Finalmente, hemos entrado en la
era de la imagen, en el imperio de lo visual. Nuestra vida entera está rodeada
de pantallas, que progresivamente alteran nuestro modo de percibir la realidad,
porque se convierten en interfaces inteligentes que dan forma al mundo en el
que existimos.
Por su parte, en el mundo de las
artes y del diseño la performatividad, la expresividad y la tecnología van de
la mano. Allí, más que en cualquier otro ámbito, las narraciones, las
textualidades, los discursos parecerían haber huido y desaparecido
definitivamente en el horizonte.
Estos fenómenos que forman parte
de los lugares comunes que se repiten de modo incesante y que se convierten en programas
de acción, en modas artísticas o del diseño, no pasan de ser simulacros. Si
bien se puede admitir ese largo predominio de lo visual y de lo performático en
casi cualquier espacio de la vida actual, sin embargo cabe la pregunta acerca
de desaparición de las narraciones y los discursos.
En algunas artes, especialmente
en el teatro postdramático, en ciertas corrientes de la danza y de manera
espectacular en las artes plásticas, el privilegio de la performatividad y del
volcamiento expresivo de un sujeto casi disuelto o de un cuerpo nada más que
habitado por sus sensaciones, ha dado un paso más en su escape del discurso.
Y en último movimiento se dirige
hacia la abolición ya no de las grandes narraciones o relatos, sino de los
microrrelatos, en donde la meta casi sería la anulación completa de cualquier
sentido o significado, o su reducción a una nebulosa indefinida que queda
flotando en la más completa subjetividad del artista.
El riesgo en cada ejercicio no es
otro que la banalidad que, lamentablemente, uno encuentra en estos fenómenos
por doquier. Simulacros sin estética alguna colocados frente a nosotros como
sucedáneos del arte. Cualquier intento de preguntar por el significado, por el
sentido, se considera como retrógrado, incómodo, inútil.
A esta altura del desarrollo del
mundo, en donde no tenemos frente a nosotros ni la más mínima posibilidad de
una práctica y discursos revolucionarios, cuando solo vemos a nosotros el
futuro como catástrofe humanitaria o ecológica, el “peligro” del regreso a
grandes relatos es prácticamente inexistente. La modernidad no volverá ni
siquiera como proyecto inacabado peor aún el socialismo.
Frente a este simulacro
postmoderno tenemos que introducir la cuestión de las textualidades, los
discursos, los significados y especialmente, por la representación. La tesis
central que se sostiene aquí es que cada época está conformada por el par
expresión/discurso, performatividad/narración, acción/texto. Foucault lo ha
mostrado extensamente y Ranciére a la historia del arte. Los regímenes siempre
son dobles: visuales y discursivos, aunque hay que insistir que sus relaciones,
sus contraposiciones, sus privilegios e incluso el juego ideológico con el que
acompañan varían de una fase a otra de la humanidad, de una cultura a otra.
Así que el tema no es de qué modo
se ha disuelto la discursividad bajo el dominio de la performatividad, de qué
manera la expresión ha devorado a la narración, sino de qué modo la hegemonía
de lo visual ha creado su propia discursividad, cómo se expresan las nuevas
narraciones en los espacios visuales.
Hay que decir que nunca como en
nuestra época se ha dicho tanto, se ha hablado tanto, se ha escrito hasta el
cansancio: blogs, páginas web, mensajes de textos, textos impresos y
electrónicas. Las nuevas tecnologías de la información y comunicación no
existen en medio del silencio sino inmersas en una selva de palabras que no
dejan de decirse, repetirse, citarse, nombrarse.
Se trata, por lo tanto, de
escribir el discurso de la postmodernidad, las narraciones desprendidas de la
performatividad, los espacios infinitivos de las visualidades que son poblados
por las palabras. Esto exigiría a que las artes visuales, las expresiones
performáticas, hagan explícita la narración que contienen, los sentidos que la
habitan, los significados que se desprenden de su superficie. Quizás de este
modo dejen de ser simulacros banales de sí mismos.
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