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lunes, 25 de abril de 2016

TEOLOGÍAS POLÍTICAS DEL BARROCO AMERICANO

El punto de partida de Cacciari es la teología del ícono, en donde esperamos que el ícono muestre “lo Inefable en tanto Inefable”, aquello que no puede ser representado y sus límites que llevan a la “desesperación con respecto a las imágenes, desde la Palabra que falta”. (Cacciari 201)

Nos interesa precisamente esta “representabilidad de lo Invisible en tanto invisible, que en el ícono se afirma”, para acceder a aquello “que nunca será posible denominar, definir, comprender discursivamente” y que coloca a toda imagen contra sus propios presupuestos. (Cacciari 202) Porque la brecha abierta entre el ícono y aquello que quiere mostrar o representar, hay una separación que finalmente es insalvable, porque “jamás la distancia será colmable”. (Cacciari 204)

Esto nos lleva al terreno de nuestro estudio, esto es, la comprensión del estatuto de la imagen en el barroco quiteño y la posibilidad de generar algunas preguntas necesarias para su comprensión. La tesis que sostiene aquí, a partir de Cacciari –y más adelante Echeverría- es que no se puede entender a cabalidad este barroco sin acudir a una teología que incluye el ícono, la imagen, la política; incluso algún tipo de teología negativa. Ciertamente que sus reflexiones son ante todo sobre los íconos rusos que, de alguna manera, él mismo generaliza.

Esta aproximación a los íconos cristianos saca a la luz su carácter antinómico y, al mismo tiempo, su irresolubilidad, que radica, en último término, en la absoluta trascendencia del dios judeo cristiano y en su participación en la vida de los seres humanos; esto es, el dilema irresuelto entre trascendencia e inmanencia.

En estos íconos “No es la divinidad de Cristo la que se expresa, entonces, inmediatamente en el ícono, sino su participación en la vida del hombre…”, que abre una tensión que únicamente irá en aumento y que solo podrá anularse al precio de una “herejía”. (Cacciari 209)

Así que dios no se muestra en cuanto dios sino en cuanto el dios que interviene en la vida humana; de tal manera que el ícono quiere expresar lo divino en lo humano, pero simultáneamente solo alcanza a hacerlo desde su perspectiva apofática, desde la negación de cualquier atributo humano, inmanente, a los trascedente. Según Cacciari este núcleo atravesaría toda la teología del ícono:

“En los grandes textos que intentan sistematizar la teología del ícono, de Juan Damasceno a Florenskij, la aporía aparece infinitamente variada, no resuelta. En aquel no expresar directamente las dos naturalezas de Cristo, sino solamente su participación, permanece la dimensión apofática del ícono, pero una tensión problemática, contradictoria con su mismo fundamento cristológico.” (Cacciari 209)

En el ícono afirmación y negación se entrecruzan, sin el triunfo definitivo de uno de ellos; más aún, cualquier insistencia en uno de los polos solo conduce a la exigencia del aparecimiento con la fuerza del otro extremo, en su antinomia: “La teología del ícono está totalmente cruzada por estas interrogaciones: el polemos con la dimensión iconoclástica le es por esto consustancial, afirmación cristológica plena y tendencias apofática se encuentran, se entrecruzan irresolublemente en su tradición”. (Cacciari 210)

El movimiento parte no del ícono sino de la Forma ideal, perdida, que subsume al ícono y quiere “trans-figurarlo”, obligándolo a expresar otra sustancia que no es la suya; la forma del ícono no señala más a su referentes inmanente, cotidiano, simplemente humano, sino que es la expresión de la participación de Cristo en el mundo, manifestación de su esplendor que deslumbra. La figura terrestre se ha vuelto celeste: “La economía sacramental fija su rol: en el ícono se manifiesta el “segundo nacimiento”, la imagen que habíamos perdido. En el oro del ícono la figura se sumerge (baptisma) y recibe el sello de la forma perdida. Lo recibe aquí, en la tierra, aquí en la tierra la figura deviene también celeste…” (Cacciari 211)

La imagen estaría obligada a cambiar de sustancia, al alterarse de tal manera que dejara de pertenecer a la esfera de lo inmanente, que sufriera una trans-sustanciación; pero la imagen no puede dar este salto en el vacío, porque está atrapada en el plano sensorial que, en caso de desaparecer, se llevaría a la imagen con ella: “Aquello que debe hacerlo diferente del ídolo pagano no es simplemente ser imagen de Cristo, sino el ser imagen de otra naturaleza: Cristo muda la forma de la imagen. Esta transfiguración de la imagen sería concebible solamente si ella deviniese omousion [de la misma naturaleza] de aquello que representa, espejo inmediatamente reflejante de la realidad del Rostro representado.” (Cacciari 214)

Y cuando esta jugada estratégica parecería salvar el abismo, se vuelve a afirmar esa absoluta trascendencia de la sustancia divina: “Ningún eikon, como tampoco ningún logos, podrán corresponde plenamente a la ousía, a la esencia de los divino…” (Cacciari 212)

Los mediadores entre lo divino y humano, que proliferarán interminablemente, se aproximan a la experiencia de lo numinoso, pero en último término se les escapa: “Ni siquiera los santos, en esta vida presente, conocen la plena vida-en-Cristo; tienen alguna percepción de ella, pueden hacer experiencia de la misma, pero siempre se trata de experiencia inefable, superior a toda figura e imagen.” (Cacciari 213)

Por eso, la actitud iconoclasta quiere quedarse con el orden “simbólico del ícono”, con aquello que muestra más allá de sí misma, mientras el gesto ortodoxo va en dirección contraria y quiere cerrar la brecha acudiendo al realismo, a la interminable sucesión de representaciones:  “Esto significa que la iconoclasia asume, radicalmente, la intención simbólica del ícono, mientras que la respuesta ortodoxa está constreñida despotenciarla, introduciendo elementos representativos, imitativos, o connotando en términos puramente escatológicos el inquietante realismo.” (Cacciari 214)

El gesto iconoclasta pretende resolver lo irresoluble, al intentar que contenga sin residuo la manifestación de lo divino en lo humano: “Estas no reclaman que el ícono torne “lógicamente” expresable lo Inexpresable, sino que él manifieste justamente aquella dimensión epifánica en sí y por si siempre-presente en lo divino…” Movimiento que cada vez que se intenta, fracasa porque el ícono existe únicamente en la medida en que expresa ese doble lado, su pertenencia sustancial a la esfera de lo inmanente y su necesidad de mostrar lo divino sin más: “Así entendida, la posición iconoclástica expresa la pregunta inmanente de la teología del ícono, su insuperable problema.” (Cacciari 215)

