Cuando el ego era imagen.
La imagen en la Edad Media está lejos de ser una cuestión
simple de comprender y explicar, más allá de la reducción simplificadora de
tenerla como un procedimiento de evangelización para el pueblo inculto y
analfabeto, para quien la mejor manera de acercarse a los misterios de la
divinidad era precisamente a través de la imagen.
Cuatro aspectos conducían a volver harto compleja la idea y
manejo de la imagen medieval: en primer lugar, el origen teológico de las
reflexiones y usos de la imagen no estaba en el hecho de que los seres humanos
estuviéramos hechos a “imagen y semejanza” del Dios creador; sino, en que al
interior de la misma divinidad la imagen era fundamental para explicar el paso
de Dios a su hijo, porque el hijo es la imagen del padre. Una vez dado este
primer hecho trascendente, se pasará a dilucidar en qué medida nosotros estamos
hechos a imagen de lo divino.
Se produce así una secuencia de imágenes de imágenes, que
van desde lo divino a lo humano, hasta llegar a los cuerpos y a la naturaleza:
“El término
preescolástico imago tuvo vigencia en varios campos. En la teología
antropológica, imago articulaba la relación esencial del hombre con su creador,
Dios. En la teología de la encarnación, imago era la imagen de Dios que tomó
forma humana en la persona de su hijo, y que fue en la tierra "la imagen
del padre". En lingüística, el concepto de imago se extendió a las
metáforas textuales. (Bedos Rezak, 2011, pág. 171)
En segundo lugar, si bien la distinción entre la realidad y
la imagen se establece con claridad, además de insistir en sus diferencias
ontológicas radicales, existen fenómenos en donde los límites entre los dos
planos tienden a difuminarse; es decir, la imagen no solo es el duplicado de
Cristo o de un santo, sino que comienza a ser penetrado por la esfera de lo
sagrado, trayendo este plano a la inmediatez de la imagen; así, la imagen de
Cristo que empieza a sangrar.
Esto esta profundamente ligado a los procesos de
hipóstasis, como es el caso de la eucaristía: la hostia es tanto la imagen de
lo sagrado, como la presencia de lo sagrado en su plenitud. Allí los dos planos
se funden. La hipóstasis permite que lo sagrado se haga presente a través de
una realidad, ícono o imagen, que une en un solo movimiento presencia y
representación: “En la eucaristía “la sustancia y su representación son una y la misma”.
Este también es el caso de la imagen
de Cristo crucificado, que funciona como representación y como actualización de
la presencia misma de Cristo, en es ambigüedad permanente que va adquiriendo la
imagen medieval:
“La cuestión aquí es la
función de la imago crucis, la imagen viva de Jesús Crucificado: primero como
camino de aproximación a lo sagrado, pero, luego, “como una imagen que es
superada y descartada, por una que es impresa, que permanece presente, y que es
capaz de actualizar la presencia de la figura representada”.
Una actualización de la presencia que
altera la noción de representación cuestionándola, obligándola a ir más allá de
sí misma al adquirir la capacidad de volverse ella misma presencia de la cosa
representada:
“…al producir una confusión de signo y cosa, inhabilita la dinámica
de la referencia y socava la semiótica de la representación. Así, aunque este
modo de significación se refería estrictamente sólo a la eucaristía, el
argumento de la presencia real y su principio de inmanencia acabaron por
realinear las teorías de la representación, con consecuencias para la sociedad
en su conjunto.
En tercer lugar, la función de la imagen no solo como
representación sino como presencia se traslada a la esfera del poder civil: la
imagen del rey funciona como si realmente él estuviera presente, además de
servir de representación. Es decir, que la tendencia a diluir los límites entre
el plano real y el de la imagen se utiliza como un dispositivo de manejo del
poder.
