Volver a María
Joaquina en la vida y la muerte como el lugar al que siempre se regresa,
como un punto de partida indispensable, efectuando el mismo movimiento
iterativo que la obra realiza, insistiendo en palabras, frases, gestos. Sin
lugar a duda se trata de un uroboro literario: palabras masticando palabras y
arrojándolas después al rostro de los transeúntes.
Una nueva
lectura nos hace comprender su desplazamiento histórico: es el mismo texto
escrito allá en 1977 y, sin embargo, es otro. Se ha movido con el tiempo. Ha
sufrido una serie de transformaciones típicas de una verdadera obra de arte que
permanece en el tiempo y va ganando en universalidad capaz de encarnarse en
cada época, en cada momento histórico.
Su adhesión al
boom latinoamericano o la experimentalidad de ese momento pareciera quedar
atrás. Con todo lo válida que pueda ser ahora parece insuficiente para leer la
obra en toda su dimensión. En general, la crítica la redujo a un conjunto de
recursos técnicos utilizados con suficiente maestría. Pero, la crítica se negó
a preguntarse por el contenido de la forma, o, en otros términos, por el
significado propio de las formas articuladoras de la novela.
Por esto, es
preciso saldar cuentas con mi primera lectura del texto publicada en la Revista
Pucara
Por otra parte,
la crítica de aquella época se quedó en la descripción de las técnicas y del
modo de reconstrucción histórica; su sentido profundo también se escapó en
estos ejercicios meramente formalistas, esquivando una comprensión de las formas
movilizadoras internas a la novela de Jorge Dávila; es decir, el despliegue
infinito del lenguaje en las serialización, los contrapuntos que crean la tensión
interna y la temporalidad, ese efecto de alejamiento del presente precisamente
para poder hablar del presente.
Esta invitación
a releer esta novela de Jorge Dávila, que está cerca de cumplir 50 años,
probablemente comenzó a escribirla en 1974 y la terminaría en 1975; recibe el premio
Aurelio Espinoza Pólit en 1976, propone la articulación entre dos planos que se
entrecruzan de manera permanente en el texto: en primer lugar, la
representación del deseo: las pasiones sin límites, especialmente el poder, el
dinero y la sexualidad, muestran su ansiedad de ser representadas, dichas,
teatralizadas en el escenario del mundo, formando parte de esos mecanismos del
poder, enredándose en la irresoluble dicotomía de pecado y perdón, de pecar con
el único afán de ser perdonadas.
En segundo
lugar, superponiéndose a la primera esfera, el deseo de representación se cuela
por todas partes; y si ponemos atención se encuentra que ya no se trata de la
historia del dictador y de su séquito, sino que entramos de lleno en el plano
del lenguaje. Son las palabras que se deslizan entre la historia y reclaman su
protagonismo. En este sentido, detrás de la brutalidad de lo que se narra, está
el ejercicio preciso, cuidado, controlado a veces, espontáneo y caótico en
otras ocasiones, el manejo desbordante de la lengua entre recuperación de la
oralidad y escritura sometida al férreo puño del autor.
Así la novela avanza
negociando constantemente entre la representación del deseo y el deseo de la
representación:
… tiemblan ante la cercanía de su mano cuando les da la comunión, se
estremecen al ser absueltas por él, invisible tras la cortinilla y la reja del
confesionario, sueñan en pecar para ser por él perdonadas, hacen largas colas
para confesar nimiedades con tal de oír su voz encantadora, de sentir su
aliento oloroso a bizcochuelo, horneado por manos monjiles, y a vino de
consagrar, mienten pequeñas mentiras con tal de sentir su mano alzándose dentro
de la caja misteriosa, especie de eliminador de culpas, en la que él se instala
después de la misa… (89)
Dávila Vázquez, J. ((1976) 2015). María
Joaquina entre la vida y la muerte. Quito: Libresa.
Rojas, C. (1977). La palabra como
instrumento de dominación. Pucara, 93-106.