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domingo, 4 de marzo de 2018

TEORÍA DE LA FORMA: MÁQUINAS ESCÉNICAS. 3.



4.2.   Ernesto Ortiz: geometría salvaje.


Claudicar tiene dos acepciones: la más conocida que se refiere a ceder ante las presiones o inconvenientes; y aquella que tiene que ver con problemas circulatorios que hacen que un miembro falle, que la marcha tenga que detenerse momentáneamente. 

A lo largo de la obra la Srta. Wang claudica: mientras el resto de bailarines hacen su coreografía fluidamente, sin interrupciones, ella se detiene, se inclina, se toma de la pierna como si fuera un movimiento voluntario, pero en realidad oculta una falla, una necesidad de detenerse, un no poder seguir adelante. Inmediatamente la Srta. Wang se recupera y sigue adelante. 

Este movimiento aún irá más lejos: vemos cómo se le dobla el tobillo una y otra vez, percibimos esa leve inestabilidad cuando camina con sus tacos altos, cómo no puede seguir el paso de los otros bailarines. Claudicar se convierte en un leitmotiv de la obra, la vemos aparecer intermitente y nos somos llevados rápidamente a mirar en otra dirección; ella misma se repone rápidamente y continúa con su camino. 

El registro de esta claudicación física va más allá de una función metafórica. Por el contrario, se convierte en el elemento que penetra en el resto de la obra, obligándola a ir en una determinada dirección. 

Esta claudicación invade el texto, que se corta, se rompe, se torna reiterativo, se niega a avanzar hacia un argumento, hacia una historia contada completamente, cerrada, racional, argumentada. Esa iteración, esa falla, esa escansión, regresa sobre sí misma de modo recursivo: un ciclo de claudicaciones físicas y textuales se suceden, cada una apelando a la otra en búsqueda de un sentido imposible. 

La nostalgia que invade la obra –y que se hace más fuerte en los momentos de mayor apropiación de 2046 de Wong Kar-wai-, no proviene de esta película; aquí la nostalgia surge de la imposibilidad de decir, de contar, de narrar, de realizar los movimientos completos, sin interrupciones; su núcleo está en la claudicación.

La Srta., Wang claudica ante la vida, ante la existencia entera, resumida en esa confusión central: ¿él habrá prometido volver o me habré imaginado que lo dijo? Es una indistinción que penetra en la trama de la obra, que no permite que se cuente la historia desde alguna verdad establecida. Los recuerdos son confusos, la memoria se deshace y queda esa nostalgia, no tanto de la promesa, sino de la certeza que nos permite distinguir entre lo que fue real y aquello que imaginamos. 

El resto de personajes que acompañan a la Srta. Wang, la coreografía entera, se ven invadidos por esa recurrencia: sus movimientos regresan, sus desplazamientos se repiten, las secuencias evolucionan solo para volver al mismo sitio. 

Y en medio de esta secuencia se inaugura la “ciencia de los secretos”: cada uno susurra a los oídos de los otros un secreto que no alcanzamos a escuchar. Los secretos, como bien sabemos, están hechos para ser contados, para contaminar al que nos oye y volverlo cómplice o hacerlo parte de nuestra intimidad; frase que se dice tan a menudo: “Ven, te cuento un secreto”. El secreto introduce una nueva narración en medio de la que se está contando, fractura los sucesos y anuncia unos distintos que por ahora ignoramos. 

Quizás el secreto que nos cuenta la obra, “solo a nosotros los espectadores”, tiene que ver con la sensibilidad, con la estetización del mundo: cuelgan ordenadamente los objetos, las cortinas, los paneles con las palabras que deben ser dichas, con la música que marca un ritmo ideal que contrasta con la obra, la coreografía entera hace parte de este gesto. 

Y este momento estético de la existencia se distancia de cualquier virtuosismo moderno o decadente; está hecho de rupturas, de escisiones, de indecisiones, de planos de indecibilidad, en donde el leitmotiv retorna intermitente hasta que las luces se apagan.


Esta obra de Ernesto Ortiz se resiste a la mirada, está hecha para resistirse a la mirada; se vuelve difícil penetrar en ella, a pesar de la cercanía y de que nos interpela directamente. Una vez que termina, nos invade un silencio. Las palabras se niegan a brotar, las gargantas cortadas nos dejan mudos. 

Días después, cuando el alma vuelve al cuerpo, las primeras impresiones se vuelven frases, los movimientos de la danza se convierten en enunciaciones, las significaciones brotan del suelo fértil de la imaginación.

