El paso de una forma a otra
implica un trabajo en dos direcciones. Primero, sobre la forma que sirve de
punto de partida, que es sometida a procesos de in-distinción, si bien estos no
conducen a su disolución completa, al regreso a la nada primigenia.
En las trans-formaciones, se
introducen en esta primera forma, lo amorfo –siempre parcialmente y
provisionalmente-. O, si se prefiere, para
todos los efectos prácticos, la forma anterior se aproxima a lo amorfo,
precisamente para dar paso a la nueva forma. Desde luego, esto sucede en una
enorme amplitud de grados. La forma con la que trabajamos tiende a disolverse,
a des-figurarse, a entrar en una fase de des-composición.
Sin embargo, hay que ir mucho más
a fondo y señalar que toda forma contiene el principio de su propia
de-formación, de su disolución, de su permanente proximidad con lo amorfo. Los
rastros de esa nada de la que proviene no la abandonan jamás, aunque sea
difícil que llegue a ese estado. La forma tiene una ansiedad de borramiento, una
necesidad de desdibujarse.
Aunque esta característica ha
sido enunciada muchas veces como una negación intrínseca a toda positividad –Fredric
Jameson-, efectivamente se trata de un modo de ser de lo real, de aquello que
caracteriza cualquier existencia. Quizás cuando se entra en el plano de lo
social, esa tendencia a la disolución y a la deformidad se convierte en
negatividad.
Cuando se trabaja con
trans-formaciones se torna indispensable descubrir, dentro de la forma, las
tendencias inherentes, inmanentes que le conducen a su traslación hacia otra
forma, al carácter radicalmente contingente, a la precariedad de lo existente.
Sobre estas tendencias inherentes
de la forma que busca transformarse, se inicia la nueva forma, que no puede
partir de cero. En el extremo final de todo se encuentra, por último, esa nada
cuántica, que jamás es una nada absoluta, sino que vibra de algún modo para
producir desde ella el universo entero. Esta huella penetra en todas las
esferas, incluidas aquellas de lo social, de lo simbólico, de lo virtual, de lo
político, de la democracia.
La nueva forma aparece en medio
de las fisuras de la anterior. Escisiones que marcan indeleblemente el curso
que seguirá la nueva forma, aunque sea para oponerse radicalmente a esta y
llevarla al extremo opuesto.
En segundo lugar, en ese doble
trabajo de transformación, se encuentra la nueva forma, que se construye sobre
la de-formidad de la primera, que presupone esos grados o niveles de reducción
a lo amorfo. La trans-formación es así, siempre, un constante flujo que va de
la in-distinción a la distinción y viceversa.
La forma resultante se fundamenta
en la in-distinción de otra forma, que la prefigura embrionariamente –literalmente
la forma es una pre-figura de otra forma-
La forma a la que se quiere
llegar, actúa desde la Forma; esto es, desde un determinado régimen estético –que
es un régimen de la sensibilidad y de la imaginación-, que guía tanto la labor
de la in-distinción como de la distinción. Esta Forma es con-figuradora, en la
medida en que establece el campo de las posibilidades del darse de las nuevas
figuras; pertenece al orden de lo figural –Lyotard- y sigue las líneas de
fractura de la Forma anterior, introduciendo elementos que hacen estallar el
anterior régimen estético.
Esta Forma configuradora,
figural, en el ámbito de lo social, tiene al inicio una existencia puramente
virtual, que ocupa el plano imaginario. Es una Forma primero imaginaria y solo
por eso puede llegar a ser real. Y en nuestra época este orden imaginario se
vive como efecto de superficie, como pantalla interactiva, como escenario.
(Galloway, Nusselder)