Y otra vez el círculo comienza a girar, porque el ícono se cesa en su empeño de mostrar la participación divina en lo humano, utilizando sus diferentes representaciones precisamente para intentar negar toda representación y pasar al mundo de la pura presentación. Todo ícono no tiene otra alternativa que representar y presentar: “Y esta realidad es teofánica, exige manifestación. La necesidad de la manifestación domina el problema de su forma… A la antinomicidad de la realidad que se da en él, el ícono corresponde con la naturaleza antinómica de la forma misma de su representación.” (Cacciari 215)

Esta antinomia tiene que quedarse como tal; el cristiano tiene que vivir en esa constante negociación con las imágenes mediadoras y expresivas, y la experiencia religiosa completa que termina por escapársele, porque “que ninguna dialéctica conciliadora podrá jamás completamente resolver en el misterio cristiano. La herejía iconoclástica consiste, adviértase, justamente en la presunción de resolver el drama antinómico del ícono: o absoluto realismo o, absoluto silencio.” (Cacciari 216)

Asentado el ícono es la irresolubilidad de su antinomia se coloca a sí mismo como el momento de pasaje de una esfera a otra, como una “puerta” que permite la transacción entre divino y humano, a través de la constante transmutación del ícono en su otro opuesto: “Litúrgica,  sacramental esencia del ícono: pasaje de lo Invisible a lo visible y, de lo visible a lo Invisible, puerta real, a través de la cual se manifiesta lo Invisible y se transfigura lo visible…” (Cacciari 216)

Sin el icono no podemos acceder a la experiencia de lo trascendente; pero el icono jamás nos dará la plena experiencia de lo trascendente, quizás porque recuerda a cada paso nuestra humanidad irrenunciable.

¿Cuáles son las estrategias del ícono en su intenta siempre fallido de lograr su cambio de sustancia? ¿De qué manera intenta salvar la brecha que es insalvable? ¿Cómo no cesa en el intento de dar el salto hacia el vacío, hacia la nada absoluta?

Paradójicamente, y sobre todo en el mundo ortodoxo, los elementos que se utilizan solo pueden ir dirección de una estetización extrema, intentando a través de esta capturar la participación de la divino en lo humano, en ese ir y venir entre Belleza y belleza.

Multiplicación de formas evocativas que están allí como esfuerzos infructuosos de alcanzar la “plenitud simbólica” de la experiencia de lo numinoso: “…valor evocativo del ícono. Plenitud simbólica y evocación se remiten la una a la otra sin poderse componer si no es en la unidad del problema que el ícono mismo constituye.” (Cacciari 217-218)

El ícono “nos sumerge-bautiza en tal Luz, pero en el sentido más pleno y fuerte: él permite ver cómo esa luz es condición trascendente de nuestro ver. Nosotros vemos porque la Luz existe. ´Antes¨ del ícono, del instante teofánico que él ontológicamente constituye, nosotros como ciegos.” (Cacciari 217)

¿En dónde brilla esa Luz por excelencia esa Luz sino en el oro, en su “pureza”, en su magnificencia? El oro contrapuesto al color y a las figuras concretas, que pretende tener un valor por sí mismo, que “encarnaría” esa participación cristológica en los asuntos humanos:  “La oposición entre oro y colores es testimonio directo de esto. Estos pertenecen a “distintas esferas del ser”: uno, pura luz, incontaminada, limpia de todo reflejo; el otro, solo nostalgia, anhelo, evocación de la Luz. La “verdad” del color no está negada, pero este, en tanto se hace diáfano, compenetrado por la luz, jamás podrá expresar el misterio del oro, el misterio que se derrama, a través del oro, en el ícono.” (Cacciari 219)

Cuando creemos que al fin se ha encontrado la experiencia de la Luz en un elemento “puro”, el oro, nos damos cuenta que el oro no puede estar allí afuera, flotando en una existencia solitaria, sino que tiene que “encarnarse”, que incorporarse a las figuras, a las formas, a la vestimenta litúrgica. El oro necesita de todos los otros elementos para volverse figura: “Un ícono solo-Oro no anularía la antinomia, sino al ícono mismo, ya que negaría la posibilidad del mostrarse figural de la Luz.” 219

El oro, expresión de la Luz, se topa con el color, expresión de lo inmanente: “El color mueve al oro “a la victoriosa presencia de la luz”  absolutamente incorpórea, puramente ideal, muda a los sentidos, su misma belleza es proporcional a la intensidad de su a-tender.” Porque “Luz y color se implican recíprocamente, pero en un ´intercambio ‘intrínsecamente inquieto, no según el kanon, el nomos de la tradición neoplatónica.” 220

La antinomia, el doble lado y el doble vínculo, hacen de nuevo su aparición; la Luz se extravía en el mundo imaginario que ha creado para manifestarse: el mundo imaginario deja de representar y se “transfigura”: “La línea de tal arriesgarse, intrínseca a la teología del ícono en la síntesis que ofrece Florenskij, puede desarrollarse hacia la absoluta abstracción de la Luz o hacia su absoluto extravío, hacia el extravío de toda imaginatio figurativa o hacia el extravío de todo theoria de la Luz que da-a-ver el color.” (Cacciari 224)

Cacciari va mucho más allá y postula que esta antinomia y su verdad, no depende de sí misma, sino de la propia dualidad constitutiva que implica lo divino y lo humano, lo trascendente e inmanente, que no hay manera de que entren en contacto, sin residuo o sin despedazarse mutuamente: “Antinómica es la forma del ícono ya que antinómica es la Verdad de su mundo imaginalis”. (Cacciari 224)

Puesta esta situación de este modo, instalados en la antinomia irresoluble, colocados los términos en su ir y venir de un extremo a otro, se abre la “posibilidad” ya no solo de “desacuerdo” sino de ruptura entre la imagen y lo que pretende simbolizar en la esfera cristiana: “En la medida en que el ícono no puede ser la perfecta balanza resuelta entre estas dimensiones, sino su continuo, recíproco arriesgarse, en él está intrínsecamente presente la posibilidad de este desacuerdo, de esta disonancia”. (Cacciari 221)

Este breve recorrido que hace Cacciari sobre el ícono y la imagen en el mundo ortodoxo y que se extiende para el ámbito judeo-cristiano, sirve también de base para aproximarnos al barroco americano desde la perspectiva de la teología política.
Dado que no salimos de lo judeo-cristiano, se mantienen vigentes las antinomias que contrapone el doble destino de los íconos; de una parte, su carácter figurativo y figural, que lo enraiza en lo inmanente; de otra, su carácter evocativo, que intenta mostrar cómo lo trascendente participa de lo humano.

