4. Máquinas escénicas:
4.1. El maximalismo experimental de Andrés Vázquez.
En el montaje de Elizabeth o la esclavitud de Isidro
Luna, Vázquez opta por el maximalismo en todos los aspectos, con una fuerte
carga experimental que, además, se propone funcionar como una máquina
abstracta. Como se ve este es todo un programa.
Derivando esos conceptos de la
teoría de la forma y confrontándose con la evolución de su propia práctica
teatral, Vázquez toma Elizabeth para
someterla a su trabajo, para rastrear en ella el cúmulo de esclavitudes y,
simultáneamente, colocar otras temáticas que solo pueden provenir de los
dispositivos de montaje que ha articulado.
Esta máquina abstracta, que
recuerda Tretiakov, en la medida en que pone el máximo de elementos para
producir un efecto sobre el público, para llevarlo hacia donde quiere, para
meterle en el desconcierto y obligarle a pensar sobre lo que está mirando. Se
apela a un espectador activo que, incluso, al final de la obra debería gritar
su gusto o disgusto, su conformidad o disconformidad. Hay una preocupación
central, que tiene que ver con el diseño explícito de las reacciones, las
apelaciones a la sensibilidad, las imágenes, los razonamientos, que se quiere
provocar sobre el público.
Siguiendo a Umberto Eco, la
indexación de la obra a través de esta puesta en escena concreta, presupone un
espectador ideal, un “público interpretante” que es el que realmente toma
contacto con el conjunto de dispositivos de la máquina teatral. (Eco, 1987)
Desde luego, esa máquina teatral
ha cambiado, se ha desplazado hacia el orden simbólico siempre de la mano de la
puesta en escena. Así, se introduce una televisión que siempre muestra la misma
imagen, un sillón destartalado que se desplaza de un lado al otro del escenario
como si tuviera vida propia, creando un espacio de habitabilidad, un lugar para
contar historias, unas silla de ruedas sobre la que va la protagonista, una
puerta lateral a través de la que no solo se sale sino se espía lo que pasa en
el escenario, una música que trata de contar su propio cuento, y sobre el piso
hecho de madera de reciclaje, se ha pintado una imagen del test de Rorschach.
Esta imagen que exige el esfuerzo
de ser captada, es lo que confiere sentido último a este aparataje, lo que
muestra que no solo es una puesta en escena más, sino que se ha puesto en juego
-siguiendo a Eisenstein- el inconsciente colectivo, el espíritu del grupo, un
cierto intelecto general, o como se quiere llamar, que lleva la historia de
Elizabeth más allá de los límites de la negritud, de la inversión de la
esclavitud: ama negra, esclavo blanco.
Y es ese teatro de la multitud
que vuelve a aparecer, bajo los rastros de ese olvidado teatro de la Rusia
revolucionaria, cuando los personajes se dividen, se segmentan, se multiplican;
cuando el sí mismo estalla, cuando la subjetividad se convierte en
subjetividades y los esclavos batallan entre sí, como si estuvieran conectados
por una corriente común que les atravesara por dentro, que hacen que uno sienta
lo que el otro sufre, que uno diga lo que el otro piensa, que el cuerpo de uno
sea sometido al trabajo brutal que se lleva sobre otro cuerpo.
Dentro de máquina se producen las
actuaciones, se construyen los personajes; o más bien, los semi-personajes, los
personajes demediados, como si hubieran estallado y cada uno hubiera adquirido
su propia corporalidad.
Aparte de estas corporalidades
con sus gesticulaciones, lo que se pone en gesto -otra Eisenstein- en la
secuencia completa de montaje, no es otra cosa que la extensión de la
esclavitud al conjunto de ámbitos de la vida y el efecto que tiene sobre
nosotros, de despedazarnos. Es esta situación la que se proyecta -en el sentido
de Rorschach- sobre el conjunto del montaje, la que conduce a que el texto sea
literalmente “torturado” para obligarle a decir lo que se ha puesto en gesto.
