El mundo está poblado de imágenes. A cada
instante nos asalta desde algún lugar una imagen, bien sea el vigilia o en el
sueño. Por todos lados pantallas y en ellas el pasar de las imágenes en una
sucesión imposible de detener. Es imposible fijarse en una sola de ellas y
quedarnos largo rato en el solaz cautivados.
Sin embargo, ellas comparten ciertas
características, sobre todo aquella ya mencionada: la duplicidad. Más allá de
cada contenido concreto y de sus tratamientos visuales, la imagen es una forma.
Es decir, existe la forma imagen. Las demás son concreciones de esta.
Entonces, para decirlo con Simondon, ¿cuál es
el modo de existencia de las imágenes?, ¿de qué manera este permite
distinguirla de otros fenómenos? ¿Qué distinción introduce el mundo la imagen?
Cuando la imagen se forma pone en la realidad
algo que no estaba allí previamente. Ahora tenemos la realidad y su imagen. La
realidad en su dualidad. Ambas coexisten ocupando el mismo espacio ahora
marcado por la imagen. Así, no nos es posible aproximarnos a la realidad sin
más. Debemos atravesar por la imagen para llegar a lo real.
Este es precisamente el núcleo de su
existencia. Respondiendo a la pregunta por el modo de ser de la imagen se
podría pensar en una suerte de deficiencia ontológica. Solo está allí después
de la cosa, del hecho, del fenómeno. Como duplicado no deja de ser tardío.
Pero, su modo de ser contiene mucho más que la dualidad de lo real. La opacidad
ontológica de su inicio se ve compensada por la fuerza de sus tentáculos.
Al ser el doble de lo real la imagen no
solamente rehace lo real a su manera y con sus propias tecnologías. Esta es
apenas la primera parte. En un segundo momento, la imagen mira a lo real y
descubre en ella también su insuficiencia radical, su carácter efímero, su
contingencia constitutiva. No tiene sentido pretender rehacerla o volver a
mostrarla de manera completa. Procedimiento innecesario e inútil.
Por esto, la imagen sin otra alternativa es un
desplazamiento de lo real, dado de tantísimas maneras, reduciéndola,
ironizando, seleccionando algunos aspectos, segmentando, distorsionando. La
imagen peca constantemente por exceso o por defecto. Y la posibilidad de lograr
el máximo parecido es, nada más, un recurso retórico.
En un tercer momento, la imagen deja de mirar
hacia la realidad de la cual proviene. Extiende sus tentáculos, rastrea,
indaga, supone, inventa… imagina. No entremos en este momento en el tema de la
imaginación, sino en sus consecuencias ontológicas alteradoras de su modo de
ser.
La duplicidad como punto de partida, de la cual
no se puede despegar totalmente, va camino de ser superada como fenómeno
principal. Ahora a su manera de existir se le añade la capacidad ampliar el
sentido de lo real, pone en entredicho sus límites, mostrar su radical
insuficiencia.
Ampliación del sentido de lo real conducente,
tarde o temprano, a la modificación de lo real. Después de la imagen, la
realidad nunca volverá a ser la misma. Su doble indica su pobreza ontológica.
Insiste en todo momento: a la realidad siempre le hace falta más; de hecho,
todo el futuro completo. Pero, la imagen no es el futuro. Es la señal de la
profunda posibilidad de futuro.
En este nivel, nada esto debe tomarse con un
fenómeno directamente positivo o negativo. Eso le corresponderá a la serie de
imágenes con sus formas de expresión y sus contenidos. También está claro que
los procesos mencionados tienden a ocultarse bajo una enorme capa de banalidad.
Fácilmente se podría escribir un tratado acerca de la banalidad de la imagen.
Aquí se trata de intento contrario: descubrir los modos de significación de la
imagen con el conjunto de sus consecuencias.
Desde la perspectiva del modo de ser de la
imagen nos hemos encontrado con estos dos elementos ontológicos iniciales,
luego vendrán otros más: dualidad y ampliación de lo real. Estos dos elementos
ontológicos le posibilitan a las imágenes a poblar los diversos mundos que
constituyen nuestra realidad.
Tres esferas profundamente interrelacionadas
están pobladas de imágenes. Vivimos en el constante paso de una a otra. Se
podría decir que forman un continuo en donde se pueden distinguir formaciones más
o menos definidas. Las primeras han sido las imágenes como artefactos
bidimensionales representando los hechos más variados de la vida social. Esta
es la versión clásica de la imagen.
La segunda esfera repleta de imágenes es la
mente humana. Allí dentro la mente intenta mostrarse a sí misma cómo es el
mundo, cuál es la probabilidad de un evento, cómo se desarrollará un evento.
Nos hacemos imágenes de la realidad y de nosotros mismos todo el tiempo.
La relación entre actividad y producto, entre
verbo e imagen, se pone en primer plano: la imaginación produce imágenes.
Vivimos dentro de un orden imaginario. Cuando hace su aparición una nueva realidad,
un fenómeno inesperado o se nos viene a la mente una idea inesperada, enseguida
la imaginamos, toma forma, la interrelacionamos con las demás, la colocamos en
su debido contexto y esperamos que comience lo antes posible su vida social.
El tercer ámbito, ahora inmenso y descontrolado,
es el de las imágenes digitales. El campo abierto por las nuevas tecnologías
produce un estallido de imágenes. Tiempo habrá para comprenderlas de mejor
manera. Por ahora, digamos únicamente que esta esfera de lo virtual somos
nosotros mismos en medio de nuestra situación proyectándonos, colocándonos allá
afuera, en esa extraña exterioridad de lo digital.
La inteligencia artificial, utilizando todo lo
creado por nosotros mismos, segmenta, adhiere, prolonga, reusa y coloca como
frente a nosotros imágenes nuevas. No las sentimos nuestras, dudamos de su proveniencia
humana. Los algoritmos parecen haberse enloquecido y arrojan resultados
sorprendentes.
La función imaginativa de la humanidad se ha
partido en tres porciones y le está costando bastante en articularlas: la
imaginación individual de cada mente, la imaginación realizada en las imágenes
que pululan en la realidad, y la imaginación automática de la IA.
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