, en su dimensión, aquella de re-fluir del tiempo de los efectos a las causas, del teleológico replegarse del tiempo, según aquel ´pliegue´ esencial que constituye su sentido…” (Cacciari 228)

Cada uno de estos movimientos –de lo trascendente a lo inmanente, de lo humano a lo divino- se ven truncados; ninguno de ellos logra resolver el dilema de mostrar lo Invisible en lo visible, porque si lo Invisible se mostrara, disolvería la figura, la realidad; y si lo visible permanece, entonces lo Invisible jamás se dará plenamente, sino a través de mediaciones que no la expresan en su plenitud.
Esta falla constitutiva del barroco, esta incompletitud, lo atraviesa completamente; de hecho, se encuentra en su mismo origen, al ser una forma de vida que finalmente es inviable, porque está asentada sobre prepuestos que la destruyen.

Todo esto es insuficiente para comprender lo que es el barroco americano, porque falta otro gran componente, un elemento fundamental que tiene que entrar en este momento en juego.

El proyecto de la Contrarreforma que viene a América Latina, de la mano de los conquistadores, de la iglesia y especialmente de los jesuitas, lanza el barroco como una  nueva forma de vida. Sin embargo, aquí no se trata de oponer un modo de ser cristiano a otro –Lutero versus Ignacio de Loyola-, sino del cristianismo y la civilización occidental, enfrentada a otros pueblos, a otras culturas, con otros dioses, con otras formas de vida, a las que tiene que someter y que cristianizar.

Son los pueblos indígenas los que hacen frente al proyecto barroco, los que resisten e intentan sobrevivir en la nueva situación de dominación. Aquí es necesario introducir una hipótesis fuerte, una afirmación de largo alcance, para señalar que el gesto caníbal, predatorio, de los indígenas sobre el barroco, consiste en volver suyo, en adueñarse de él.

En esa capacidad de dualidad que contiene el barroco americano, caben tanto el proyecto contrarreformado como la resistencia indígena: el barroco se vuelve, poco a poco, estrategia indígena. De tal manera, que el mestizaje se convierte, él también, en proyecto indígena.
El mestizaje no es, al menos en su origen, en su inicio, la primera alternativa de los conquistadores; para ellos, los indios no deben aprender español y deben seguir sometidos a los caciques, a los curacas, que median entre ellos y el gobierno español.

Emerge otra voluntad de forma que trans-figura el proyecto barroco original, que lo vuelve americano, mestizo como otra forma de ser indígena; cuestión que creo que ni siquiera ahora ha terminado, a pesar de la oposición radical que queremos encontrar entre indígena y mestizo. Todavía el indígena encuentra en la predación de lo moderno y de lo hipermoderno, una forma de ser indígena en la época actual.

(Ciertamente que con el paso de los siglos, este origen indígena de lo mestizo, como una de sus estrategias de resistencia, se pierde; los mestizos se vuelven contra los indios en el proceso de “colonización interna”).

Si volvemos sobre la dualidad inherente al barroco y sus formas, podemos preguntarnos desde qué perspectiva, con qué mirada, la ven los indígenas. La estructuración de la religión indígena es harto diferente, no importa que le sigamos llamando dioses, pero su relación con el mundo real tiene otras características, hay otra teología política.

En la teología política indígena, a pesar de la variedad y diversidad, existen dos mundos que están separados: el mundo de los seres humanos, de los runas, y el mundo de los espíritus. No es posible pasar del uno al otro sin más; si los espíritus penetraran en el mundo de los runas, lo destruirían. Hasta aquí parecería no haber diferencia con la trascendencia del dios cristiano.

Sin embargo, las diferencias son sustanciales. Si bien los dioses indígenas habitan en ese mundo que podría llamarse trascendente, esta trascendencia no es absoluta, no es completa e insalvable. Por el contrario, hay una serie de procedimiento eficaces, que nos permiten acceder a ese mundo de los espíritus, con los cuales batallamos, luchamos, morimos o somos devorados.

Se constituyen una serie de ritos de pasaje, de procedimientos de tránsito entre los dos mundos, en donde los dioses están constantemente atravesando esas barreras y los indígenas viajando al mundo de los espíritus, que también podría ser el de los ancestros.

Con estos ojos, con estos oídos, con esta teología, los indígenas reciben el discurso cristiano; desde esta perspectiva son obligados a bautizarse, a convertirse. Esta es una teología que no se deja de lado, que incluso ahora, luego de varios siglos, sigue funcionando, reprimida, subsumida, olvidada.

¿Cómo esta teología política indígena hace su gesto caníbal respecto del cristianismo? El barroco en manos de los indígenas, se vuelve esa máquina que permite acceder a los dioses, se convierte en rito de pasaje hacia el mundo de los espíritus.

Aunque esos ritos de pasajes ahora tengan otros procedimientos –la liturgia cristiana- y otros mediadores que ya no son los shamanes: cristos, vírgenes, sacerdotes, iglesia. Este es el modo de lidiar con esa trascendencia absoluta del dios cristiano, incomprensible e inaceptable para un indígena.

Advocaciones que se transformadas en “shamanes” que permiten el acceso al mundo de los dioses; proliferación de figuras mediadoras que negocian con lo divino, la mayoría de las veces con una terrible lógica mundana.

La voluntad de forma de la forma de vida indígena, por ejemplo los Jama-Coaque, no proviene de la necesidad de representar lo irrepresentable, sino de la exigencia de representar de la mejor manera esos ritos de pasaje, esas transformaciones tanto de los dioses como de los shamanes, que permita recorrer ese espacio peligroso, en donde te pueden matar, y llegar al otro lado, al mundo de los espíritus y, además, regresar al mundo de los seres humanos, con las respuestas exigidas.

La estética Jama-Coaque no trata de representar o mostrar lo Invisible, sino volver figura los modos de transcurrir hacia lo Invisible, ritos de pasaje que se vuelve forma, arte; mientras que el barroco americano está atrapado en la dualidad entre lo visible y lo invisible.

El ethos barroco, planteado por Bolívar Echeverría, se desprende de esta disociación que habita al interior del barroco; primero, como lugar de opresión y luego, como estrategia de resistencia. Al separar esta última, el barroco puede ser visto como un ethos y no solo como un determinado momento cultural y estético.

Hay un ethos de resistencia en el barroco porque detrás estuvo el movimiento contrahegemónico indígena, que convierte en otro para poder ser él mismo, a través del “mestizaje”, encubriéndose de otro para continuar existiendo.

La pregunta crucial en torno a la propuesta del ethos barroco está en saber si esta forma de vida que se propone como modo de resistencia ante el capital, en un momento en donde hay que vivir lo invivible porque no existe una alternativa viable en este período, da cuenta de las necesidades contra-hegemónicas de la época; o, por el contrario, sería preferible quedarnos con la formulación del ethos, aunque ya no sea barroco.

En esta dirección, ¿la estética caníbal se postula como candidata a un ethos de resistencia frente al capitalismo tardío?, ¿puede una voluntad de forma caníbal reemplazar a la forma de vida del ethos barroco?, ¿cómo habitar desde lo caníbal este lugar en donde intentamos vivir lo invivible, decir lo indecible, decidir lo indecidible?, ¿lo caníbal es ese máquina trans-figural que requerimos como modo de oponerse a lo existente?