Los íconos ortodoxos se quedan en esa irresolución, la habitan, no intentan salir de ella. Por el contrario, empujan lo figurativo y representacional hasta sus límites, en el máximo de realismo posible, en el derroche de oro, color, liturgia, queriendo evocar lo invisible, esa Luz que no podemos mirar directamente.

El gesto brutal de Malevich solo alcanza entenderse sobre este suelo, en contraste con aquello que excluye, que niega, que deja atrás, en su propio devenir apofático, teología negativa. Negro sobre negro, niega el ícono en su carácter figural, solamente para hacer que exprese otro Invisible, otro orden social hasta ese momento inédito, un acontecimiento histórico de tal magnitud que no podía expresarse en los viejos íconos.

Si bien esta es la lógica de los íconos y de las imágenes en el mundo judeo-cristiano y la respuesta ortodoxa, cabe ahora preguntarse: ¿cuál es el estatuto de la imagen y de los íconos en el barroco americano?, ¿de qué manera trata de resolver esa antinomia en la que también está inmersa?, ¿cómo se explica esos modos de figuración, esos sinuosos recorridos de la forma?, ¿cuál son las respuestas concretas frente a aquello que no se puede resolver?, ¿cómo habita las antinomias y hacia dónde van las tensiones que se generan?


En el intento de volver visible lo Invisible, el barroco americano también se queda en la irresolución, en la imposibilidad teológica, como lugar en el que es preciso habitar. Imposibilidad de cumplimiento de las promesas de la modernidad, que se evidencian desde el momento mismo de su nacimiento, en la medida en que están sustentadas en el capitalismo.

A pesar de esta irresolución instalada en el seno mismo del proyecto barroco americano, no se renuncia a la incesante búsqueda de su resolución, a través de todas las mediaciones que permitan salvar la brecha entre el orden divino y el humano.

Las respuestas van en una dirección diferente de la iglesia ortodoxa, porque no se trata de empujar la representación y el realismo hasta sus extremos, tratando de tocar lo numinoso. Hay, por el contrario, una forma que busca constantemente transfigurarse, transubstanciarse, solo entonces, la forma se pliega, se vuelve barroca. El pliegue, a la Deleuze, es secundario, posterior a otros fenómenos que le preceden. Digamos que se pliega por la necesidad de transfigurarse y no tanto, como en Leibniz, por la búsqueda de un equilibrio dinámico que se rompe una y otra vez.

Una transfiguración que quiere ocupar el campo entero de la experiencia, desde la sensible  hasta sus formas más “elevadas”, que permitirían, sin nunca lograrlo plenamente, dar ese salto en el vacío que alcanzara lo transcendente, lo puro, que viera a dios detrás de la zarza ardiente.

Sin embargo, habitar en el irresoluble, quedarse en la tensión entre lo trascendente y lo inmanente, no puede quedar librado al azar o la deriva de la conciencia de sí mismo, sino que convierte en una operación, en una máquina que reúne fe y obras, en donde la primera obra es uno mismo, que adquiere la conciencia de pecador.

Esta operación se deriva de la voluntad de conversión, de reconocimiento como pecador y como sujeto de redención, como una acción que queda sometida a una doble prescripción, derivada del doble vínculo, que proviene primero de la acción divina, a través de la gracia suficiente y de la gracia eficaz; y luego, de acción humana que, libremente, acepta la acción divina, que deja que lo divino actúe en su interior. El momento instituidor de esta operación está en los Ejercicios Espirituales de San Ignacio.

Se tiene que vincular esta acción doble con el tema de la voluntad, que no está relacionada con alguna suerte de voluntad de poder ni con una concepción del mundo como voluntad y representación. Por eso, la voluntad de forma participa del doble origen de la acción: las formas concretas que inventan mediaciones, que estetizan el mundo en su afán de aproximarse a lo transcendente, en su persecución de la Forma absoluta, pura, sin contaminación de lo real.

Y la Forma, que vive en el mundo trascendente, que quiere mostrarse, “encarnarse”, participar del juego de lo humano, de lo inmanente y que pone otro orden simbólico sobre las figuras con la finalidad de trans-figurarlas, de hacerles cambiar de substancia. La Forma subsumiendo a las formas.
Estas operaciones terminan por crear verdaderas máquinas simbólicas y estéticas, litúrgicas y dramáticas, arquitectónicas, escultóricas, pictóricas, que colman sin dejar espacios vacíos, las sensaciones, las sensibilidades y la imaginación. Claramente se pueden ver en funcionamiento estos dispositivos articulados, actuando como una máquina en donde la conciencia de sí mismo es sometida a los más diversos mecanismos, por lo que tiene que atravesar para alcanzar la salvación, la iluminación: “La forma de lo visible deviene el complejo de las huellas, de los recorridos, de los signos que lo invisible produce trayendo a sí lo visible.” (Cacciari 223)

Esta máquina formal barroca, como conjunto de dispositivos articulados y organizados destinados a provocar la conversión y la salvación, contiene dentro de sí, de manera inherente, los elementos de su destitución, de su ruptura, de su falla.

El oro se transfigura y participa –no quiere representar- de la Luz suprema que nos deslumbra, que nos vuelve nada: pero, el oro no tiene otra alternativa, por su propia materialidad, que plegarse, que adherirse a una forma concreta que termina por supeditarla, por someterla, por mostrar su carácter inmanente.

Por su parte la madera, plegada sobre sí misma, contorsionista, que asciende y desciende, exige ser recubierta por el oro, para alejarse de su carácter puramente figurativo, representacional, para que pueda volcarse sobre ella, la trans-figuración.

Así que esa máquina estetizante, mira hacia los dos lados: produce formas y las coloca en un lugar en donde su única posibilidad de funcionar, es desaparecer en otra substancia, en otro orden simbólico: “El ícono, su sueño, invierten el tiempo, la más esencial medida del tiempo es, en su dimensión, aquella de re-fluir del tiempo de los efectos a las causas, del teleológico replegarse del tiempo, según aquel ´pliegue´ esencial que constituye su sentido…” (Cacciari 228)

Cada uno de estos movimientos –de lo trascendente a lo inmanente, de lo humano a lo divino- se ven truncados; ninguno de ellos logra resolver el dilema de mostrar lo Invisible en lo visible, porque si lo Invisible se mostrara, disolvería la figura, la realidad; y si lo visible permanece, entonces lo Invisible jamás se dará plenamente, sino a través de mediaciones que no la expresan en su plenitud.
Esta falla constitutiva del barroco, esta incompletitud, lo atraviesa completamente; de hecho, se encuentra en su mismo origen, al ser una forma de vida que finalmente es inviable, porque está asentada sobre prepuestos que la destruyen.