La primera idea viene del mismo título y de la serie de textos que acompañan a la coreografía: la distancia es una línea imaginaria… Hay en el conjunto de secuencias, yendo y volviendo sobre las mismas líneas, una geometría que subyace a los que somos: cada uno sigue estos recorridos que siempre están marcados, cada uno está preso de estos círculos, de estos cuadrados, de estos triángulos, cada uno con su recorrido predeterminado, con la “secuencia” de acciones preestablecidas.

Sometidos a esa geometría salvaje, los cuerpos tratan de escapar por sus tangentes, se buscan, se juntan, empujan los muros sin puertas, sin salidas. Cuerpos lanzados por una tangente que no encuentra su destino en su caída interminable.

Al final, todos somos esa figura intrigante en las escaleras, que ni siquiera es testigo de lo que pasa, sino una persona anónima regando las plantas, subiendo y bajando, calzándose o descalzándonos.

Y de pronto, esos gritos, esos chillidos de cuervos, de urracas, de voces trasnochadas, que irrumpen haciendo estallar el espacio armónico de la geometría, solo para volver a su estado original, a las figuras ocupando espacios delimitados.

Aquí no se trata de qué emociones te trasmite la obra, ni de las sensaciones que te deja. Aquí no está el juego de las intuiciones. Aquí es esta racionalidad de las líneas imaginarias que, en vez de conducirnos a un destino manifiesto, nos llevan a la banalidad de la existencia: un pie de limón.

Sobre estos dos elementos, la obra entera se construye: unas geometrías, unos gritos, unos cuerpos oscilando entre unos y otros, unas almas perdidas, unos espíritus vacíos y vaciados de sentido, una imposibilidad de expresar lo que sentimos, unas palabras que las escuchamos lejos y a las que respondemos sin cesar: “¿Entendieron? No”

Y de regreso a la existencia, a la búsqueda de la línea que debe seguir, de la figura a la que me pertenezco: este círculo virtuoso y monstruoso del cual no escaparé jamás… entonces, grito. Entonces, debo quedarme en el presente absoluto sin seguir la línea imaginaria que me conducirá al pie de limón.

La distancia es una línea imaginaria entre mañana y un pie de limón es una obra básicamente formal, que se aleja, mucho más que otras, de cualquier intento de representación, menos aún de un argumento a ser contado. Pero este formalismo de la obra no se encuentra únicamente en los dispositivos gestuales que han sido utilizados para su puesta en escena, sino que una determinada forma ha sido indexada de esta manera. Es la historia de una forma.

Precisamente se torna difícil para el público en la medida en que se le invita a hacer una experiencia de la forma, a apasionarse por la forma que están viendo, con sus secuencias, desarrollos, cadencias, ritmos, arritmias, con sus incongruencias como la chica en las escaleras que simplemente está allí, casi sin hacer nada, que nos invita a pensar que se trata de ella, pero que, en realidad, no se trata de ella. Está allí para provocar ese equívoco. Quizás incluso para representar la banalidad de la presencia del espectador.

Entonces, hay en esta obra un pathos-formal: una pasión por la forma y una pasión que se expresa en la forma. Pero, ¿cuál es esta forma que se ha puesto en juego en esta coreografía? ¿Qué tipo de máquina abstracta dancística se ha producido?

Lo que los cuerpos de los bailarines ponen en gesto -y el mismo gesto completo que inventa la obra- tiene que ver con la dualidad entre el orden y el desorden, entre la geometría y el grito, que a momentos se funden para convertirse en la geometría del grito, en el aullido que se obligado a entrar en razón, a volverse secuencia, simetría, cinetismo controlado.

La dualidad se pone en obra, se vuelve cuerpo y movimiento, disposición y dispositivo. La dualidad de geometría y grito, en su forma pura, “suprematista” diríamos siguiendo a Malevich, es lo que aquí se persigue de manera incesante y no sabe si se ha alcanzado.

El público es invitado a penetrar en esta lógica, a experimentar esa dualidad como tal, en su estado abstracto. No es esta geometría salvaje al servicio de la Srta. Wang, ni de otra narratividad; no es un grito que provenga de una situación específica, de un dolor o de un sufrimiento que reconocibles. Es el grito por el grito, que ha llevado a la muchacha de Munch lejos de la bruma y del puente, y la ha colocado en medio de una clase de geometría analítica. Ella finalmente solo espera que el profesor acabe de trazar círculos, líneas, diagonales, recorridos tangenciales, aproximaciones infinitas, para ir tras el prometido pie de limón.

