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domingo, 7 de abril de 2013

COSAS-CONCEPTOS.

La manera estándar de relacionarnos con el mundo, que se ha convertido en nuestro sentido común, nos dice que con las cosas hacemos una serie de actividades: golpeamos con los martillos, manejamos un auto, hablamos con el celular, escribimos con la computadora. Las cosas para nosotros son, ante todo, instrumentos.
A su lado colocamos los pensamientos, las ideas, que se convierten en los conceptos con los que comprendemos el mundo. Tenemos claro lo que es el concepto de bueno, malo, hermoso, feo; y separamos claramente la idea del mundo del propio mundo. Aquí está el concepto de “software” y en este momento estoy usando uno específico llamado Word. No cabe confusión alguna.
Sin embargo, la separación que establecemos entre los conceptos y las cosas efectivamente no es tan radical. Comencemos por decir que esas cosas de las que hablamos están vinculadas desde antes de que existieran a una idea que fue tomando forma: la idea del celular y el celular, la idea del martillo y el martillo. Hay un constante paso de las ideas a las cosas, porque para producirlas tenemos que imaginarlas, diseñarlas, construirlas y colocarlas en el mundo real.
Desde luego que los materiales que usamos para  construir las cosas se resisten a nuestra acción; quiero decir, que debemos tomar en cuenta sus características, sus propiedades químicas o físicas, sus elementos estéticos y hasta su precio.
También sabemos muy bien que las cosas transportan nuestros deseos y nuestras emociones. Nos expresamos con las cosas: le damos a alguien un regalo, que va más allá de lo que la cosa es y transporta un sentimiento que va de una persona a otra: “te regalo este libro en agradecimiento por…”
Y vivimos todos los días, aunque sea de modo inconsciente, una relación estrecha con la ropa que usamos, que se vuelve parte de nuestra identidad, de lo que somos y de la manera cómo nos mostramos ante los demás. Así podríamos acudir a miles de ejemplos porque somos personas con cosas y no solo personas.
Cuando diseñamos un objeto, partimos de unos conceptos, de una estética, de unos afectos y tomamos en cuenta la estructura de las cosas a las que tenemos que someternos. Por otra parte, esperamos que, a la gente que posee ese objeto, le sirva como instrumento, como medio de expresión de sus afectos o como parte de la conformación de su sensibilidad.
Hasta aquí, todo esto es harto conocido; forma parte de la manera en que nos han enseñado a pensar y a actuar, profundamente involucrados en la dualidad de las palabras y las cosas, de las ideas y el mundo, del interior y el exterior.
Se trata, entonces, de ir más lejos, de rebasar este paradigma dualista que opone las cosas a los conceptos, de mostrar que su separación no se sostiene y que en la vida diaria, la distinción está lejos de ser precisa y que la una tiende a colapsar en la otra, especialmente cuando se introducen nuevos materiales, tecnologías electrónicas, biotecnologías, espacios virtuales.
Tomemos el caso de un celular inteligente, de un smartphone. Ciertamente que se puede decir que es un instrumento de comunicación y que encarna una serie de conceptos que provienen del trasfondo cultural y que transporta innumerables significados que hemos puesto en ellos; por ejemplo, el gusto, el prestigio, el mecanismo indispensable de sociabilidad.
Pero un smartphone es mucho más que esto: es un concepto con el cual pensamos, constituimos y nos apropiamos del mundo. Nos lleva directamente a una realidad que antes no existía: la inmediatez del acceso a la información, la manipulabilidad del mundo, la continuidad casi sin ruptura entre el yo y la red a la que pertenezca, la presencia que no desaparece jamás porque siempre estás conectado, la imposibilidad de desaparecer, porque aunque lo hagas, la imagen virtual que has elaborado sigue allí, después de ti, a pesar de ti.
Es el concepto de un mundo que añade elementos reales que antes no estaban allí –un enriquecimiento ontológico, una pérdida ontológica, una alteración de la realidad en el sentido que sea-
No hay concepto y cosa, sino concepto-cosa: smartphone. Esto podría dar lugar a que hubiera un privilegio en uno de los dos términos; en este caso, como si el concepto fuera más importante que la cosa; por eso, hay que insistir en su simetría: cosa-concepto, que explica de mejor manera lo que es ese teléfono inteligente.
Cuando diseñamos no solo estamos fabricando instrumentos a partir de ideas, estética, mercados, sino que estamos realizando una producción intelectual. Los diseñadores son trabajadores intelectuales en la medida en que hacen cosas, que son cosas-conceptos que le dan forma al mundo, que hacen que el mundo sea lo que es.
(Para ampliar la discusión hay como remitirse a esta bibliografía básica.)

