La reflexión de Hayden White en El contenido de la forma[1], permitirá clarificar algunos aspectos nucleares de la teoría de la forma. Comenzaré señalando que con más precisión estamos ante el análisis del contenido de la forma en un doble plano, como forma de la expresión y como forma del contenido; esto es, aquello que aporta de manera decisiva una forma cuando subsume a un cierto contenido y las transformaciones que provoca en dicho objeto.
White se pregunta por el papel que juega la narración respecto de la
historia; esto es, ¿qué le sucede a la historia cuando es narrada teniendo en
cuenta, además, que no es posible acceder a los hechos históricos sin más? La
narrativa no es inocente, por el contrario, introduce sesgos, restricciones,
deja cosas de lado, privilegia unos acontecimientos sobre otros.
Así frente a la mera enumeración de sucesos con fechas y personajes, la
narración introduce su lógica discursiva: “Los acontecimientos no solo han de
registrarse dentro del marco cronológico en el que sucedieron originariamente,
sino que además han de narrarse, es decir, revelarse como sucesos dotados de
una estructura, un orden, significación que no poseen como mera secuencia”.
(21)
La narración como forma de expresión de la historia tiene su propio
contenido que se impone al de los hechos, acontecimientos, sucesos históricos;
por esto, no es un mero contenedor de cosas que pasan y que simplemente se
reflejan; por el contrario, la narración les provee de una estructura y, más
aún, construye los marcos de sus posibles interpretaciones y significados.
La historia se presenta a través de la narración como un todo orgánico
en el que se puede hallar una racionalidad, unos recorridos, unas series
causales con sus respectivas consecuencias, unas totalidades organizadas que
son puestas frente a nosotros para nuestra comprensión:
“Al contrario que la de los anales, la realidad
representada en la narrativa histórica al “hablar por sí misma”, nos habla a
nosotros, nos llama desde lo lejos (este “lejos” es la tierra de las formas) y
nos exhibe la coherencia formal a la que aspiramos. La narrativa histórica
frente a la crónica nos revela un mundo supuestamente “finito”, acabado,
concluso, pero aún no disuelto, no desintegrado”. (35)
Y estos elementos provienen de los que White denomina “la coherencia
formal” que viene dada por las exigencias de toda narración, de sus componentes
argumentativos, retóricos y estilísticos. Coherencia formal que, si bien se
levanta sobre los hechos que narra, va más lejos en su empeño de dar respuesta
a las necesidades imaginarias de contar el pasado de acuerdo con los intereses
del presente:
“Lo que he intentado sugerir es que este valor
atribuido a la narratividad en la representación de acontecimientos reales surge
del deseo de que los acontecimientos reales revelan la coherencia, integridad,
plenitud y cierre de una imagen de la vida que es y solo puede ser imaginaria”.
(38)
La narración histórica funde en un solo discurso los hechos y los deseos
que volcamos sobre ellos, funde objetividad con subjetividad, interés con
verdad, hecho con ideología. Así, terminamos por otorgar a la historia las
características de los relatos: le ponemos un argumento, su respectivo
desarrollo, unos personajes con su propia lógica y una secuencia formal que la
historia tiene que cumplir:
“La idea de que las secuencias de hechos reales
poseen los atributos formales de los relatos que contamos sobre acontecimientos
imaginarios solo podría tener su origen en deseos, ensoñaciones, sueños. ¿Se
presenta realmente el mundo a la percepción en la forma de relatos bien hechos,
con temas centrales, un verdadero comienzo, intermedio y final, y una
coherencia que nos permite ver el “fin” desde comienzo mismo?” (38)
Por esto White, siguiendo a Jameson, sostiene que narrar la historia
produce una visión ideológica de esta que orienta la manera en que entendemos los
acontecimientos; leemos la historia narrada de estos “ideologemas”:
“Por último, al tercer nivel, el texto y sus
ideologemas deben leerse conjuntamente, en función de lo que Jameson denomina “la
ideología de la forma”, es decir, los mensajes simbólicos que nos transmite la coexistencia
de diversos sistemas de signos que constituyen en sí mismos rastros o
anticipaciones de modos de producción”. (158)
Entonces se llega al entendimiento de la narración como contenido de la
forma de la expresión histórica, que somete a esta a sus procesos de
organización: estructuras, racionalidad, secuencias, argumentos, marcos de
interpretación, entre otros.