Todo esto es insuficiente para comprender lo que es el barroco americano, porque falta otro gran componente, un elemento fundamental que tiene que entrar en este momento en juego.

El proyecto de la Contrarreforma que viene a América Latina, de la mano de los conquistadores, de la iglesia y especialmente de los jesuitas, lanza el barroco como una  nueva forma de vida. Sin embargo, aquí no se trata de oponer un modo de ser cristiano a otro –Lutero versus Ignacio de Loyola-, sino del cristianismo y la civilización occidental, enfrentada a otros pueblos, a otras culturas, con otros dioses, con otras formas de vida, a las que tiene que someter y que cristianizar.

Son los pueblos indígenas los que hacen frente al proyecto barroco, los que resisten e intentan sobrevivir en la nueva situación de dominación. Aquí es necesario introducir una hipótesis fuerte, una afirmación de largo alcance, para señalar que el gesto caníbal, predatorio, de los indígenas sobre el barroco, consiste en volver suyo, en adueñarse de él.

En esa capacidad de dualidad que contiene el barroco americano, caben tanto el proyecto contrarreformado como la resistencia indígena: el barroco se vuelve, poco a poco, estrategia indígena. De tal manera, que el mestizaje se convierte, él también, en proyecto indígena.
El mestizaje no es, al menos en su origen, en su inicio, la primera alternativa de los conquistadores; para ellos, los indios no deben aprender español y deben seguir sometidos a los caciques, a los curacas, que median entre ellos y el gobierno español.

Emerge otra voluntad de forma que trans-figura el proyecto barroco original, que lo vuelve americano, mestizo como otra forma de ser indígena; cuestión que creo que ni siquiera ahora ha terminado, a pesar de la oposición radical que queremos encontrar entre indígena y mestizo. Todavía el indígena encuentra en la predación de lo moderno y de lo hipermoderno, una forma de ser indígena en la época actual.

(Ciertamente que con el paso de los siglos, este origen indígena de lo mestizo, como una de sus estrategias de resistencia, se pierde; los mestizos se vuelven contra los indios en el proceso de “colonización interna”).

Si volvemos sobre la dualidad inherente al barroco y sus formas, podemos preguntarnos desde qué perspectiva, con qué mirada, la ven los indígenas. La estructuración de la religión indígena es harto diferente, no importa que le sigamos llamando dioses, pero su relación con el mundo real tiene otras características, hay otra teología política.

En la teología política indígena, a pesar de la variedad y diversidad, existen dos mundos que están separados: el mundo de los seres humanos, de los runas, y el mundo de los espíritus. No es posible pasar del uno al otro sin más; si los espíritus penetraran en el mundo de los runas, lo destruirían. Hasta aquí parecería no haber diferencia con la trascendencia del dios cristiano.

Sin embargo, las diferencias son sustanciales. Si bien los dioses indígenas habitan en ese mundo que podría llamarse trascendente, esta trascendencia no es absoluta, no es completa e insalvable. Por el contrario, hay una serie de procedimiento eficaces, que nos permiten acceder a ese mundo de los espíritus, con los cuales batallamos, luchamos, morimos o somos devorados.

Se constituyen una serie de ritos de pasaje, de procedimientos de tránsito entre los dos mundos, en donde los dioses están constantemente atravesando esas barreras y los indígenas viajando al mundo de los espíritus, que también podría ser el de los ancestros.

Con estos ojos, con estos oídos, con esta teología, los indígenas reciben el discurso cristiano; desde esta perspectiva son obligados a bautizarse, a convertirse. Esta es una teología que no se deja de lado, que incluso ahora, luego de varios siglos, sigue funcionando, reprimida, subsumida, olvidada.

¿Cómo esta teología política indígena hace su gesto caníbal respecto del cristianismo? El barroco en manos de los indígenas, se vuelve esa máquina que permite acceder a los dioses, se convierte en rito de pasaje hacia el mundo de los espíritus.

Aunque esos ritos de pasajes ahora tengan otros procedimientos –la liturgia cristiana- y otros mediadores que ya no son los shamanes: cristos, vírgenes, sacerdotes, iglesia. Este es el modo de lidiar con esa trascendencia absoluta del dios cristiano, incomprensible e inaceptable para un indígena.

Advocaciones que se transformadas en “shamanes” que permiten el acceso al mundo de los dioses; proliferación de figuras mediadoras que negocian con lo divino, la mayoría de las veces con una terrible lógica mundana.

La voluntad de forma de la forma de vida indígena, por ejemplo los Jama-Coaque, no proviene de la necesidad de representar lo irrepresentable, sino de la exigencia de representar de la mejor manera esos ritos de pasaje, esas transformaciones tanto de los dioses como de los shamanes, que permita recorrer ese espacio peligroso, en donde te pueden matar, y llegar al otro lado, al mundo de los espíritus y, además, regresar al mundo de los seres humanos, con las respuestas exigidas.

La estética Jama-Coaque no trata de representar o mostrar lo Invisible, sino volver figura los modos de transcurrir hacia lo Invisible, ritos de pasaje que se vuelve forma, arte; mientras que el barroco americano está atrapado en la dualidad entre lo visible y lo invisible.

El ethos barroco, planteado por Bolívar Echeverría, se desprende de esta disociación que habita al interior del barroco; primero, como lugar de opresión y luego, como estrategia de resistencia. Al separar esta última, el barroco puede ser visto como un ethos y no solo como un determinado momento cultural y estético.

Hay un ethos de resistencia en el barroco porque detrás estuvo el movimiento contrahegemónico indígena, que convierte en otro para poder ser él mismo, a través del “mestizaje”, encubriéndose de otro para continuar existiendo.

La pregunta crucial en torno a la propuesta del ethos barroco está en saber si esta forma de vida que se propone como modo de resistencia ante el capital, en un momento en donde hay que vivir lo invivible porque no existe una alternativa viable en este período, da cuenta de las necesidades contra-hegemónicas de la época; o, por el contrario, sería preferible quedarnos con la formulación del ethos, aunque ya no sea barroco.

En esta dirección, ¿la estética caníbal se postula como candidata a un ethos de resistencia frente al capitalismo tardío?, ¿puede una voluntad de forma caníbal reemplazar a la forma de vida del ethos barroco?, ¿cómo habitar desde lo caníbal este lugar en donde intentamos vivir lo invivible, decir lo indecible, decidir lo indecidible?, ¿lo caníbal es ese máquina trans-figural que requerimos como modo de oponerse a lo existente?


martes, 3 de noviembre de 2015

EL CONTINUO ENTRE FIGURACIÓN Y ABSTRACCIÓN EN EL BARROCO QUITEÑO.