Bibliografía.
Clarke, A. (2001). The aesthetics of social aspirations. En D. Miller, Home Possessions (págs. 23-41). Oxford: Berg.
Henare, Holbraad, Wastel. (2007). Thinking through things. Theorising artefacts etnographically. London : Routledge.
Holbraad, M. (2010). Can the things speak? London: Open Anthropology Cooperative Press.
Horst, Heather and Miller, Daniel. (2006). Cell phone. An anthropology of communication. Oxford: Berg.
Miller, D. (2001). Home Possessions. Oxford: Berg.
Miller, D. (2001). Possessions. En D. Miller, Home possessions (págs. 107-121). Oxford: Berg.
Miller, D. (2005). Materiality. Durham: Duke University Press.

martes, 19 de marzo de 2013

FENOMENOLOGÍA DE LOS OTROS

Las fenomenologías nos han dejado muchas cosas buenas, especialmente las que se refieren al método para entender nuestra conciencia; como decía Hegel en la Fenomenología del Espíritu: “es la ciencia de la experiencia de la conciencia.”
Más adelante, sobre todo Husserl, indicará el camino a seguir: la conciencia intencional encuentra que no existe la conciencia sin los objetos, sin la realidad que le es externa e independiente de su subjetividad. Además, como una parte fundamental del movimiento de la conciencia propia, encontramos a otros que nos hacen frente de un modo distinto que las cosas. Descubrimos que hay otros que son como nosotros y desde allí, emprendemos el viaje hacia la intersubjetividad, con los enormes problemas que esto trae.
Ian Bogost, en Alien Phenomenology, da un paso más e introduce la fenomenología de las cosas, de un modo no antropocéntrico: tenemos que descubrir el punto de vista de las cosas, sus modos de acción, la manera cómo aprehenden el mundo, que precisamente no es reducible a la  experiencia de la conciencia.
Entonces hay un ego que se constituye y que puede decir: yo con las cosas, yo con los otros, en las innumerables variantes que esto ha tenido en el pensamiento occidental. Se forma un ego intencional e intersubjetivo.
Lo que quiero poner en cuestión aquí es el primer movimiento de la fenomenología y, como su consecuencia, la apertura a una serie de fenomenologías, no solo las teorizadas por el realismo especulativo, que se dirige a entender las cosas por ellas mismas sin referencia a los seres humanos.
¿Es válido sostener que la experiencia fundamentante de la conciencia es esta capacidad de decir yo, aunque diga inmediatamente yo con las cosas, yo con los otros? ¿Es cierto que siempre partimos de la constitución y de los modos de conformación de nuestra propia conciencia? ¿Se debe admitir este narcisismo o, por el contrario, hace falta un pensamiento radicalmente antinarcisista?
Eduardo Viveiros de Castro señala, en Metafísicas caníbales, con toda claridad la magnitud de la tarea del desarrollo de una metafísica que no sea tanto anti-edípica sino anti-Narciso.
Comencemos por una serie de fenómenos, en los cuales podemos encontrar una serie de sujetos que están impedidos de decir yo, de alguna manera o de muchas maneras. Está, en primer lugar, el que decir: “yo; yo con las cosas; yo con los otros” es, ante todo, un hecho lingüístico. Tenemos que usar el lenguaje para poder pensar esa conciencia, esa experiencia fundamental de la conciencia.
Sin embargo, como decía Wittgenstein en las Investigaciones filosóficas, no hay lenguajes privados, todos son públicos. Por lo tanto, desde el inicio mismo, para decir lo más íntimo acerca de mí mismo, tengo que hacerlo con las palabras de los otros, de los que están allá afuera. Enunciar esto ego es un hecho lingüístico y por lo tanto, cultural.
Lacan insistirá en esta exterioridad del origen del inconsciente que no sería otra cosa que las palabras de los otros dentro de mí, organizando mi estructura psíquica, permitiendo que exista como ser humano. Solo porque hay otros que dicen “yo”, de modos distintos, me está permitido decir: “yo”.
