La imagen es presencia de una manera inmediata y se nos muestra como tal sin que podamos eludirla. Ella misma es un producto colocado frente a nosotros y que, como tal, mira, interpela, cuestiona, exige una respuesta. Una presencia duplicada de un objeto que por cualquier razón no está presente en ese momento, aunque hipotéticamente podría estarlo. Más aún, una cosa o una persona bien pueden coincidir en el mismo tiempo y espacio con su imagen.
Sin embargo, más allá de este fenómeno harto cotidiano, la imagen es capaz de relacionarse de otra manera con la presencia; es decir, cabe la posibilidad de que la imagen traiga ante nosotros como presencia, un fenómeno que escapa a la visibilidad. Dadas las limitaciones de la percepción humana, se nos escapan una serie de realidades que simplemente no podemos ver, como lo muy pequeño o aquello que rebasa el espectro de luz al que tenemos acceso. Por ejemplo, la fotografía de un átomo o de un agujero negro.
En el ícono, especialmente en el de carácter religioso, parece que una noción distinta de presencia emerge. Aquí se trata de una imagen que coloca frente a nosotros a aquello que no es visible y que no puede, en ninguna circunstancia, volverse visible. Digamos que el ícono señala de alguna manera a esa presencia de aquello que es por su esencia, invisible. Remite con seguridad a cuestiones de orden religioso o metafísico.
Esta presencia exige un cambio radical de actitud frente al ícono, rebasando cualquier connotación estética o cotidiana. Al ser interpelados por la presencia divina a través del ícono, la respuesta del espectador se pone en el mismo plano, expresado por la oración, como modo de relacionamiento con el espacio invisible que soporta toda la experiencia religioso o metafísica.
Al mismo tiempo, incluso si escucho mis palabras
con mayor claridad, orar no es dirigir mis palabras o mi atención a mí mismo en
un monólogo interior. El tema al que se dirige no es mi propia presencia, sino
otra persona que está ausente. Tampoco la oración debe comportarse como si
actuara, fingiera, imaginara, deseara o simbolizara. Todas estas acciones
pretenden algo que no está plenamente disponible en la intuición presente, pero
todas ellas lo pretenden como ausente, como irreal. Orar es una
estructura diferente de actividad, que rechaza esta negación y, de hecho, niega
que lo que está aquí y ahora debe definir la realidad completa. Orar por lo
tanto requiere que abandonemos nuestra intencionalidad o conciencia como
medida, ya que en palabras de Marion, estas todavía están definidas por
nosotros y el alcance de nuestro alcance finito.
La interrogante contenida
detrás de estas consideraciones sobre la relación entre la presencia y la
imagen no va en dirección de discutir su validez o su grado de verdad; peor aún
entrar en debates de tipo religioso. Estas estructuras simbólicas provenientes
del momento de conformación de Occidente, en Bizancio, y mantenidas hasta ahora,
por ejemplo, en autores como Derrida y Marion, lejos de permanecer en el ámbito
de lo sacro o de una teología deconstructiva, penetran en otras esferas y
siguen actuando secularizadas, aunque conservando claramente su trasfondo
religioso.
Es en el arte
posmoderno es donde las viejas tensiones entre iconofilia e iconoclasia asoman
nuevamente. Si bien, por una parte, la posmodernidad se caracteriza por su odio
a la imagen, aunque ciertamente con excepciones, no tiene otra alternativa que
encarnarse y utilizar algún medio material o digital, de lo contrario no habría
finalmente obra de arte. La imagen es reducida a su mínima expresión, su tratamiento
es llevado al extremo de la banalidad, se desechan los aspectos técnicos, como
si la fuerza de la presencia del hecho artístico fuera suficiente.
La presencia de
lo divino es reemplazada por otra subjetividad que se pretende poderosa y
constituidora sin más del hecho artístico, la subjetividad del artista. Al
parecer la idea originaria y originadora de la obra de arte sería suficiente, y
la iconocidad de la obra puede así reducirse a la mínima expresión.
La posmodernidad
huye la imagen, le da la espalda al ícono; pero, en un total ambigüedad, no
puede prescindir de esa presencia manifestada en la obra, en donde su
materialidad apenas si es tímido soporte del sublime posmoderno. Por eso, la
posmodernidad no ha abandonado el espacio teológico, a cuyo gesto básico
regresa una y otra vez.
Rumpza, S. (2023). Phenomenology of the
icon : mediating God through the image. Cambridge : Cambridge University
Press.