Llama la atención que la imagen esté signada desde su origen por la marca del desdoblamiento: esto, lo que fuere, y su doble, como si un invitado inesperado asomará a la puerta de casa dos veces, ratificando su voluntad de hacerse presente a toda costa. Es él mismo de nuevo, pero nunca es totalmente el mismo. Lleva otro traje, viene en otra compañía, habla con una voz con un ligero acento y se ha maquillado de tal manera que afirma su carácter de presencia repetida, pero nunca idéntica.
En la secuencia de partición de lo real y
emergencia de la imagen, cualquier ingenuidad se pierde. La duplicidad de la
imagen conserva con matices el sentido del término en español: primero, la
cualidad de doble, de estar implicado más de un elemento; segundo, un cierto
aire negativo de doblez, relacionado con un fingimiento. Así, la imagen no dice
la verdad entera de una cosa, talvez porque la verdad completa de una cosa no
existe. Dualidad de la imagen puesta como desafío inevitable, del cual no hay
escapatoria y no queremos que lo haya. La imagen se vuelve destino.
No se trata de un doblez de lo real. Nada más
lejos de la lógica de la proliferación de pliegues, aunque las imágenes siempre
sean muchas. Su motivo oculto para multiplicarse sin parar proviene de otros
condicionamientos y tiende a ser muy poco metafísicos. Porque al contrario del
pliegue, la imagen es ante todo un exterioridad, colocada siempre frente a una
cosa, idea, o simplemente reflejándose indefinidamente como un truco de
espejos.
Imagen delirante tratando de hallar el objeto
imposible del cual proviene, descubriéndolo y percatándose, siempre con una
dosis de tragedia, del carácter deleznable de su origen, al cual se regresa
constantemente, aunque nunca completamente.
Esa distancia de cualquier cosa y su imagen es
un doble vínculo en donde la cosa una vez imaginada no será ella misma nunca
más; y la imagen producida jamás podrá decir totalmente a la cosa en su modo de
existir. Y, como sucede con tanta frecuencia, ninguna puede prescindir de la
otra.
Evitemos un equívoco fácil que acecha allí
debajo de este razonamiento: la imagen tiene toda la capacidad de decir acerca
de cualquier cosa, de representarla de diversas maneras, de arrastrarla por
caminos desconocidos. Se afirma aquí, para bien de nuestra existencia, la
inagotabilidad de la cosa que no puede ser dicha sin resto por la imagen; y,
como una venganza, la capacidad de la imagen para decir algo más, no
necesariamente contenido en la cosa que sirve como punto de partida. La imagen
no entra en el proceso de lo exhaustivo y, por otra parte, le cabe la
posibilidad de decir más que la verdad contenida en la cosa.
La imagen es un impulso de ruptura, una esencia
excedentaria en su propia naturaleza. Esta característica posee el nombre de
imaginación. Ya se verá más adelante cómo la imagen imagina y, desde luego, en
esta lógica persistente de dobles vínculos, cómo la imaginación está poblada de
imágenes.
Entendida como duplicidad la imagen se torna
esencia sin substancia, al modo platónico. Nada hay tan esencial como la
imagen. No existiríamos sin ella. Y el ser este doble de cualquier cosa le
impide sustancializarse y convertirse en un principio subyacente a todos los
entes. Claro está que nos encontraremos con muchas hipostatizaciones que la
convertirán en sustrato de lo real.