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jueves, 21 de enero de 2021

EL CONTENIDO DE LA FORMA. ENSAYOS SOBRE LA FORMA 6.

La reflexión de Hayden White en El contenido de la forma[1], permitirá clarificar algunos aspectos nucleares de la teoría de la forma. Comenzaré señalando que con más precisión estamos ante el análisis del contenido de la forma en un doble plano, como forma de la expresión y como forma del contenido; esto es, aquello que aporta de manera decisiva una forma cuando subsume a un cierto contenido y las transformaciones que provoca en dicho objeto.

White se pregunta por el papel que juega la narración respecto de la historia; esto es, ¿qué le sucede a la historia cuando es narrada teniendo en cuenta, además, que no es posible acceder a los hechos históricos sin más? La narrativa no es inocente, por el contrario, introduce sesgos, restricciones, deja cosas de lado, privilegia unos acontecimientos sobre otros.

Así frente a la mera enumeración de sucesos con fechas y personajes, la narración introduce su lógica discursiva: “Los acontecimientos no solo han de registrarse dentro del marco cronológico en el que sucedieron originariamente, sino que además han de narrarse, es decir, revelarse como sucesos dotados de una estructura, un orden, significación que no poseen como mera secuencia”. (21)

La narración como forma de expresión de la historia tiene su propio contenido que se impone al de los hechos, acontecimientos, sucesos históricos; por esto, no es un mero contenedor de cosas que pasan y que simplemente se reflejan; por el contrario, la narración les provee de una estructura y, más aún, construye los marcos de sus posibles interpretaciones y significados.

La historia se presenta a través de la narración como un todo orgánico en el que se puede hallar una racionalidad, unos recorridos, unas series causales con sus respectivas consecuencias, unas totalidades organizadas que son puestas frente a nosotros para nuestra comprensión:  

“Al contrario que la de los anales, la realidad representada en la narrativa histórica al “hablar por sí misma”, nos habla a nosotros, nos llama desde lo lejos (este “lejos” es la tierra de las formas) y nos exhibe la coherencia formal a la que aspiramos. La narrativa histórica frente a la crónica nos revela un mundo supuestamente “finito”, acabado, concluso, pero aún no disuelto, no desintegrado”. (35)

Y estos elementos provienen de los que White denomina “la coherencia formal” que viene dada por las exigencias de toda narración, de sus componentes argumentativos, retóricos y estilísticos. Coherencia formal que, si bien se levanta sobre los hechos que narra, va más lejos en su empeño de dar respuesta a las necesidades imaginarias de contar el pasado de acuerdo con los intereses del presente:

“Lo que he intentado sugerir es que este valor atribuido a la narratividad en la representación de acontecimientos reales surge del deseo de que los acontecimientos reales revelan la coherencia, integridad, plenitud y cierre de una imagen de la vida que es y solo puede ser imaginaria”. (38)

La narración histórica funde en un solo discurso los hechos y los deseos que volcamos sobre ellos, funde objetividad con subjetividad, interés con verdad, hecho con ideología. Así, terminamos por otorgar a la historia las características de los relatos: le ponemos un argumento, su respectivo desarrollo, unos personajes con su propia lógica y una secuencia formal que la historia tiene que cumplir:

“La idea de que las secuencias de hechos reales poseen los atributos formales de los relatos que contamos sobre acontecimientos imaginarios solo podría tener su origen en deseos, ensoñaciones, sueños. ¿Se presenta realmente el mundo a la percepción en la forma de relatos bien hechos, con temas centrales, un verdadero comienzo, intermedio y final, y una coherencia que nos permite ver el “fin” desde comienzo mismo?” (38)

Por esto White, siguiendo a Jameson, sostiene que narrar la historia produce una visión ideológica de esta que orienta la manera en que entendemos los acontecimientos; leemos la historia narrada de estos “ideologemas”:

“Por último, al tercer nivel, el texto y sus ideologemas deben leerse conjuntamente, en función de lo que Jameson denomina “la ideología de la forma”, es decir, los mensajes simbólicos que nos transmite la coexistencia de diversos sistemas de signos que constituyen en sí mismos rastros o anticipaciones de modos de producción”. (158)

Entonces se llega al entendimiento de la narración como contenido de la forma de la expresión histórica, que somete a esta a sus procesos de organización: estructuras, racionalidad, secuencias, argumentos, marcos de interpretación, entre otros.