Lo que era claudicación momentánea en la Srta. Wang, aquí se vuelve grito; lo que era historia casual, fragmentaria, borrosa e imprecisa, aquí se vuelve férrea disposición de recorridos, movimientos controlados, secuencias trazadas rigurosamente siguiendo un patrón establecido. Por eso, en La distancia es una línea imaginaria entre mañana y un pie de limón, la exigencia de precisión, de rigor de bailarín es todavía mayor. Los cuerpos están obligados a decir simultáneamente: miren este mundo ordenado, vean cómo cada uno de mis gestos se combina y se articula con el otro, huelan esta perfección de los instantes y de los movimientos; y luego, con igual brutalidad, los chillidos de los cuervos rompen la “perfección del instante”, hacen que brote sangre en el cuadro abstracto.

Pareciera como si, por los efectos de esa magia popular tan imaginativa, el pueblo ruso, tan torturado, viera sangrar a uno de sus íconos: el cuadro Blanco sobre blanco de Malevich; como si toda abstracción, la de los gestos que trazan estas geometrías, contara un sufrimiento del cual no teníamos conocimiento.

La distancia es una línea imaginaria entre mañana y un pie de limón pone en gesto el orden y el dolor del mundo, y por eso solo puede estar presente como forma de los cuerpos que trazan unas geometrías en las que se encuentran prisioneros.

4.2.3. Vanishing act.

¿Qué gesto formal se pone en obra en Vanishing Act? ¿Qué pasión gestual atraviesa la coreografía? Una vez que ha llegado a ese límite de la geometría salvaje de La distancia es una línea imaginaria entre mañana y un pie de limón, ¿hacia dónde dirige su mirada? Está claro que es hora de regresar hacia una propuesta concreta, pero armado con los descubrimientos anteriores.

Hay algunos temas que se nos presentan desde el primer momento, en torno a los cuales la obra circula, va y viene en esa redundancia que, a veces, pareciera colocarnos en un callejón sin salida, en donde únicamente podemos repetir las mismas acciones.

En Vanishing Act encontramos a la novia que sacude el vuelo de su vestido, que lo limpia y lo arregla, que habla y luego recorre lentamente el escenario, para desaparecer y volver a aparecer. Dos mujeres en un tocador, que se arreglan, juegan a las cartas, hacen volar aviones de papel. Dos figuras masculinas también con vestidos para la fiesta y luego otros personajes más anónimos que llevan el movimiento de la obra.

Es un site specific en la medida en que se articula con este espacio en concreto, en donde lo fundamental es el largo corredor y las entradas laterales, de lado y lado, por las que los bailarines entran y salen; esto es, hacen su propio vanishing act.

La forma-gesto, la forma que se funde en el gesto y el gesto que se torna forma, inventa una máquina corporal colectiva, conformado por una serie de dispositivos, que funcionan como índices antes como símbolos. La forma-gesto se torna primero índice; esta es su semiótica.

Así su modo de significación se orienta, más bien, hacia señalar, mostrar con el dedo: miren, eso que está allí, que se muestra por sí mismo, que se espera que sea comprendido de este modo; y, por otro lado, huye de cualquier semiótica de la simbolización, en donde cabría preguntarse: de qué se trata todo esto. Desde luego, la respuesta sería: mire por usted mismo, está allí frente a sus ojos.

¿Hacia dónde apunta este carácter de índice de la obra, diríamos en su indicidad? ¿Qué nos está mostrando Vanishing Act en su inmediatez? ¿Qué nos pide que percibamos y hacia qué gesto remite la obra entera que luego se deshace en los movimientos y los estados de la coreografía?

Y esta máquina abstracta contiene un mecanismo, que se presenta como un mechanema que une al mismo tiempo la noción de parte funcionante de la máquina y una maquinación, un plano subterráneo por donde circulan segundos pensamientos, referencias, anotaciones, conspiraciones.

Vanishing Act es un mechanema, porque une esa serie de mecanismos coreográficos junto con unas maquinaciones, no tanto en su sentido negativo que tiene en el español, sino simplemente referido a esa serie de ideaciones, divagaciones, elucubraciones, que tenemos en nuestro interior cuando queremos enfrentar una situación, controlar el destino que se nos va de las manos.

