Dirección:
Christoph Bauman.
Esta adaptación y el montaje de Un enemigo del pueblo de Ibsen exige un
debate y una toma posición, especialmente porque debe ser leída a la luz de la
situación actual. Dejo de lado los aspectos específicamente teatrales para
centrarme en el análisis de su contenido.
El valor central de la obra radica en que
desnuda los mecanismos de funcionamiento de poder, que terminan por corromper
todo lo que le rodea. Como la obra muestra, desde el periodista hasta la gran
masa está sometida a un férreo control ideológico, que supedita las acciones a
los intereses económicos. Ni siquiera las consideraciones de orden familiar
logran escapar a este sometimiento.
Poco a poco el Doctor Ayora y su familia se
quedan solos, sin trabajo y más aún, termina por ser declarado enemigo del
pueblo.
La obra se lanza de manera explícita a producir
la identificación ética con el Dr. Ayora; el público rechaza la manipulación
del poder. Después de esto, el Doctor acaba completamente solo, reivindicándose
contra la masa, sintiéndose el más fuerte allí en su aislamiento, seguro de
tener la verdad.
Sin embargo, la obra corre el peligro de
trasmitir el “mensaje” opuesto al que pretende provocar. En primer lugar,
porque es derrotista: si bien se salva moralmente al individuo, colocado por
encima de la masa engañada e inmoral, políticamente el Dr. Ayora fracasa de
manera rotunda. No ni siquiera un resquicio de esperanza que le permita al
espectador vislumbrar otra salida que no sea la superioridad moral del
individuo.
Si bien es cierto que las masas se encuentran
inmersas en una ideología que les coloca del lado de sus enemigos, no se puede
desprender de esto que solución sea despreciarlas, olvidarlas, ni hacer sobre
ellas una requisitoria moral ni apelar a la educación para liberarlas.
El Dr. Ayora no comprende que la única
alternativa no está en quedarse solo teniendo la razón, convertido en un héroe,
sino en batallar para ganarse a esa mayoría absoluta que es, precisamente, lo
único que da sentido a sus actos.
No hay un final abierto que hubiera permitido
que el público tuviera que razonar sobre los posibles desenlaces. El poder
triunfa sin más; las masas están engañadas y sometidas; la sociedad está
corrompida. Queda la sensación final de un escepticismo sobre lo que se puede y
lo que no se puede hacer. Y si bien se ha dado esa identificación moral, el
público se queda atrapado sin poder ver algún camino, aunque sea hipotético de
resolución.
La propia maquinaria del montaje acentúa esta
situación, porque coloca antes de las escenas finales, todo el discurso moral del
Dr. Ayora y la obra dialoga con el público en este momento, construyendo la
identificación con el héroe moral. Después viene el descalabro, la derrota, el
aislamiento del héroe, que en su soledad se siente, paradójicamente, más fuerte
que nunca.
Esta es la imagen que finalmente queda en la
retina del espectador: el individuo aislado, apenas iluminada, en un profundo
silencio, como manifestación de la inevitabilidad
del triunfo del poder. Por eso, cabe preguntarse si la obra no conduce a una “moraleja”
opuesta a la que pretende, si no desarma a la gente en vez de dotarle de
instrumentos de reacción, de rebeldía, de resistencia.
Si bien el público se identifica moralmente con
el Dr. Ayora, ¿lo hace también con el hombre que tiene razón pero que ha sido
irremediablemente derrotado?
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