Aproximarse a las abstracciones barrocas quiteñas y comprenderlas más allá de una mirada ornamentística, se topa con la preeminencia de la figuración y con nuestra perspectiva contemporánea penetrada completamente por el diseño y por la decoración.

Además, nos hemos acostumbrado, por la historia del arte, a oponer figuración y abstracción, como dos polos opuestos irreconciliables, como momentos artísticos que remiten a estéticas incompatibles. Para dar cuenta efectiva de este barroco se torna indispensable romper esta contraposición y que demos cuenta de la forma en que se crea un continuo, desde luego, nada lineal. Una tendencia contrapuesta, por ejemplo, a la del arte Jama-Coaque en donde se dan tanto el uso de las figuraciones como la proliferación de las abstracciones, como es el caso de los sellos, sin que haya entre uno y otro, elementos invasivos.

Aquí podemos encontrar esa suave fluidez que va desde la imagen hasta las abstracciones mudéjar y en medio, esas mismas abstracciones que son penetradas por elementos orgánicos: hojas, frutos; se tornan así semi-figurativos o mejor, semi-abstractos. La mirada recorre sin salto, sin transición, desde la imagen hasta las abstracciones.

En el caso de la Iglesia de la Compañía de Jesús se tiene que dar un paso más en un análisis específico de las abstracciones barrocas que contiene. Vista como un todo, sin especificar ningún elemento, el primer impacto no se encuentra en la figuración, en las esculturas y pinturas de los innumerables santos de la que está poblada.

Por el contrario, la sensación predominante es la de entrar a un escenario espectacular, aplastante, inmersivo, que no deja lugar a otra cosa que no sea el sentirse atrapado por esa demasía, por ese exceso. Allí entra en juego más bien aquello que se llama decorativo: artesonados, columnas mudéjares, pan de oro, semi-abstracciones.

Por necesidades de edición, y por la propia lógica con la que nos aproximamos a este barroco, los libros de arte tienden a saltarse este momento constitutivo teatral y espectacular. De igual manera, la segmentación analítica muestra cada escultura y pintura separada de su “marco decorativo” que, de hecho, no es analizado, sino que se pasa rápidamente señalando las influencias mudéjares.

Así se rompe el hecho artístico básico del continuo entre figuración y abstracción. Más aún, la propia Iglesia de la Compañía de Jesús se presenta como un conjunto de hechos arquitectónicos y artísticos, que son separados para su estudio. Se trata de mirarla y reconstruirla como UNA sola obra de arte.

Siguiendo esta misma línea, habría que mirar cada retablo como una unidad en donde la imagen, escultórica o pictórica, se encuentra sumergida en su entorno abstracto y semi-abstracto y solo allí se torna posible comprenderla en su totalidad, que se desprende directamente de la economía salvífica ignaciana.

Primero los sentidos que desencadenan sensibilidades y luego, la imaginación que incorpora al sujeto enteramente en la dinámica de la salvación, para concluir en la “verdadera alegría y el gozo espiritual”. (Ejercicios). Así llegamos a la Forma barroca que sintetiza estos tres momentos. El ethos barroco será la secularización de este triple movimiento.

El momento final de la escatología ignaciana exige el máximo de abstracción posible que, a mi entender, termina en el predominio de la forma sobre los elementos figurativos en este barroco quiteño y que alcanza su plena expresión en la Iglesia de la Compañía de Jesús.

El sentido de las abstracciones mudéjares se transforma, porque no se trata de representar lo irrepresentable, lo divino, inaccesible a la figuración, a la imagen. En este caso, si bien el punto de llegada es lo sagrado en su nivel superior, “la pura inmediatez de Dios en cuanto Dios” (Ejercicios 710), no es su contemplación sin más, sino la conclusión del movimiento de salvación que es la consolación pura: “la consolación es sin causa, dada que en ella no haya engaño…” (Ejercicios 710)
Esta la teleología de todo este movimiento y también de la estética; por eso, aquellos elementos llamados decorativos o que pertenecen al ornamento, son mucho más importantes de lo que parece, porque enmarcan el conjunto de los procesos de salvación, que se muestran en diferentes momentos, por ejemplo, en el papel de la Virgen María o de los santos.

Ahora podemos seguir una indicación de Lukács en el volumen 3 de su Estética, en donde señala que las figuraciones son producto de procesos de abstracción y que, a su vez, las abstracciones están conectadas con significados específicos en cada cultura y arte.

No existe la posibilidad de la representación absoluta de la realidad, que la reprodujera completa y fielmente sin ningún residuo. Por el contrario, la propia estructuración de la percepción humana solo se da si deja de lado una serie de elementos, de perspectivas, para quedarse con un modo de aprehender el mundo que corresponde a su especie. Más adelante, cada cultura realiza sobre su entorno un proceso de abstracción poderosos que segmenta la realidad, que nos dice qué se puede dar en ella y qué no, qué se puede conocer y qué no se puede aprehender.

Las imágenes barrocas, aun con toda la fuerza figurativa que transportan, son producto de procesos arduos de abstracción que funcionan precisamente en la medida en que ocultan el modo en que lo hacen, en que ocultan los mecanismos que producen los íconos que se nos presentan. Esta es la máquina barroca como máquina formal y abstracta.

Estas esculturas pueden ser miradas como actores que han sido captados y congelados en un instante, de tal manera que podría reconstruirse sobre el escenario la serie de movimientos que desembocan en la actitud de esa figura y, de igual manera, la serie de acciones que se desencadenarían si las pusiéramos en movimiento otra vez.

Entonces, corresponden a una estética del gesto que se vuelve hierático, para adquirir una dimensión religiosa; pero que tiene la función de su plena “naturalidad” o mejor, cotidianeidad que permite el acercamiento de los “fieles”, como mediación a esa divinidad pura e inaccesible. Este es el núcleo de su teatralidad, se una dramaturgia de la salvación que nos lleva de la mano hasta la consolación sin más.

Imágenes de vírgenes y santos que son productos febriles de una imaginación que inventa la forma concreta, partiendo de lo cotidiano, dándole a cada santo una advocación, un modo de ser, un estilo, una particular tarea en los procesos de mediación.


Por su parte, las abstracciones no están separadas de los contenidos como meras entidades geométricas o matemáticas. Por el contrario, ellas también se incorporan a esa economía salvífica y deben ser tratadas como formas que adopta un contenido específico; esto es, formas del contenido. Hay que analizar la relación entre la forma de la expresión abstracta y la forma del contenido, en este caso la estructura de la propuesta ignaciana contenida en los Ejercicios espirituales

lunes, 26 de octubre de 2015

ABSTRACCIONES BARROCAS QUITEÑAS.