Un gesto que es ante todo formal,
pero que remite a un “contenido de la forma” a través de ese poner en gesto, de
este procedimiento de indexación a través de la máquina construida, de ese
intelecto general que ha sido puesto en obra y que no puede sino existir como
masa.
No es extraño que una obra clave,
producida como ejercicio pedagógico en la Escuela de Artes Escénicas de la
Universidad de Cuenca, sea En la multitud
de Isidro Luna, en donde la propuesta formal, dramática, consiste precisamente
en poner en escena a un actor-colectivo, a un actor-masa, que se mueve, se
parte, se diferencia, se divide, se confronta consigo misma para volverse a
reunir.
Allí, y únicamente allí, se
pueden individualizar ciertos personajes que existen en un transcurso bastante
limitado en la obra y vuelven a su estado de multitud, a perderse en la masa,
que les acoge y les disuelve en el colectivo.
Se podría decir que en casi todos
los montajes realizados por Vázquez encontramos algún elemento, algún gesto,
que proviene de la necesidad de poner a la multitud en escena que, muchas
veces, se acerca a la tentación de colocar al público como tal en el escenario,
como parte del hecho teatral, fundiendo teatro y vida.
Las cuestiones del método
dramatúrgico se trasladan desde su origen barbiano hacia algo que le hemos
denominado posbarbiano y más adelante, método caníbal -correspondiente al
teatro caníbal- No es que haya desaparecido la técnica barbiana, que sigue
estando allí como manera de huir del realismo o del naturalismo, pero ha dejado
de ser el centro, el núcleo a partir del cual todo se formaba y se producía el
encuentro entre la construcción del personaje y el texto.
Ahora el método barbiano ha sido
predado, consumido productivamente en cuanto entra a ser parte de los insumos
de la máquina abstracta teatral, como un dispositivo más entre otros. Y sobre
ciertas corporalidades y gestualidades que se construyen, se coloca como su
principio organizador el montaje, con sus dispositivos y disposiciones, con sus
unidades operativas que se articulan entre sí para determinar unas secuencias,
unos ritmos.
El método, en plena fase de
investigación y formación, es conducido de manera enteramente experimental,
casi como ensayo-error, como búsqueda, encuentro, desechando aquello que no
concuerda, inventando sobre la marcha, elaborando una y otra vez, diagramas,
boceto, porque lo primero que se imagina son las puestas en escenas: puesta en
escena, puesta en juego, puesta en gesto.
Una experimentalidad que, en vez
de esconderse, se trasluce plenamente en Elizabeth:
en los juegos con el robot-maniquí, en el erotismo con la máquina, en la
imposibilidad de comunicación entre los seres humanos, entre la serie
interminable de mediación que no llevan a fin alguno, sino que se convierten en
medios de medios, en medios sin fin. Este es el caso del desdoblamiento de los
personajes, de esclavo en esclavos, de la ama en amas, en donde cada uno
mantiene el mismo estatus que el otro y ninguna predomina o conduce la acción.
A momentos se supeditan, solo para invertir el proceso.
Conjunto de dispositivos que hacen
que la máquina abstracta funcione, que se aproximan más a una secuencia o
módulo de software, antes que a los procedimientos procesuales metafísicos
deleuzianos. Aquí lo maquínico se vuelve operativo, ya no en el sentido de
Tretiakov alucinado por las cadenas de montaje industrial, ni tampoco cercanos
de la posmodernidad, en donde todo se resuelve en el performance. No hay
performance en Elizabeth. Hay teatro,
en el sentido estricto del término.
Por eso, esta máquina teatral
abstracta, formal, introduce en secuencias, bucles recursivos, redundancias,
resultados que son fruto de la misma operatividad a través de la cual la obra
se hace, se procesa y queda condensada en un determinado resultado.