Lejos de ser un fenómeno que estaría únicamente en el plano del inconsciente, esto de estar trabados en la posibilidad de decir “yo”, como fenómeno originario, en primer plano, es muy frecuente.
Mirando un concierto de Land-Lang, cuando este entra en el escenario, al fondo se podía ver un músico, vestido de traje formalísimo, rígido, inmóvil, con el violín sostenido por la mano izquierda, como si se hubiese quedado congelado, sin la menor expresión en su rostro. En este momento, a este músico, cuyo nombre desconocemos, cuya historia no importa, que está ahí para apoyar la destreza de la estrella del momento. ¿Se puede decir que este individuo, en este preciso momento, está en capacidad de decir yo? Y si lo hiciera, ¿alguien le oiría?
En cualquier aula, en la experiencia educativa de todos los días, hay alguien que está allí adelante, el profesor, que dice todo el tiempo: “yo, yo, yo….” Y un conjunto de alumnos que solo de manera secundaria, cuando el profesor se lo pide o se lo permite, alcanza a decir: “yo creo, yo pienso, yo opino”. Y aunque el alumno diga “yo”, tiene un estatuto ontológico menor; sus enunciaciones son secundarias en el hecho educativo, no constituyen conocimiento riguroso, están plagados de errores, no pueden acreditarse como válidas, no pueden auto evaluarse.
En las familias, cuando el padre habla: “yo he decidido que lo mejor para ti, hijo mío, al que quiero tanto, es que sigas esta carrera.” “Yo decido lo que puedes hacer y lo que no puedes hacer. ”¿Acaso el hijo está en capacidad de decir yo y si lo hace, es oído por el padre? ¿Escucha el padre al hijo, realmente? Pareciera que el hijo habla un idioma extraño, extraterrestre, que dice cosas incomprensibles, fuera de toda lógica. El padre siempre pretende que garantiza al sujeto –al hijo- más allá y por encima de sí mismo.
Cuando un gobernante y su equipo salen en los medios, hasta el cansancio, para decirle al pueblo –como ha sucedido tantas e innumerables veces en la historia-, que están haciendo la revolución, que la hacen en nuestro nombre, para nosotros; que nosotros somos objetos de la revolución y no los sujetos. ¿Puede ese pueblo, esa masa, esos oprimidos, decir: nosotros? En todo caso, dice: “nosotros quedamos profundamente agradecimos por lo que están haciendo en nuestro nombre y para nosotros.” Este es el mecanismo de los procesos de salvación.
Más bien deberíamos preguntarnos en todas las situaciones personales, sociales, políticas, en donde estamos trabados de decir “yo”, como experiencia primaria de la conciencia. Este “yo” se enuncia de manera constante, pero en tono menor, en voz baja, esperando que el poder, cualquiera que este sea,  no nos oiga.
La experiencia de decir “yo” depende de que otro diga primero y originariamente “yo” y solo entonces, alguien puede decir “yo”, que luego descubro que soy yo.
Introduzcamos aquí la hipótesis central, que será desarrollada más adelante: hay al menos dos formas de experiencia de la conciencia: aquella que está en capacidad de decir “yo”. Y aquella que primero se conforma como otro: “Yo, Lang-Lang”. Y el músico que está al fondo, mirándose a sí mismo: “Aquí hay otro.” Ese músico tendría que decir: “Hay un yo. Hay un otro.” Y solo entonces, el movimiento final: “Otro es yo.” Ese músico es el otro de Lang-Lang, trabado es su posibilidad de decir: “yo.”
Fenomenologías y no fenomenología. Una que proviene de toda la tradición occidental, en su génesis cartesiana: medito en la manera en que tengo experiencia de mi  conciencia. Otra que va en dirección contraria a la tradición cartesiana y narcisista: fenomenología de aquellos que dicen de modo originario: otro es yo. También esta es una fenomenología alien.