Desde luego, en este breve ensayo no se pretende, y ni siquiera sería
posible, discutir los largos y sólidos argumentos de Hayden White sobre el modo
de hacer historia en Occidente; aquí lo importante radica en el análisis del
valor propio que tiene toda forma, considerando, además, que todo lo que existe
tiene una forma de hacerlo; esto es, la necesidad de, en cada caso, comprender
a cabalidad el contenido de la forma.
Por ejemplo, cabría interrogarse por los efectos del cine de Hollywood
sobre la historia: ¿de qué manera fundieron realidad histórica con ficción?,
¿cómo volvieron imagen su propia comprensión ideológica del pasado?, ¿de qué
manera pusieron sus valores imperialistas en esa fusión? ¿De qué manera
lograron que las ficciones fueran asumidas como verdades?
¿Qué pone este contenido de la forma? ¿De qué manera estructura el campo
al cual se aplica? Incluso insistir en su conformación como condición de
posibilidad de cualquier campo, porque la forma de expresión permite que la realidad
se nos muestre ante nuestro conocimiento. Y una vez que se ha producido el par
forma de la expresión/forma del contenido dilucidar en estos intrincados
procesos los efectos ontológicos que tiene; esto es, su capacidad de hacer
mundos.
La tesis de White tiene la capacidad de extenderse a otros campos
diferentes de la narración histórica; en cada uno de ellos habría que explicitar
los aspectos que la forma correspondiente produce en su capacidad de dar forma
a un área de la realidad y, a su vez, de ser formada por dicha realidad.
Se puede ejemplificar con el caso de los videojuegos como Soma
producido por Frictional Games en donde se introducen una serie de contenidos
filosóficos que, al utilizar la forma videojuego, se transforman y adquieren
otras dimensiones que antes no tenían. El debate filosófico se traslada a otro
campo con nuevas connotaciones.
En Soma no se trata solamente de continuar la discusión sobre la
relación dualista entre cuerpo y alma tan típica de Occidente, sino de
colocarla en un nuevo medio, en el mundo virtual que es en donde efectivamente
se están desarrollando los procesos de subjetivación. Dualidad que adquiere un matiz
distinto, porque nos topamos con una consciencia sumergida en una crisis
profunda en la medida en que no solo se encara con la dualidad cuerpo-alma,
sino que ella misma se parte en dos: la mente y los procesos mentales que se
trasladan a los medios digitales, como es el caso de la memoria y de la lógica
de la argumentación.
Y todos estos debates inéditos están estructurados como juego, en donde hay
que posicionarse en el debate filosófico, pero más que esto hay que jugar estos
dilemas, en donde cada uno se convierte en protagonista, en héroe y toma en sus
manos el destino de la humanidad entera; en este sentido el juego introduce una
dimensión moral en la cuestión filosófica porque no se trata solamente de un
posicionamiento teórico sino de hacer elecciones prácticas virtuales.
Ahora en la forma videojuego los debates filosóficos se convierten en
cuestiones prácticas, al menos mientras dura el juego y, probablemente tendrá
consecuencias reales en la subjetivación del jugador al haberse vuelto
temporalmente un avatar sobre el que pesa, como se ha dicho, el destino de la
humanidad.
Los análisis del contenido de la forma también servirían para comparar
los efectos distintas formas de expresión tienen sobre la realidad; así, al
contrario del efecto de los videojuegos sobre la filosofía, Facebook tiene un
doble efecto sobre este campo: la proliferación de citas y frases filosóficas
desprovistas de contextos que se presentan como verdades y la huida de la profundidad,
el efecto de superficie que arrasa con cualquier intento de reflexión filosófica
medianamente consistente.