El mechanema Vanishing Act está articulado en la serie de dualidades que recorren la obra, que se oponen, dialogan, se cruzan, se separan y que son la forma-gesto de la obra:

-        Ritmo, arritmia
-        Rapidez, lentitud
-        Equilibrio, desequilibrio
-        Vertical, horizontal
-        Agitación, quietud
-        Composición, descomposición
-        Movimiento, estatismo
-        Palabra, grito
-        Encuentro, desencuentro
-        Banalidad, tormento
-        Azar, destino

Cada uno de estos aparece y desaparece, entra y sale, como si cada movimiento debiera tener un contra-movimiento y cada acción, una reacción opuesta. La agitación se sucede con la quietud, las sacudidas de la cabeza con la lentitud del maquillaje, el lento caminar de la novia junto con la rapidez de la bailarina atrapada en un ciclo acciones interminables.

¡Qué lindo sería desaparecer! ¡Qué hermoso sería aparece para volver a desaparecer, entrar solo para anunciar que estamos de salida! ¡Encontrarse para despedirse! Y cada personaje se mete en su interior porque lo que dicen, lo hacen para sí mismos. No nos cuentan nada, no nos narran nada.

Nos muestran los naufragios diarios, los hundimientos personales que quizás se convierten en esa manera de bucear en nuestro interior. Cada uno verá qué se dice a sí mismo. Ernesto Ortiz de dice todo esto en nuestra presencia.

El inconsciente colectivo dancístico remite a la batalla, a las confrontaciones, a las oposiciones, a la guerra civil permanente, en donde, por alguna razón demasiado utópica, pedimos que alguien en medio de “la batalla piense en mí”. En sus palabras:

“Mañana en la batalla piensa en mí.  No habrá nada más que hacer, nada más”.

Bibliografía.

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––––Obras de teatro y Danza:
Teatro:
Elizabeth o la esclavitud.
               Autor: isidro Luna
               Dirección: Andrés Vázquez
               Grupo de teatro de la Facultad de Artes de la Universidad de Cuenca
               Estreno: Teatro de la Facultad de Artes.
               Fecha:

Danza:
Coreógrafo: Ernesto Ortiz
La Srta. Wang.
La distancia es una línea imaginaria entre mañana y un pie de limón      

Alina 0.4
Vanish

TEORÍA DE LA FORMA: MÁQUINAS ESCÉNICAS. 2.



4.  Máquinas escénicas:

4.1.  El maximalismo experimental de Andrés Vázquez.

En el montaje de Elizabeth o la esclavitud de Isidro Luna, Vázquez opta por el maximalismo en todos los aspectos, con una fuerte carga experimental que, además, se propone funcionar como una máquina abstracta. Como se ve este es todo un programa.

Derivando esos conceptos de la teoría de la forma y confrontándose con la evolución de su propia práctica teatral, Vázquez toma Elizabeth para someterla a su trabajo, para rastrear en ella el cúmulo de esclavitudes y, simultáneamente, colocar otras temáticas que solo pueden provenir de los dispositivos de montaje que ha articulado.

Esta máquina abstracta, que recuerda Tretiakov, en la medida en que pone el máximo de elementos para producir un efecto sobre el público, para llevarlo hacia donde quiere, para meterle en el desconcierto y obligarle a pensar sobre lo que está mirando. Se apela a un espectador activo que, incluso, al final de la obra debería gritar su gusto o disgusto, su conformidad o disconformidad. Hay una preocupación central, que tiene que ver con el diseño explícito de las reacciones, las apelaciones a la sensibilidad, las imágenes, los razonamientos, que se quiere provocar sobre el público.

Siguiendo a Umberto Eco, la indexación de la obra a través de esta puesta en escena concreta, presupone un espectador ideal, un “público interpretante” que es el que realmente toma contacto con el conjunto de dispositivos de la máquina teatral. (Eco, 1987)

Desde luego, esa máquina teatral ha cambiado, se ha desplazado hacia el orden simbólico siempre de la mano de la puesta en escena. Así, se introduce una televisión que siempre muestra la misma imagen, un sillón destartalado que se desplaza de un lado al otro del escenario como si tuviera vida propia, creando un espacio de habitabilidad, un lugar para contar historias, unas silla de ruedas sobre la que va la protagonista, una puerta lateral a través de la que no solo se sale sino se espía lo que pasa en el escenario, una música que trata de contar su propio cuento, y sobre el piso hecho de madera de reciclaje, se ha pintado una imagen del test de Rorschach.