Elizabeth muestra, con precisión, los distintos lados de la forma y
su relación con una determinada textualidad, con una temática precisa que se
cuenta: la esclavitud invertida. Pero, no se trata de que unos significados son
simplemente transportados por unos significados, sino que el conjunto de
dispositivos con todos sus elementos -su aparataje completo- tienen una
significación propia que entra en relación con los significados textuales.
Esta relación en Elizabet no
camina en dirección a un encuentro, a la búsqueda de cierta unidad perdida,
sino que es la confrontación entre dos planos que choque, hasta violentamente
en ciertos pasajes del montaje de la obra.
El plano de las significaciones
del texto es predado constantemente por la forma del montaje: ama negra que se
parte en varias figuras femeninas, figuras humanas que chocan con el robot en
el sofá con el que se relacionan eróticamente, esclavo negro que se transforma
en una serie de esclavos blancos. Y el aparataje del montaje que vuelve
redundante y recursivo ese otro plano formal: la televisión, el sofá, la silla
de ruedas. En último término, la esclavitud en su forma clásica, trasladada a
las esclavitudes de todos los días en todos los aspectos.
En el montaje de Elizabeth chocan
estas esclavitudes, se fragmentan, se deshacen, se rehacen, hasta que, finalmente,
podemos quedarnos con la mujer negra que entra y la mancha del Rorschach
dibujada en el piso. ¿Es un juego de proyecciones? ¿Ha sido el conjunto de lo
que hemos visto inmotivado? ¿Está allí para que nos proyectemos o, por el
contrario, es esa esclavitud la que se proyecto en nosotros, los espectadores?
Por lo tanto, no se trata
solamente de estructuras que serían asignificativas y que remitieran
exclusivamente a sensaciones, a afectos, a imágenes, en un teatro no
referencial o que intenta romper con la referencialidad del texto. Lo que está
en obra más bien es una determinada indexación de la forma-teatro que elabora
una máquina -con sus dispositivos y disposiciones- y que termina por hacer que
se trate de esta obra concreta, como una unidad. (Kirby, 1987)
Y es la elección de una
distinción la que marca el campo en donde Elizabeth
existe: esclavitud/esclavitudes.
Solamente a partir de este
elemento cabría plantearse la cuestión del público, preocupación constante en
Andrés Vázquez, que se propone en cada montaje, una reflexión sobre el
espectador: ¿a dónde se le quiere llevar?, ¿qué se quiere que sienta?, ¿qué
reacciones se esperan?
Al contrario de los sostiene
Kirby, la relación no se da directamente entre la obra y el espectador, a pesar
de las apariencias. No se trata de un teatro estructural que es entendido por
el espectador de acuerdo cada historia personal, de un modo completamente
subjetivo. (Kirby, 1987)
Por el contrario, como ha mostrado
Umberto Eco, la obra se dirige ya no a un lector modelo, sino a un “espectador
modelo”, que está presupuesto en la máquina de montaje concreta que se ha
puesto en juego. Este es el mediador entre la obra y el espectador; allí caben
diversos grados de coincidencia, acuerdos o desacuerdos, entre ese público y el
“público modelo” que funciona como interpretante. Ciertamente que ese
espectador modelo tampoco coincide con lo que el director ha tratado de hacer;
diríamos que más bien se trata de un “inconsciente teatral” que ha sido
convocado y que es aquel que se desprende de la obra tal como finalmente la
vemos sobre el escenario.
¿Qué espectador modelo maquina Elizabeth o la esclavitud? ¿Cuál es su
interpretante teatral? No puede ser otro sino esa “functor” que pone en marcha
la máquina teatral de esta obra y que empuja cada aspecto hacia la
confluencia/disociación entre esclavitud/esclavitudes y, quizás, una crítica a
las teorías psicológicas del self.
Un sí mismo imposible, que
estalla en sujetos y subjetividades bajo el efecto de esta máquina de
esclavitudes que la obra proyecto sobre nosotros.
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