Me resulta difícil pensar Simone Weil. No se debe a la dificultad propia de sus textos ni a la distancia histórica que pareciera alejarnos cada vez de ella. Es una cuestión biográfica. Formé mi modo de ver el mundo con su pensamiento. Se convirtió en el horizonte contra el cual todo tomaba forma y adquiría sentido. Fue refugio en el que me escondía de la avalancha de doctrinas que pululaban allí afuera.
He leído creo que la mayor parte de sus escritos en desorden
sin una dirección precisa. Acudí a ellos en medio de las confusiones, cuando
buscaba silencio, a veces más bien tratando de entenderme a mí mismo más que al
mundo. No quería encontrar respuestas sino un estado de ánimo que permitiera seguir.
Y después cerraba las páginas, la dejaba atrás. De tiempo en tiempo he
regresado a la fuente. Reconozco dentro de mí sus palabras como un inconsciente
ajeno que me habita.
He tenido la intención de escribir un largo texto sobre
ella. No lo hice. Quizás no podía hacerlo. Era como mirar muy adentro de mí
mismo y no era posible. Ocasionalmente cité sus textos, alguna vez los
incorporé a un estudio. Pero, siempre estuvo como esa referencia oculta, no dicha,
no reconocida, ni reconocible en un medio en donde es prácticamente
desconocida.
Muchas veces he tomado el grueso libro que recopila sus
escritos. Abro sus páginas al azar. Leo azarosamente. Y vuelvo a colocarlo en
el estante. Durante muchos años tuve en mi velador La gravedad y la gracia. Era
mi libro de cabecera. He tenido con este libro una relación larga y extraña.
Conocí su existencia cuando tenía 19 años. Lo llevaba un
cura a quien solo le importaba como un ejemplo ateísmo. En ese tiempo no había
fotocopias. En los pocos días que me prestó, lo copié íntegramente en la vieja
máquina de escribir mecánica. Aún conservo algunas de las fichas en las que
transcribí en su formato estándar de 12.5 cm por 7.5. Ahora se ven unas
cartulinas amarillentas.
Luego pudo comprarlo. Presté. Tuve que volver a comprarlo.
Más tarde conseguí la edición original en francés. Luego en inglés. Mucho más
tarde las obras escogidas en donde el texto de La Gravedad y la Gracia desaparecía
entre cientos de anotaciones. En gran medida esa organicidad de su pensamiento
era algo construido desde fuera.
Muchas veces he recomendado el libro. Nunca recibí una
opinión. Me preguntó por qué no les decía nada. Sería, talvez, que chocaba violentamente
con la matriz judeocristiana en la que estamos inmersos. Ahora proliferan los
estudios y las citas de Simone Weil. Alguna vez leo los comentarios. Me parecen
tan extraños que no puedo seguir. Me formé una imagen suya que no quiere
perder.
En medio de la pandemia emprendo esta lectura y recuerdo lo
que ella decía, no literalmente: somos leídos antes que leer. La lectura es un acto
opresivo que cae sobre nosotros. Otros nos leen, nos interpretan, nos entienden,
nos dicen qué es bueno para nosotros y qué no lo es. Por esto, tratando de
escapar a esa maquinaria, me acerco a sus palabras azarosamente. Y esta palabra
nosotros las usamos ciertamente para mencionar el azar, pero se nos desliza un
cierta tristeza, una cierta sonrisa.
(Citaré directamente las páginas de Simone Weil, Oeuvres,
Le Grand Livre du Mois, 2001, que está tomado de la Edición de Gallimard).
“Detenerse, reprimirse, crear un vacío dentro de uno mismo”.
(813)
Nada hay tan recurrente en Simone Weil como la idea del
vacío. Es ante todo un movimiento que nos lleva a vaciarnos, a despojarnos de
lo que tenemos dentro, a salir de nosotros mismos. Es la tarea central, la
acción fundamental, que nunca la lograremos definitivamente. Tenemos que
dirigirnos hacia ella, hacer todo para lograr despojarnos de lo que nos habita.
Comprender la banalidad de nuestros esfuerzos, entender
estamos llenos de tantas cosas que abarrotan nuestro interior: ideas,
sentimientos, deseos, compensaciones, que son un obstáculo, que se levantan
como una barrera que no queremos atravesar o superar.
Muchas veces es una “violencia exterior” la que crea esa
sensación de vacío. Pero este es el mal. Y el vacío que crea es falso. Tratamos
de escapar de él, tenemos que combatirlo. Buscamos un vacío como una opción
propia, voluntaria, que surja de nuestro interior, que cuestione nuestros
afanes, que ponga un signo de interrogación a lo que hacemos, a lo que
queremos, a lo que tenemos, a lo que nos aferramos.
Lograr este vacío no es una meta. Tampoco algo que alcancemos
y que de este modo logremos una especie de realización interior y peor aún que
nos convierta en seres especiales que habrían adquirido un tipo de consciencia
superior. Todo esto solamente alimenta las vanidades. No hay en Simone Weil ni
al más mínimo rastro de la terrible jerga de la autenticidad. Vaciarse no nos
convierte en seres especiales.
El vacío interior únicamente nos prepara para otra cosa. Nos
abre de par en par. Nos muestra cómo realmente somos.