En esa relación que se establece
con el otro, a través del deseo, se produce esa duplicación entre el yo y el
Ideal del yo; esto es, entre el sujeto empírico que cada uno es y esa
proyección imaginaria que hago sobre mí mismo, que está articulada al deseo del
otro. Es con este deseo con la que se produce el Ideal del yo:
“A la inversa,
¿en qué se convierte el sujeto? ¡Cómo se estructura? ¡Por qué se estructura
como yo y como Ideal del yo? Ustedes no podrán percibir esto en su necesidad
estructural absolutamente rigurosa más que como aquello que constituye el
retorno, el regreso, de la delegación de afecto que el sujeto envió a ese
objeto, el a”. (Lacan, 2014, pág. 127)
Porque esta imagen estructurante
proviene del otro, pero del otro como imagen. La letra a designa a este otro en
cuanto imagen, que se funde con mi yo, que permite que haya un yo
“De esta a en verdad todavía no hemos hablado
nunca, en el sentido de que aún no les mostré que necesariamente debe
plantearse, no en calidad de a, sino en calidad de imagen de a, imagen del otro que, con el yo, son
una sola y la misma cosa”. (Lacan, 2014, pág. 127)
Ahora bien, dentro de esa
economía del deseo es indispensable distinguir entre la función de este deseo y
la función de la demanda, porque se abre aquí una brecha que impide la
coincidencia plena, sin más, entre deseo y demanda. ¿Acaso demandamos lo que
deseamos?:
“Nuestra
experiencia nos confronta con la necesidad de hacer una distinción esencial
entre dos funciones. Hay en el sujeto algo que debemos denominar deseo. No obstante, la constitución de
ese deseo, su manifestación, las contradicciones que en curso de los
tratamientos estallan entre el discurso del sujeto y su comportamiento, obligan
a distinguir de aquél la función de la demanda.” (Lacan, 2014, pág. 129)
Si nos preguntamos por la
demanda, si indagamos y nos interrogamos acerca de aquello que demandamos,
deberíamos reconocer que hay algo que va más allá de esta, algo que la rebasa,
que junto con la demanda se coloca otra cosa. Cuando exigimos felicidad, placer
o simplemente algo material, ropa, un auto, detrás de estos pedidos, hay algo
más que imploramos, que suplicamos y que, desde luego, no reconocemos.
Porque una demanda siempre está
dirigida al otro, a aquel que puede hacer posible la satisfacción de esa
demanda o que así lo creemos. Cuando pedimos algo, en realidad estamos
exigiendo la presencia del otro, la permanencia del otro a mi lado, para mí
que, además, haga el gesto de que puede cumplir con la exigencia que le hemos
puesto.
Y cuando el otro está presente le
llamamos amor; no lo que haga o diga o deje de hacer o deje de decir, ni los
gestos ni los aspavientos, sino su sola presencia; aunque el otro crea que está
entregando sus “sentimientos”, cuando lo único que puede hacer es estar allí,
porque no tiene más que dar que su presencia. El amor es el otro como don, pero
el otro es siempre alguien imaginado, alguien desplazado, que tampoco coincide
consigo mismo; en este sentido, el otro es una metonimia, un tropo, un juego
del lenguaje:
“El asunto es que la demanda nunca es pura y simplemente demanda de
algo, en la medida en que en el trasfondo de toda demanda precisa, de toda
demanda de satisfacción, está, por la acción del lenguaje, la simbolización del
Otro, el Otro como presencia y como ausencia, el Otro que puede ser el sujeto
del don de amor. Lo que él da está más allá´ de todo lo que puede dar. Lo que
es justamente esa nada, que es todo, de la determinación presencia-ausencia”. (Lacan,
2014, pág. 131)
Por esto, tendemos a proteger al
otro, a cargar con su dolor, con sus preocupaciones o con aquello que
imaginamos que el otro quiere: “Esa suerte de protección brindada que en última