Esta imagen que exige el esfuerzo de ser captada, es lo que confiere sentido último a este aparataje, lo que muestra que no solo es una puesta en escena más, sino que se ha puesto en juego -siguiendo a Eisenstein- el inconsciente colectivo, el espíritu del grupo, un cierto intelecto general, o como se quiere llamar, que lleva la historia de Elizabeth más allá de los límites de la negritud, de la inversión de la esclavitud: ama negra, esclavo blanco.

Y es ese teatro de la multitud que vuelve a aparecer, bajo los rastros de ese olvidado teatro de la Rusia revolucionaria, cuando los personajes se dividen, se segmentan, se multiplican; cuando el sí mismo estalla, cuando la subjetividad se convierte en subjetividades y los esclavos batallan entre sí, como si estuvieran conectados por una corriente común que les atravesara por dentro, que hacen que uno sienta lo que el otro sufre, que uno diga lo que el otro piensa, que el cuerpo de uno sea sometido al trabajo brutal que se lleva sobre otro cuerpo.

Dentro de máquina se producen las actuaciones, se construyen los personajes; o más bien, los semi-personajes, los personajes demediados, como si hubieran estallado y cada uno hubiera adquirido su propia corporalidad.

Aparte de estas corporalidades con sus gesticulaciones, lo que se pone en gesto -otra Eisenstein- en la secuencia completa de montaje, no es otra cosa que la extensión de la esclavitud al conjunto de ámbitos de la vida y el efecto que tiene sobre nosotros, de despedazarnos. Es esta situación la que se proyecta -en el sentido de Rorschach- sobre el conjunto del montaje, la que conduce a que el texto sea literalmente “torturado” para obligarle a decir lo que se ha puesto en gesto.

Un gesto que es ante todo formal, pero que remite a un “contenido de la forma” a través de ese poner en gesto, de este procedimiento de indexación a través de la máquina construida, de ese intelecto general que ha sido puesto en obra y que no puede sino existir como masa.

No es extraño que una obra clave, producida como ejercicio pedagógico en la Escuela de Artes Escénicas de la Universidad de Cuenca, sea En la multitud de Isidro Luna, en donde la propuesta formal, dramática, consiste precisamente en poner en escena a un actor-colectivo, a un actor-masa, que se mueve, se parte, se diferencia, se divide, se confronta consigo misma para volverse a reunir.

Allí, y únicamente allí, se pueden individualizar ciertos personajes que existen en un transcurso bastante limitado en la obra y vuelven a su estado de multitud, a perderse en la masa, que les acoge y les disuelve en el colectivo.

Se podría decir que en casi todos los montajes realizados por Vázquez encontramos algún elemento, algún gesto, que proviene de la necesidad de poner a la multitud en escena que, muchas veces, se acerca a la tentación de colocar al público como tal en el escenario, como parte del hecho teatral, fundiendo teatro y vida.

Las cuestiones del método dramatúrgico se trasladan desde su origen barbiano hacia algo que le hemos denominado posbarbiano y más adelante, método caníbal -correspondiente al teatro caníbal- No es que haya desaparecido la técnica barbiana, que sigue estando allí como manera de huir del realismo o del naturalismo, pero ha dejado de ser el centro, el núcleo a partir del cual todo se formaba y se producía el encuentro entre la construcción del personaje y el texto.

Ahora el método barbiano ha sido predado, consumido productivamente en cuanto entra a ser parte de los insumos de la máquina abstracta teatral, como un dispositivo más entre otros. Y sobre ciertas corporalidades y gestualidades que se construyen, se coloca como su principio organizador el montaje, con sus dispositivos y disposiciones, con sus unidades operativas que se articulan entre sí para determinar unas secuencias, unos ritmos.

El método, en plena fase de investigación y formación, es conducido de manera enteramente experimental, casi como ensayo-error, como búsqueda, encuentro, desechando aquello que no concuerda, inventando sobre la marcha, elaborando una y otra vez, diagramas, boceto, porque lo primero que se imagina son las puestas en escenas: puesta en escena, puesta en juego, puesta en gesto.

Una experimentalidad que, en vez de esconderse, se trasluce plenamente en Elizabeth: en los juegos con el robot-maniquí, en el erotismo con la máquina, en la imposibilidad de comunicación entre los seres humanos, entre la serie interminable de mediación que no llevan a fin alguno, sino que se convierten en medios de medios, en medios sin fin. Este es el caso del desdoblamiento de los personajes, de esclavo en esclavos, de la ama en amas, en donde cada uno mantiene el mismo estatus que el otro y ninguna predomina o conduce la acción. A momentos se supeditan, solo para invertir el proceso.