La idea de sello que deja una impronta se convierte en el
núcleo ontológico de la constitución de los seres humanos, que son en la medida
en que quedan marcados por este sello que es, desde luego, imagen presente de
la divinidad:
“La idea
central de estos comentarios que manipulan la metáfora del sello revela, por
tanto, varios niveles de impronta en la constitución ontológica del hombre. En
uno, la divinidad ha impreso la razón en el hombre en el momento de la
creación; en otro, el Espíritu Santo firma el sello de Cristo sobre el hombre
en el bautismo; en otro, la maleabilidad voluntaria al sello de Dios por parte
de hombres y mujeres individuales puede lograr la reformación y un grado
progresivo de semejanza con la divinidad”.
De tal manera que en la
preescolástica medieval la noción de ser hechos a imagen y semejanza evoluciona
hasta convertirse en sello que deja una impronta, en acción directa de la
imagen divina sobre los seres humanos, trasladando las cuestiones de la
semejanza en una perspectiva de participación:
En el siglo
XII, la naturaleza humana se concebía no sólo como creada y recreada a imagen y
semejanza de Dios, sino específicamente como una impronta. O, dicho de otro
modo, el concepto de impronta confería a la noción misma de imagen el poder de
transformar la semejanza (correspondencia diferencial entre dos cosas) en
participación, de identificar la referencia a un modelo (imitación, relación
existencial) con el origen en un arquetipo (filiación, relación esencial) y,
por tanto, de traducir la representación en presencia. Este último cambio fue
fundamental en su teorización explícita de la inmanencia, que postulaba la
presencia de Dios en el Hijo engendrado y, a través del Hijo, también en el ser
humano creado.
En cuarto lugar, esta concepción de la imagen con las
complejidades señaladas se convierte en productora de las subjetividades y
corporalidades medievales. El cuerpo es la imagen del cuerpo de Cristo y la
estructura de la subjetividad reproduce en su interior la imagen de la
Trinidad. De tal manera que “estar a imagen y semejanza” quiere decir estar
hecho a la imagen de la imagen divina, Cristo, siguiendo de manera similar y
finita la serie de atributos que esta tiene. Y la imagen encarnada del
Dios-Hombre sirve de modelo a las corporalidades humanas.
"Sostendré
que las teorías preescolásticas de la imagen, al rehuir el concepto de imagen
como espejo en favor de una consideración de la imagen como huella, articularon
una conciencia de la relación entre los modos de representación icónica, la
constitución del sujeto, el ego, y la construcción de la subjetividad.
La teorización teológica conduce a una redefinición de la
imagen, desplazándose desde la “semejanza visual”, a la semejanza sustancial;
la primera exigía un reconocimiento de la imagen que movía a la fe; la segunda,
como se ha dicho, introduce la exigencia de la participación de la ciudad
terrena en el proyecto de la ciudad de Dios y, por esto, se torna escatológica:
“Contemplando
la dialéctica de la distinción y la semejanza, se apartaron de una definición
de las imágenes como sinónimo de semejanza visual. De este modo, desplazaron la
semejanza del mundo visual de las apariencias y la reformularon como un
principio activo, como una relación entre forma y materia, que implicaba
gradaciones de contacto y presencia. Mientras que la imagen bizantina era
material pero insustancial, y se refería a su modelo a través de la semejanza
visual, la imagen concebida en el Occidente preescolástico era conceptual,
enraizada en la sustancia, y se refería a su modelo a través de la
participación.
En síntesis, la imagen
asentada inicialmente en su fase especular exige que se la concibe como activa,
en la medida en que no solo representa a la divinidad, sino que, al hacerse el ser
humano como imagen de lo sagrado, recibe de este una impronta, queda impreso en
el ser humano la marco de su origen divino, al haber sido creado.
La imagen medieval está
allí no solo como memoria o recurso pedagógico, sino como mediador
indispensable entre lo sagrado y lo humano, que permite la representación de
este vínculo, así como la renovación efectiva de la presencia de lo divino que
ha quedado impresa en el alma humana.
Bedos Rezak, B. M. (2011). When Ego Was Imago. Leiden:
Brill.
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