instancia se encuentra, más o menos, en la raíz de toda comunicación entre los
seres, en los cuales siempre se juega lo que uno puede o no puede hacer saber
al otro.” (Lacan, 2014, pág. 133)
Mas, ¿qué sucede cuando ese deseo
que ese esconde detrás de cada demanda, falla, desaparece? Entonces sentimos
que nos hemos quedado vacíos, que la vida desnuda, sin más se ha hecho
presente, porque es el deseo lo que me permite existir, me permite escapar a la
confrontación con la mera existencia y con la fragilidad de esta. Cuando falta
el deseo, entonces viene el dolor. Si falta completamente, el dolor se vuelve
insoportable:
“Pero es
también el dolor de la existencia como tal, en ese límite en el cual la existencia
subsiste en un estado en que ya nada se aprehende de ella más que su carácter
inextinguible y el dolor fundamental que la acompaña cuando todo deseo la
abandona, cuando todo deseo se ha desvanecido de esa existencia”. (Lacan,
2014, pág. 133)
Cuando estamos en ese límite y
parece que la existencia se disolverá finalmente, nos aferramos al deseo, que
hace que soportemos lo insoportable, que es el riesgo de que la existencia se
extinga. El deseo nos “tranquiliza”:
“Tal imagen lo
separa de esa suerte de abismo o de vértigo que se abre para él cada vez que se
ve confrontado con el último término de su existencia, y vuelve a unirlo a lo
que tranquiliza al hombre, a saber, el deseo. Lo que necesita interponer entre
él y la existencia insostenible es en este caso un deseo.” (Lacan, 2014, pág. 134)
Estamos llevados a creer que ya
con este deseo y con la demanda que lo oculta, hemos alcanzado una cierta
tranquilidad, hemos huido del dolor. Aquí se abre un nuevo proceso, porque una
tensión se introduce, tan dolorosa como la anterior. Creíamos estar huyendo del
dolor solo para encontrar con otro dolor.
Porque este deseo, que es el
deseo del otro, se parte entre este otro y la imagen del otro; y los dos
procesos no coinciden. El otro se “niega” a coincidir con la imagen del otro
que tengo dentro de mí: “La tensión imaginaria a-a´entre el yo y el otro -que podemos denominar, dentro de ciertas
relaciones, la tensión entre a
minúscula e imagen de a -estructura
de manera general la relación del sujeto con el objeto…” (Lacan, 2014, pág. 135)
¿Qué le pasa al sujeto como
consecuencia de la separación entre el otro y el otro imaginario, que son objetos
del deseo? El sujeto sufre una elisión; esto es, algo en él queda roto,
incompleto; se encuentra dentro del sujeto una falla, una brecha que no puede
cerrar, un abismo que no puede cruzar. Esta es la S tachada, el sujeto en la
imposibilidad de constituirse plenamente, de ser totalmente él mismo: “En
efecto, el deseo, como tal plantea al hombre, y con respecto a todo objeto
posible, la cuestión de la elisión subjetiva, -S-“. (Lacan, 2014, pág. 135)
De tal manera que se enfrenta a
su dilema más radical: o bien queda atrapado en el ese objeto del deseo, porque
solo puede acceder al otro como otro imaginario y esto es posible únicamente a
través del lenguaje; o bien, acepta a ese otro imaginario, a ese objeto del
deseo que viene bajo la forma de un significante, que está allí como
significante y no como significado:
“En la medida
en que, como deseo, es decir, en la plenitud de un destino humano como lo es el
de un sujeto hablante, se acerca a este objeto, el sujeto se ve atrapado en una
suerte de atolladero. No podría alanzar este objeto sin verse, como sujeto de
la palabra, borrado en esa elisión que lo deja en la noche del trauma, en
aquello que en sentido estricto está más allá de la angustia misma. O, si no,
resulta tener que tomar el lugar del objeto, sustituirlo, subsumirse bajo
cierto significante”. (Lacan, 2014, pág. 135)
Lacan, J. (2014). El deseo y su interpretación. Seminario 6. Buenos Aires:
Paidós .