Conjunto de dispositivos que hacen que la máquina abstracta funcione, que se aproximan más a una secuencia o módulo de software, antes que a los procedimientos procesuales metafísicos deleuzianos. Aquí lo maquínico se vuelve operativo, ya no en el sentido de Tretiakov alucinado por las cadenas de montaje industrial, ni tampoco cercanos de la posmodernidad, en donde todo se resuelve en el performance. No hay performance en Elizabeth. Hay teatro, en el sentido estricto del término.

Por eso, esta máquina teatral abstracta, formal, introduce en secuencias, bucles recursivos, redundancias, resultados que son fruto de la misma operatividad a través de la cual la obra se hace, se procesa y queda condensada en un determinado resultado.

Elizabeth muestra, con precisión, los distintos lados de la forma y su relación con una determinada textualidad, con una temática precisa que se cuenta: la esclavitud invertida. Pero, no se trata de que unos significados son simplemente transportados por unos significados, sino que el conjunto de dispositivos con todos sus elementos -su aparataje completo- tienen una significación propia que entra en relación con los significados textuales.

Esta relación en Elizabet no camina en dirección a un encuentro, a la búsqueda de cierta unidad perdida, sino que es la confrontación entre dos planos que choque, hasta violentamente en ciertos pasajes del montaje de la obra.

El plano de las significaciones del texto es predado constantemente por la forma del montaje: ama negra que se parte en varias figuras femeninas, figuras humanas que chocan con el robot en el sofá con el que se relacionan eróticamente, esclavo negro que se transforma en una serie de esclavos blancos. Y el aparataje del montaje que vuelve redundante y recursivo ese otro plano formal: la televisión, el sofá, la silla de ruedas. En último término, la esclavitud en su forma clásica, trasladada a las esclavitudes de todos los días en todos los aspectos.

En el montaje de Elizabeth chocan estas esclavitudes, se fragmentan, se deshacen, se rehacen, hasta que, finalmente, podemos quedarnos con la mujer negra que entra y la mancha del Rorschach dibujada en el piso. ¿Es un juego de proyecciones? ¿Ha sido el conjunto de lo que hemos visto inmotivado? ¿Está allí para que nos proyectemos o, por el contrario, es esa esclavitud la que se proyecto en nosotros, los espectadores?

Por lo tanto, no se trata solamente de estructuras que serían asignificativas y que remitieran exclusivamente a sensaciones, a afectos, a imágenes, en un teatro no referencial o que intenta romper con la referencialidad del texto. Lo que está en obra más bien es una determinada indexación de la forma-teatro que elabora una máquina -con sus dispositivos y disposiciones- y que termina por hacer que se trate de esta obra concreta, como una unidad. (Kirby, 1987)

Y es la elección de una distinción la que marca el campo en donde Elizabeth existe: esclavitud/esclavitudes.

Solamente a partir de este elemento cabría plantearse la cuestión del público, preocupación constante en Andrés Vázquez, que se propone en cada montaje, una reflexión sobre el espectador: ¿a dónde se le quiere llevar?, ¿qué se quiere que sienta?, ¿qué reacciones se esperan?

Al contrario de los sostiene Kirby, la relación no se da directamente entre la obra y el espectador, a pesar de las apariencias. No se trata de un teatro estructural que es entendido por el espectador de acuerdo cada historia personal, de un modo completamente subjetivo. (Kirby, 1987)

Por el contrario, como ha mostrado Umberto Eco, la obra se dirige ya no a un lector modelo, sino a un “espectador modelo”, que está presupuesto en la máquina de montaje concreta que se ha puesto en juego. Este es el mediador entre la obra y el espectador; allí caben diversos grados de coincidencia, acuerdos o desacuerdos, entre ese público y el “público modelo” que funciona como interpretante. Ciertamente que ese espectador modelo tampoco coincide con lo que el director ha tratado de hacer; diríamos que más bien se trata de un “inconsciente teatral” que ha sido convocado y que es aquel que se desprende de la obra tal como finalmente la vemos sobre el escenario.

¿Qué espectador modelo maquina Elizabeth o la esclavitud? ¿Cuál es su interpretante teatral? No puede ser otro sino esa “functor” que pone en marcha la máquina teatral de esta obra y que empuja cada aspecto hacia la confluencia/disociación entre esclavitud/esclavitudes y, quizás, una crítica a las teorías psicológicas del self.

Un sí mismo imposible, que estalla en sujetos y subjetividades bajo el efecto de esta máquina de esclavitudes que la obra proyecto sobre nosotros.