La noción de ethos barroco, conceptualizada por Bolívar Echeverría, nos sirve para entender el barroco no solo como un conjunto de unas determinadas formas que adopta la arquitectura o la escultura; sino para aproximarnos a su plano estético en cuanto Forma Barroca Colonial, que es preciso sacar a la luz más allá de la historia del arte o de la historiografía.

Como una introducción que nos posibilite formular hipótesis de trabajo, nos aproximamos a las abstracciones barrocas quiteñas, constituidas especialmente por aquellos elementos llamados decorativos con una fuerte influencia mudéjar.

Será necesario formularse una serie de preguntas que nos guiarán hacia una comprensión de la Forma Barroca Colonial y nos permitirán la apropiación de los elementos estilísticos sin recurrir a una mera estrategia de corta/pega, a una copia que efectivamente resultaría folclórica o decorativa.

1.       En primer lugar, hay que comenzar por discutir el término “decorativo”: ¿hasta qué punto el arte mudéjar es decorativo? O, por el contrario, más bien está expresando un aspecto central del arte árabe: la imposibilidad de la figuración, porque dios no puede ser representado por este medio. Se torna indispensable recurrir a las abstracciones geométricas que mejor se adecúan a su teología, al carácter infinitivo, perfecto, ordenado, de su divinidad.

En este sentido, el arte mudéjar no es decorativo, sino que su estilo es una manifestación de su teología subyacente.

2.       En el momento en que el mudéjar se traslada al espacio quiteño, ¿cómo este orden geométrico, abstracto, se traslada? ¿Hay una mera copia o una serie de modificaciones introducidas por los artesanos indígenas? ¿Puede reducirse a las exigencias decorativas de la arquitectura y de la escultura barroca? ¿Tiene un valor propio?

3.       Estos dos aspectos nos llevan a preguntarnos por el significado de las abstracciones barrocas quiteñas –o barrocas coloniales en general-. Aquí hay dos caminos que habría que rastrear, aunque sus orígenes probablemente estén perdidos, convirtiendo en extremadamente difícil su reconstrucción.

3.1. ¿Cuál es la relación entre las abstracciones andinas; por ejemplo, Jama-Coaque o incásicas, y las abstracciones provenientes del mudéjar? ¿Hay un sincretismo, una superposición, un borramiento de la matriz ancestral? ¿Expresa este barroco otra teología que no es la católica ni la árabe detrás de estas?

3.2. ¿Cuál es la función en la economía teológica propia de San Ignacio, en donde el barroco es el camino que utiliza la Contrarreforma para unir dios y pueblo, mediante instrumentos pedagógicos, que apelan ante todo a los sentidos, sensibilidades e imaginación; pero que, en último término, quieren transmitir “dogmas” arduos de comprender, como la trinidad?


¿Acaso el barroco no requiere de esta “decoración abstracta, colocado casi siempre en segundo plano, para afirmar que aquello que conmueve los sentidos y la imaginación tienen que llevarnos a otro plano, más conceptual, especialmente a la necesidad de creer en aquello que no vemos, que no es inaccesible a la experiencia cotidiana, que requiere, precisamente, de un acto de fe?

Entonces, requerimos de un trabajo desde la historia del arte para realizar un estudio comparativo entre las abstracciones mudéjar y las del barroco quiteño, que muestren la serie de continuidades y transformaciones que los vinculan.

Y, por otra parte, un trabajo conceptual que ubique con claridad la función de las abstracciones en el siglo XVII, como parte del proyecto de la Contrarreforma.


martes, 20 de octubre de 2015

POLVO, SOMBRA, NADA

Novela de Luis Quiroga, Polvo, sombra, nada.

Nocela cuasi-histórica, que narra en cierto modo la vida de Sor Juana Inés de la Cruz, Lope de Aguirre y Hernán Cortés.
Altamente experimental y barroca.

Se puede descargar de este vínculo de dropbox:

https://www.dropbox.com/s/k5icglcj3wck7gj/Polvo%2C%20sombra%2C%20nada.pdf?dl=0

lunes, 17 de agosto de 2015

LA VOLUNTAD DE FORMA EN BOLÍVAR ECHEVERRÍA

Resulta indiscutible que el tema del barroco está en el centro del pensamiento de Echeverría, vinculado al tema del ethos barroco como una alternativa crítica a la modernidad, como otro modo de ser modernos.

El concepto de forma se encuentra en este contexto, como una noción indispensable para entender el barroco, que queda definido como la “voluntad de forma”. (La forma será igualmente relevante cuando Echeverría se aproxime a El Capital de Marx y, desde luego, habría que mostrar los vínculos bastante evidente entre los dos usos.)

El barroco parece constituido por una voluntad de forma que está atrapada entre dos tendencias contrapuestas…” (Echeverría 524)[1] Y por esta entenderá: una “voluntad de forma” específica, una determinada manera de comportarse con cualquier sustancia para organizarla, para sacarla de un estado amorfo previo o para metamorfosearla; una manera de conformar o configurar que se encontraría en todo el cuerpo social y en toda su actividad.” (Echeverría 750)

Pero, ¿qué entender por voluntad de forma? ¿Qué resultado se produce en el momento en el que se unen dos términos aparentemente alejados como son voluntad y forma? Los efectos se dan en una doble dirección. De una parte, la forma deja de ser una estructura simplemente dada, un modo de existir que yace frente a nosotros, una manera de presentarse de las cosas. La forma, en el encuentro con la voluntad, se vuelve ella misma actividad.

De otra parte, la voluntad deja de darse en el vacío y se acompaña siempre de una forma. Desde luego, estoy generalizando el pensamiento de Echeverría y conduciéndolo hacia una teoría general de la forma o si se prefiere, de la voluntad de forma.

Esa voluntad de forma barroca conduce a su despliegue, a su desarrollo, a su transformación en una máquina abstracta que produce formas, que entra en su plena proliferación: “La voluntad a la que responde es completamente diferente: de lo que se trata, en él, es de provocar una proliferación de subformas…” (Echeverría 1230)

Forma y voluntad abren el espacio para la actividad artística y esta, a su vez, amplía el campo de la experiencia estética, redefinen la sensibilidad y la imaginación de una época. Ciertamente que el barroco, más que cualquier otro ethos, hace de este fenómeno su cualidad fundamental. Se podría decir que lleva a su extremo esa voluntad de forma, empujándola hacia sus límites, obligándola a expresarse una y otra vez, en secuencias interminables:

“Bajo el término “barroco” está en juego una idea básica: la de que es posible encontrar una voluntad de forma barroca que subyace en las características de la actividad artística barroca, del modo barroco de proporcionar oportunidades de experiencia estética.” (Echeverría 1244)

 
Experiencia que no solo corresponde a la de unos determinados individuos o grupos sino se vuelca enteramente sobre una época conformándola de una determinada manera: “entendemos por “voluntad de forma” el modo como la voluntad que constituye el ethos de una época se manifiesta en aquella dimensión de la vida humana…” (Echeverría 1247)

Así se llega a la emergencia de un estilo que expresa ese carácter activo de la forma, que no solo ha sido formada, sino que es formadora. La forma se muestra como lo que es, un don: “La voluntad de forma inherente al ethos social de una época se presenta como estilo allí donde cierto tipo de actividad humana –el arte, por ejemplo– necesita tematizar o sacar al plano de lo consciente las características de su estrategia o su comportamiento espontáneo como formador o donador de forma.” (Echeverría 1283)

Echeverría, Bolívar, La Modernidad de lo barroco, Ed. Era, México, 1998. 



