“La gracia colma pero solo puede entrar donde
hay un vacío para recibir, y es ella también quien hace ese vacío”. (Simone
Weil, Oeuvres, Le Grand Livre du Mois, 2001, p. 813).
La gracia, aquella que colma el vacío que se ha hecho en nuestro
interior, tiene poco sentido para nosotros. La relacionamos con contextos
teológicos o antropológicos, con el don que se da manera gratuita sin esperar
recompensa o, al menos, sin esperar una intercambio equivalente. Seguramente la
palabra más bien resuena a gracioso, risible, a lo mucho a aquello que nos
parece divertido. Un uso poco usual está en caminar con gracia.
Si bien se origina en el contexto religioso, en Simone Weil
se desprende y va más allá, porque se refiere a un principio que nos mueve, que
nos permite hacer algo que de otro modo no podríamos. La gracia es la capacidad
de hacer aquello que no está contenido en nuestras posibilidades, que nos
permite realizar acciones más allá de nosotros mismos.
Y la primera de todas, que fundamenta a las demás, se
encuentra en la capacidad de vaciarnos, de sacar todo lo que tenemos dentro. La
gracia es al mismo tiempo aquello que nos lleva a crear el vacío en nuestro
interior y aquello que llena ese vacío.
Es ante todo un movimiento inmotivado, que no sigue una
reglas causales, que no espera recibir algo a cambio, que no se dirige a
provocar un equilibrio con el exterior, con los otros, con el mundo.
¿Y qué es aquello que a lo que la gracia nos abre? ¿Qué
espera podemos esperar de ella? ¿Hacia dónde nos conduce? ¿Qué es ese
irrealizable que ahora se pone a nuestro alcance? ¿De qué manera nos transforma
la gracia sin que implique ningún recurso o apelación a una fuerza, entidad, espíritu
que tuviera propiedades sobrenaturales o especiales? Por el contrario, la
gracia permanece en el puro plano de la inmanencia, de lo que somos.
Al parecer la gracia nos dirige hacia la realización de un
gesto tan simple y por eso tan difícil de lograrlo, que ni siquiera cabe en
pensar en un acto espectacular, heroico, por el cual vayamos a ser reconocidos.
La gracia deja que hagamos un gesto gratuito: extendemos la mano sin esperar
recompensa, reconocimiento, sin pensar de dónde viene ese movimiento, evitamos
llenarnos de sentimientos, de pensamientos autocomplacientes que alaban nuestro
comportamiento.
Un acto gratuito y nada más. Sin aditamentos y que además
pronto borramos de la memoria. No exigimos del otro una compensación. No
queremos que nos diga que estuvo bien. El anonimato sería lo ideal. Un gesto
que nadie sepa que provino de nosotros y que nunca se descubra su origen.
Y, al mismo tiempo, ya que estamos vaciados por la gracia,
ser capaces de recibir un gesto gratuito; más aún, primero de reconocerlo como
tal. Y evitar la necesidad de devolverlo, de compensarlo, de organizar en
nuestro interior una deuda permanente.
¿Cuántas veces hemos hecho un gesto gratuito? ¿Hemos sido
capaces de gratuidad?