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“La hermosa paradoja del apócrifo es que después uno
se mira en su espejo y la sabia simulación nos hace dudar de si no seremos
nosotros los simulados. Y esa poética inquietud también ayuda a vivir.” JUAN PEDRO APARICIO, LUIS
MATEO DÍEZ, JOSÉ MARÍA MERINO, Las cenizas del Fénix, de Sabino Ordás
El origen de los heterónimos es múltiples y variado. En cada época,
expresa un fenómeno distinto, una necesidad diferente, aunque haya algunas
constantes, especialmente aquella que se refiere a que no es una estrategia
psicológica, sin dejar de reconocer las consecuencias que tiene sobre el sujeto
que la ejercita.
El heterónimo es, como punto de partida, una estrategia de escritura,
que abre un espacio, un nuevo campo, con una cierta unicidad, que la aleja del
escritor, de sus personajes, de sus tendencias. En ese lugar creado se hacen
posibles otras historias, narraciones que no cabían en el mundo ficcional ya
dado.
Por eso, tienen un lenguaje que se desplaza del anterior, unos
argumentos que no siguen el curso trazado antes, unos formalismos hasta ese
momento inéditos que, generalmente, chocan con los anteriores, los niegan, al
presentarse como irreductibles a esa lógica que estuvo impuesta.
Tiene poco que ver con una suerte de recursos psicológico, mediante el
cual el escritor intentaría resolver algún drama personal, a través de una
psicoterapia; ni siquiera se trata de un desdoblamiento, menos aún de una
personalidad múltiple.
Hay que dejar la heteronomía plenamente asentada en los procesos y las
estructuras de la escritura, de las relaciones con los mundos de los cuales se
desprende. Es más una cuestión social que una personal. Cabe preguntarse, en
cada caso, que está diciendo sobre su entorno, sobre su contexto, sobre las
características del mundo en el que se vive. Por ejemplo, con la llegada de los
videojuegos, y el aparecimiento de los avatares, los heterónimos se trasladan
al espacio lúdico y redefinen los modos de constitución de la subjetividad y de
la socialización. Los heterónimos proliferan por todas partes.
Detrás del heterónimo como una estrategia de escritura se esconde, en
nuestra época, otro aspecto de la realidad que debe tomarse en cuenta. La
llegada y generalización de los heterónimos ahueca lo real, mostrándolo como
efectivamente es: medio-real. A su vez, la ficción también se coloca en su
debido lugar, se torna: medio-ficción.
De otro modo: lo real siempre es medio-real y medio-ficción; y la
ficción siempre es: medio-real y medio-ficción. Yace aquí una radical
incompletitud de todo lo que existe, de donde se desprende tanto los límites de
lo enunciable y de lo dedicible.
Un heterónimo no hace otra cosa que batallar constantemente contra lo
real para sacar a la luz su parte ficticia, perecedera, efímera, inconstante.
Un heterónimo se choca a cada paso con aquello que indecible y lo indecidible e
imagina una forma de decir y decidir.
Devuelve a la imaginación su papel crucial en cualquier forma de vida,
porque solo a través de ella podemos manejar esa mitad ficticia de lo que nos
rodea, esa carga de irrealidad de lo que somos, ese carácter inherente de
nuestra contingencia; y la apertura a otras realidades –medio-realidades- que
nos esperan adelante.
Sin ese carácter ficticio de lo real –y de los sujetos- que el
heterónimo descubre quedaríamos atrapados en un eterno presente sin futuro
posible.