[1] Las citas corresponden a la edición digital de Kindle y no coinciden con la edición impresa. 

martes, 7 de julio de 2015

DEL DRAMA A LA TRAGEDIA BARROCA

Ya es un lugar común señalar el carácter dramático del barroco, su teatralidad como estrategia para transmitir su forma de vida; aspecto que se profundiza en el barroco latinoamericano, en donde alcanza la dimensión de un espectáculo estético al servicio de la conversión y salvación de los fieles.
Como continuación y profundización de esta perspectiva, hay que llevar ese drama barroco hacia su expresión como tragedia que, con seguridad, proviene de varios aspectos. En primer lugar de la imposibilidad de “vivir lo invivible”.

Este invivible que en la época de la construcción de la Iglesia de la Compañía tiene que ver con la brutal tensión entre esa estetización sin límite mostrada en esta arquitectura y pintura y la explotación de indígenas y afroamericanos, reducidos a condiciones infrahumanas.

Pero, el carácter trágico del drama barroco es la “escuela quiteña” no tiene que ver únicamente con su contraposición con la realidad, sino que le es interna. Lleva el germen de la tragedia en su propia interior.

El mensaje que transmite poco tiene que ver con la tragedia; tampoco se trata de equipararlo con los condenados, con aquellos que no alcanzan la salvación y son arrojados al fuego eterno. Desde la perspectiva de las funciones salvíficas del drama barroco, de su supeditación al proyecto escatológico, este drama, estas escenificaciones cercanas al arte total, ponen las condiciones para su rebasamiento, para su desarticulación y su desactivación.

El drama barroco coloca los elementos de su realización y junto con ellos, los aspectos de su destitución, como forma de resistencia de los “subalternos”, que logran representarse a ellos mismos por medio de esta estrategia.

La lógica estética del drama barroco al poner su centro en esa exaltación de los sentidos, en el desarrollo de las sensibilidades y en el amplio uso de la imaginación, abre un campo entero, que emerge por esta fisura, a la pregunta por la posibilidad de otros usos de ese ámbito estético.

Doble vínculo del barroco que oscila entre el nivel manifiesto de lo sacralizado con los poderosos instrumentos profanos, inmanentes, cotidianos, que utiliza a cada paso y que tiende a ganar terreno en la “conciencia” colectiva e individual. Doble vínculo que se encontraría profundamente inmerso en los Ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola.

Si la estética –como sensibilidad e imaginación- han sido puestos al servicio de la escatología, ¿por qué no desactivar este uso religioso y reconducirlo hacia lo profano e incluso hacia la afirmación de otros modos de existencia, por fuera del proyecto traído por la contrarreforma?

Habría que rastrear cuidadosamente los puntos de rebasamientos, los momentos de fractura, las estrategias de desplazamientos, los modos de escisión, del barroco como instrumento religioso y su traslado hacia la esfera profana, en donde la resistencia a la dominación se hace presente y otros modos de existencia crean, aunque sea provisionalmente, un espacio para desarrollarse.

De este modo se puede comprender el paso del barroco como fenómeno artístico al barroco como ethos, como forma de vida, basado en esta estética; esto es, en la capacidad de imaginar –y de vivir- otros modos de existencia por fuera del hecho colonial, moderno o posmoderno.

Se debería insistir en que la ideología de la contrarreforma en largamente dominante en toda la época del barroco en América Latina; pero con igual fuerza se debe señalar que ninguna ideología domina completamente sin fisuras. Se trata de mostrar las formas específicas, los modos concretos, los procesos sociales y políticos, las luchas manifestadas en los más diversos aspectos de la vida social, que provocan una ruptura de las hegemonías.

Así se evita considerar a casi todo como una estrategia de resistencia o, en el otro extremo, una especie de monodia del poder, en donde ningún otro discurso –práctica- pudiera ser articulado. Digamos que el barroco tiene una serie de conexiones parciales con el poder que, a su vez, pueden ser desconectadas para ponerse el servicio de un orden destituyente. Nuevamente, aquí estarían las condiciones de posibilidad del ethos barroco.


Agamben, G. (2014). L´uso dei corpi. Vincenza: Neri Pozza.
Agamben, G. (1 de junio de 2015). Elementos para una teoría de la potencia destituyente. Obtenido de ARTILLERIAINMANENTE: HTTP://ARTILLERIAINMANENTE.BLOGSPOT.COM/2015/03/
Benjamin, W. (1998). The Origin of german Tragic Drama. London - New York: verso.
Coccia, E. (2007). Filosofía de la imaginación. Averroes y el averroismo. Buenos Aires: Adriana Hidalgo.
Echeverría, B. (1998). La modernidad de lo barroco. México: Era.
Schurmann, R. (2003). The broken hegemonies. Bloomington, In.: Indiana University Press.
Spivak, G. C. (2012). An aesthetic education in the era of globalization. Cambridge, MA.: Harvard University Press.
Strathern, M. (2004). Partial conecctions. Oxford: Altamira Press.








lunes, 6 de julio de 2015

CONDICIONES DE POSIBILIDAD DEL ETHOS BARROCO

Ubiquemos provisionalmente en ese lugar de enunciación que Echeverría escoge, aquel de la desactivación de la sociedad capitalista por medio de la resistencia. Y desde aquí preguntémonos por las condiciones de posibilidad de ese ethos barroco que cumpliría esa función desactivadora. O lo que es igual: por la posibilidad de prefigurar una nueva forma de vida  basada en un ethos de resistencia generalizada a la forma de vida del capital.

