El más reciente libro de Agamben, La lingua che resta. Il tempo, la storia, il linguaggio, (Agamben, Giorgio. La lingua che resta. Torino: EINAUDI, 2024), parece que habla de la historia como saber y de las relaciones que esta mantiene con la teología; sin embargo, se refiere indudablemente al presente y, a pesar de los esfuerzos de distanciamiento, termina remitiéndonos a la época en la que vivimos y a las pérdidas que hemos sufrido.
El proceso de secularización abolió la escatología de la reflexión sobre la historia; al fin y al cabo se trataba de entender los hechos históricos en su verdad, tal como efectivamente sucedieron, sin introducir en ellos algún tipo de teleología o de consideración acerca del fin de los tiempos.
Pero, esta eliminación de la escatología -aquella que el cristianismo sitúa como centro del tiempo- también arrastra consigo el sentido del tiempo, que no se ubica en un tiempo remotísimo porvenir, sino que es una cuestión de cada momento, siglo y época. Como esta escatología no se puede reemplazar por ninguna otra cosa, el tiempo y la historia quedan fracturados, llevándonos a caer en un vacío.
Ningún tiempo puede comprenderse si se elimina de él el todavía no, e incluso la estructura posibilítisca del pasado que, si bien ya está dado irremediablemente, aún está en capacidad de mostrar aquello que pudo ser y no fue.
Estas reflexiones, fundamentadas mayoritariamente en fuentes antiguas y clásicas no hacen otra cosa que reafirmar algunas tesis ya desarrolladas por Agamben, especialmente la de la inoperatividad, es decir, la no necesidad de la acción política orientada hacia un fin, sino de la plena comprensión del tiempo que resta, de aquello que no puede ser resuelto y que da significado a la historia y a la existencia.
Por ello, la vida de los seres humanos se ubica en el mundo (mundus), que no es entendido como ser-en-el-mundo, sino como existencia en ese hueco excavado en las profundidades del pasado y que mira hacia el cielo en espera de su recapitulación final. Habitamos ese espacio intermedio, suspendidos entre esos dos abismos.
Si nos dejamos llevar por el texto seremos conducidos a una especie de retorno a la teología, elemento indispensable de la comprensión y realización del tiempo y la historia. Por esto, necesitamos una clave para desentrañarlo, para comprender a cabalidad lo que realmente está diciendo detrás de las consideraciones técnicas sobre el mundo clásico o sobre el modo en que el cristianismo se configura como una religión de historiadores.
¿Cuál es esta clave a la que nos referimos? Hay que acudir a Walter Benjamin, autor que está detrás de muchas de las consideraciones de Agamben. La tensión entre el pasado no redimido y la escatología escapa a la esfera teológica y a una concepción cristiana del mundo, lo que convierte a Agamben en una especie extraña de pensador cristiano, a pesar de sí mismo.
Porque esta tensión que efectivamente se da entre el pasado no redimido y el todavía no de un tiempo e historia, aparentemente irrealizables y sin resolución posible, que no sea otra que habitar permanentemente en esa desgarramiento de la historia, no es otro que -y aquí radica la clave- es la que se da entre el pasado de las revoluciones socialistas, todas fracasadas, frente a las cuales no habría más que decir o hacer, excepto aceptar la derrota histórica; y, por otra parte, ese todavía no, esa apertura hacia otras revoluciones porvenir, cuya forma desconocemos, de cuya posibilidad renegamos con frecuencia, sometiéndonos al realismo del presente, al cinismo del no hay otra alternativa, que repite la resignación cristiana.
Entre un pasado revolucionario que no alcanzamos a reivindicar y un futuro revolucionario que parece inexistente e imposible, habitamos; este es nuestro mundo suspendido entre esos dos abismos. Entonces, la clave no está en volver los ojos a la teología y reintroducir la escatología en la historia. La tarea que la historia impone a la generación presente, en la apertura de este nuevo período histórico caracterizado por el ascenso del fascismo, es la doble capacidad de repensar el pasado en clave posibilística -fue de esta manera, pero las revoluciones pudieron tomar otro rumbo y concluir de otro modo- y la constitución de nuestra propia escatología, es decir, de la recreación de un mundo futuro que lo prefiguramos desde nuestras esperanzas y expectativas de un mundo mejor.
Se vislumbra una escatología como la anunciada por Benjamin, que conduzca desde el pasado reinterpretado hasta el encuentro con las revoluciones venideras, en un tiempo lleno de riesgos y peligros, en donde “el enemigo no ha cesado de vencer”. Se viene a la mente el monumento a Benjamin en Portbou: descendemos y miramos como las olas rompen furiosas contra la playa; ascendemos y miramos como los rayos de luz iluminan con fuerza ese espacio estrecho en el que habitamos.