Desde luego, en este breve ensayo no se pretende, y ni siquiera sería posible, discutir los largos y sólidos argumentos de Hayden White sobre el modo de hacer historia en Occidente; aquí lo importante radica en el análisis del valor propio que tiene toda forma, considerando, además, que todo lo que existe tiene una forma de hacerlo; esto es, la necesidad de, en cada caso, comprender a cabalidad el contenido de la forma.

Por ejemplo, cabría interrogarse por los efectos del cine de Hollywood sobre la historia: ¿de qué manera fundieron realidad histórica con ficción?, ¿cómo volvieron imagen su propia comprensión ideológica del pasado?, ¿de qué manera pusieron sus valores imperialistas en esa fusión? ¿De qué manera lograron que las ficciones fueran asumidas como verdades?

¿Qué pone este contenido de la forma? ¿De qué manera estructura el campo al cual se aplica? Incluso insistir en su conformación como condición de posibilidad de cualquier campo, porque la forma de expresión permite que la realidad se nos muestre ante nuestro conocimiento. Y una vez que se ha producido el par forma de la expresión/forma del contenido dilucidar en estos intrincados procesos los efectos ontológicos que tiene; esto es, su capacidad de hacer mundos.

La tesis de White tiene la capacidad de extenderse a otros campos diferentes de la narración histórica; en cada uno de ellos habría que explicitar los aspectos que la forma correspondiente produce en su capacidad de dar forma a un área de la realidad y, a su vez, de ser formada por dicha realidad.

Se puede ejemplificar con el caso de los videojuegos como Soma producido por Frictional Games en donde se introducen una serie de contenidos filosóficos que, al utilizar la forma videojuego, se transforman y adquieren otras dimensiones que antes no tenían. El debate filosófico se traslada a otro campo con nuevas connotaciones.

En Soma no se trata solamente de continuar la discusión sobre la relación dualista entre cuerpo y alma tan típica de Occidente, sino de colocarla en un nuevo medio, en el mundo virtual que es en donde efectivamente se están desarrollando los procesos de subjetivación. Dualidad que adquiere un matiz distinto, porque nos topamos con una consciencia sumergida en una crisis profunda en la medida en que no solo se encara con la dualidad cuerpo-alma, sino que ella misma se parte en dos: la mente y los procesos mentales que se trasladan a los medios digitales, como es el caso de la memoria y de la lógica de la argumentación.

Y todos estos debates inéditos están estructurados como juego, en donde hay que posicionarse en el debate filosófico, pero más que esto hay que jugar estos dilemas, en donde cada uno se convierte en protagonista, en héroe y toma en sus manos el destino de la humanidad entera; en este sentido el juego introduce una dimensión moral en la cuestión filosófica porque no se trata solamente de un posicionamiento teórico sino de hacer elecciones prácticas virtuales.

Ahora en la forma videojuego los debates filosóficos se convierten en cuestiones prácticas, al menos mientras dura el juego y, probablemente tendrá consecuencias reales en la subjetivación del jugador al haberse vuelto temporalmente un avatar sobre el que pesa, como se ha dicho, el destino de la humanidad.

Los análisis del contenido de la forma también servirían para comparar los efectos distintas formas de expresión tienen sobre la realidad; así, al contrario del efecto de los videojuegos sobre la filosofía, Facebook tiene un doble efecto sobre este campo: la proliferación de citas y frases filosóficas desprovistas de contextos que se presentan como verdades y la huida de la profundidad, el efecto de superficie que arrasa con cualquier intento de reflexión filosófica medianamente consistente.



