En Simone Weil hay un nihilismo
profundo y consistente que, la mayoría de veces no aparece como tal y no es
estudiado en este sentido. Un nihilismo que tiene que ver con la renuncia a
cruzar falsamente un límite que no se puede traspasar en la búsqueda de
soluciones irreales. Ese “vacío” constitutivo en todos nosotros no tiene que
ser compensado, una gravedad que jamás va en la misma dirección de la gracia.
Es un gesto radicalmente
inmanente que rehúye la trascendencia, a nombre de la misma trascendencia, de
su imposibilidad de tomar contacto con lo real sin alterarlo esencialmente y de
introducirse sin más en el mundo.
Si tomamos el movimiento
contrario, aquel que va de la gracia a la gravedad, de lo trascendente a lo
humano, veremos aparecer ese momento nihilista en toda su fuerza: es preciso
vaciarse completamente para que lo sobrenatural pueda atravesarme, Dios solo puede
amarse a sí mismo y por eso, tenemos que desapegarnos de todo para que pueda
amarse a sí mismo a través de cada uno de nosotros: “ la gracia colma, pero no
puede entrar más que allí donde hay un vacío para recibirla, y es ella quien
hace ese vacío.” (Weil, 1994, pág. 36)
Su batalla constante contra las
diversas formas de poder -que le lleva a rechazar los partidos políticos y la
política misma-, ejemplifica bien este movimiento de la gracia que solo puede
actuar en dirección contraria a la gravedad: “No ejercer todo el poder de que
se dispone es soportar el vacío. Ello va en contra de todas las leyes de la
naturaleza: sólo la gracia lo puede conseguir.” (Weil, 1994, pág. 36)
Porque el poder se caracteriza
por esa tendencia inherente a su ejercicio, sin importar el nivel de que se
trate, de ejercerse hasta sus últimas consecuencias, sin límite. ¿Quién
renuncia al poder? ¿Quién está dispuesto a hacerlo?
Dejar de ejercer el poder, aun
aquel que ha sido otorgado democráticamente, contradice al poder mismo, a su lógica,
cuestiona su existencia. Por eso, el uno es el movimiento de la gravedad y el
otro de la gracia. Cuando se juntan entran en colisión, en donde el uno niega
al otro.
Y este movimiento nihilista tiene
que hacerse con las creencias a las que nos aferramos, los fundamentalismos en
los que nos estructuramos, las verdades definitivas que sostenemos. El núcleo
de este pensamiento nihilista está en el rechazo a que el vacío pueda ser
colmado, llenado artificialmente con lo que sea:
“Rechazar las
creencias colmadoras de vacíos que endulzan las amarguras. La de la
inmortalidad. La de la utilidad de los pecados: etiam peccata. La del
orden providencial de los acontecimientos –en una palabra, «los consuelos» que
comúnmente se buscan en la religión.
Amar a Dios a
través de la destrucción de Troya y de Cartago, y sin consuelo. El amor no es
consuelo, es luz.” (Weil, 1994, pág. 37)
Y comprender que aquí están incluidas
las religiones, como esa actitud plenamente colmadora del vacío. Desde luego,
Simone Weil lo hace en nombre de ese dios en el que cree, de ese dios que ansía,
pero lo hace sin recurrir a la religión. Su nihilismo impide que la religión
provea de un alimento irreal para un hambre real.
Un nihilismo del desapego para
poder ser fieles y consecuentes con la realidad. La necesidad de llenar el vacío
proviene de nuestra incapacidad de captar y sentir lo real, de estar habitados
por un constante sentido de lo irreal a lo que nos aferramos porque nos
consuela artificialmente:
“El apego no
es otra cosa que la insuficiencia para sentir la realidad. Nos asimos a la
posesión de una cosa porque creemos que si dejamos de poseerla deja de existir.
Mucha gente no es capaz de sentir con toda su alma que existe una diferencia
absoluta entre la destrucción de una ciudad y su irremediable exilio lejos de
esa misma ciudad.” (Weil, 1994, pág. 38)
Hablamos y hablamos en las redes
sociales por esa ansiedad de estar comunicados, porque nos “satisface” esa
ilusión de estar conectados, de pertenecer al mundo, a la sociedad, porque nos
imaginamos que los otros están ahí y no van a desaparecer para mí.