Si el barroco puede colocarse como ese otros ethos que buscamos, entonces debe contener en su interior los principios de su propia fractura, de su rebasamiento más allá de la institución de la contrarreforma que la trae a América Latina. ¿Cuáles serían esos elementos de resistencia?, ¿en qué consisten los mecanismos de desactivación de su lógica occidental y colonizadora?, ¿en qué medida y de qué modos concretos el barroco se altera al cruzar el Atlántico y se vuelve lo opuesto a sí mismo?, ¿mediante qué procedimientos se alcanzaría a leer entre líneas el discurso barroco para mostrar sus fisuras?

¿Puede el ethos barroco ir más allá de la lógica barroca y si es así, en qué dirección lo haría?
Responder a estas preguntas no será fácil ni inmediato. Por el contrario, requerirá de diversas aproximaciones para vislumbrar una respuesta o al menos, la dirección que esta debería tomar. Como inicio, como puerta de entrada, propongo hace un ejercicio similar al que realiza Reiner Schurmann al juntar Lutero con Kant –que recuerda al ejercicio lacaniano de leer Sade con Kant, pero esta vez aproximando Echeverría a Ignacio de Loyola.  (Schurmann, 2003)

La diferencia radical con Schurmann consiste en que en vez de encontrar los momentos constituyentes-destituyentes como separados lo encontramos en el mismo fenómeno. En este caso la institución la realizan Lutero y Kant, cada cual a su modo; y la destitución la haría Heidegger. Aquí se sostiene que los dos momentos están dentro del barroco latinoamericano, que adquiriría la estructura del doble vínculo.

Con esto se quiere mostrar cómo en Ignacio de Loyola tenemos ya, más allá de su proyecto o voluntad, un doble vínculo que va desde un modo de institución de la subjetividad –y de una forma de vida- contrarreformada a el otro polo en donde quizás se encuentren elementos destitutivos, desactivadores de aquello que precisamente está proponiendo. Serían estos elementos los que retomaría Echeverría para elevarlos a la categoría de ethos, de forma de vida de resistencia al capital.
A esta lectura de Ignacio de Loyola con Echeverría le incorporamos otro discurso, que es el barroco quiteño, especialmente aquel que encontramos en la Iglesia de la Compañía de Jesús, como expresión harto completa de la forma de vida ignaciana, como manifestación acabada de la contrarreforma.

Desde luego no entraré a los largos debates sobre la Escuela quiteña, sino exclusivamente a su carácter barroco. Igualmente allí, como una mediación entre Ignacio de Loyola y Echeverría, nos interrogaremos por la conformación colonial de lo barroco, como documento de cultura y barbarie a la vez y, sobre todo, por las fisuras que dejen entrever los elementos de su propia destitución.

Es decir, que allí en la Iglesia de la Compañía de Jesús tendríamos la institución de la vida católica al modo ignaciano y al mismo tiempo, la plenitud de sus mecanismos desactivadores de la vida que proponen; esto es, su positividad y la fractura de esta. Una máquina dual que funciona en este doble vínculo: la mayor parte de veces como máquina opresora y en algunas ocasiones como máquina liberadora.

Bibliografía

Echeverría, B. (1998). La modernidad de lo barroco. México: Era.
Schurmann, R. (2003). The broken hegemonies. Bloomington, In.: Indiana University Press.


miércoles, 1 de julio de 2015

EL LUGAR DE ENUNCIACIÓN DE BOLÍVAR ECHEVERRÍA


Una estrategia para leer la Bolívar Echeverría consiste en preguntarse por el lugar de enunciación que elige para elaborar su discurso sobre el capitalismo, la modernidad, el ethos barroco. Sin esta consideración, hay peligro de ser conducidos a exigir respuestas que de antemano no están allí contenidas; por ejemplo, cuestiones sobre estrategia política o sobre los modos de superar el capitalismo.

Su pensamiento se ubica en una oposición entre el inevitable desarrollo del capitalismo en nuestra época, luego del fracaso de las revoluciones socialistas, y la necesidad de seguir existiendo en estas condiciones: “El ethos barroco, como los otros ethe modernos, consiste en una estrategia para hacer “vivible” algo que básicamente no lo es: la actualización capitalista de las posibilidades abiertas por la modernidad.” (113)

Hay, desde el inicio, una condición trágica en esta forma de vida y las condiciones para su reflexión, que se origina en esta exigencia ineludible de “hacer vivible” lo que “no es vivible.” Una situación que tiene la estructura del doble vínculo trágico que atraviesa la vida moderna –y posmoderna- enteramente.

El carácter dramático de este modo de vida se vuelve patente en el barroco, que es en sí mismo “teatralización” de ese doble vínculo trágico entre lo vivible y no lo vivible. No se trata de formular una estrategia revolucionaria, sino de explicitar el choque entre un presente “imposible” que tiene que ser vivido como tal, precisamente a través de su recurso dramatúrgico:

“Estrategia de resistencia radical, el ethos barroco no es sin embargo, por sí mismo, un ethos revolucionario: su utopía no está en el “más allá” de una transformación económica y social, en un futuro posible, sino en el “más allá” imaginario de un hic et nunc insoportable transfigurado por su teatralización.” (117)

No se trata de ignorar el hecho capitalista, sino de imaginar una forma de resistir, un ethos que desactive, aunque sea provisionalmente, los mecanismos del poder. Quiero decir, indagar por los procesos destitutivos de lo barroco, fracturando desde dentro aquellas formas institutivas. Y para esto hay que trasladarse desde lo barroco como arte o cultura, hacia el barroco como forma de vida.

Estrategia destitutiva del barroco que desactiva el orden discursivo, el plano simbólico del capitalismo, que cuestiona radicalmente su funcionamiento, que saca a la luz su imposibilidad, aquella en la que existencia tiene que volverse posible:

 “¿Qué significa hoy en día una práctica del barroco? ¿Cuál es su sentido profundo? ¿Se trata de un deseo de oscuridad, de una exquisitez? Me arriesgo a sostener lo contrario: ser barroco hoy significa amenazar, juzgar y parodiar la economía burguesa, basada en la administración tacaña de los bienes, en su centro y fundamento mismo: el espacio de los signos, el lenguaje, soporte simbólico de la sociedad, garantía de su funcionamiento, de su comunicación.” (121)

Resistir significa en Echeverría “amenazar”, “parodiar” la sociedad burguesa. Habrá que establecer los maneras específicas en que este ethos barroco hace estallar desde dentro lo invivible puesto en cada esfera de la existencia por la modernidad capitalista.

Este es el lugar de enunciación en el que se coloca explícitamente Bolívar Echeverría y no tenemos que perderlo de vista a lo largo de la lectura que hagamos de sus textos. Por esa misma razón, habrá que ubicarse de lleno en esa condición trágica del doble vínculo de la modernidad capitalista.

Echeverría, B. (1998). La modernidad de lo barroco. México: Era.
(Cito la edición digital de Kindle.)