[1] White, Hayden, El contenido de la forma, Paidós, Buenos Aires, 1992.

domingo, 3 de noviembre de 2013

EL DISCURSO DE LA POSTMODERNIDAD

Una de las batallas centrales de la posmodernidad se libró contra los grandes relatos que, al mismo tiempo, significó el privilegio de la performatividad, tal como fue enunciado por Lyotard en su más que clásico ¿Qué es la posmoderno? Luego vinieron las teorías expresivas, al estilo deleuziano, que colocaban el afecto por encima de cualquier otro elemento y que de igual manera despedazaron el discurso moderno.
Finalmente, hemos entrado en la era de la imagen, en el imperio de lo visual. Nuestra vida entera está rodeada de pantallas, que progresivamente alteran nuestro modo de percibir la realidad, porque se convierten en interfaces inteligentes que dan forma al mundo en el que existimos.
Por su parte, en el mundo de las artes y del diseño la performatividad, la expresividad y la tecnología van de la mano. Allí, más que en cualquier otro ámbito, las narraciones, las textualidades, los discursos parecerían haber huido y desaparecido definitivamente en el horizonte.
Estos fenómenos que forman parte de los lugares comunes que se repiten de modo incesante y que se convierten en programas de acción, en modas artísticas o del diseño, no pasan de ser simulacros. Si bien se puede admitir ese largo predominio de lo visual y de lo performático en casi cualquier espacio de la vida actual, sin embargo cabe la pregunta acerca de desaparición de las narraciones y los discursos.
En algunas artes, especialmente en el teatro postdramático, en ciertas corrientes de la danza y de manera espectacular en las artes plásticas, el privilegio de la performatividad y del volcamiento expresivo de un sujeto casi disuelto o de un cuerpo nada más que habitado por sus sensaciones, ha dado un paso más en su escape del discurso.
Y en último movimiento se dirige hacia la abolición ya no de las grandes narraciones o relatos, sino de los microrrelatos, en donde la meta casi sería la anulación completa de cualquier sentido o significado, o su reducción a una nebulosa indefinida que queda flotando en la más completa subjetividad del artista.
El riesgo en cada ejercicio no es otro que la banalidad que, lamentablemente, uno encuentra en estos fenómenos por doquier. Simulacros sin estética alguna colocados frente a nosotros como sucedáneos del arte. Cualquier intento de preguntar por el significado, por el sentido, se considera como retrógrado, incómodo, inútil.
A esta altura del desarrollo del mundo, en donde no tenemos frente a nosotros ni la más mínima posibilidad de una práctica y discursos revolucionarios, cuando solo vemos a nosotros el futuro como catástrofe humanitaria o ecológica, el “peligro” del regreso a grandes relatos es prácticamente inexistente. La modernidad no volverá ni siquiera como proyecto inacabado peor aún el socialismo.
Frente a este simulacro postmoderno tenemos que introducir la cuestión de las textualidades, los discursos, los significados y especialmente, por la representación. La tesis central que se sostiene aquí es que cada época está conformada por el par expresión/discurso, performatividad/narración, acción/texto. Foucault lo ha mostrado extensamente y Ranciére a la historia del arte. Los regímenes siempre son dobles: visuales y discursivos, aunque hay que insistir que sus relaciones, sus contraposiciones, sus privilegios e incluso el juego ideológico con el que acompañan varían de una fase a otra de la humanidad, de una cultura a otra.
Así que el tema no es de qué modo se ha disuelto la discursividad bajo el dominio de la performatividad, de qué manera la expresión ha devorado a la narración, sino de qué modo la hegemonía de lo visual ha creado su propia discursividad, cómo se expresan las nuevas narraciones en los espacios visuales.
Hay que decir que nunca como en nuestra época se ha dicho tanto, se ha hablado tanto, se ha escrito hasta el cansancio: blogs, páginas web, mensajes de textos, textos impresos y electrónicas. Las nuevas tecnologías de la información y comunicación no existen en medio del silencio sino inmersas en una selva de palabras que no dejan de decirse, repetirse, citarse, nombrarse.

Se trata, por lo tanto, de escribir el discurso de la postmodernidad, las narraciones desprendidas de la performatividad, los espacios infinitivos de las visualidades que son poblados por las palabras. Esto exigiría a que las artes visuales, las expresiones performáticas, hagan explícita la narración que contienen, los sentidos que la habitan, los significados que se desprenden de su superficie. Quizás de este modo dejen de ser simulacros banales de sí mismos.