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martes, 2 de abril de 2024

LA IMAGEN MEDIEVAL

     Cuando el ego era imagen.

La imagen en la Edad Media está lejos de ser una cuestión simple de comprender y explicar, más allá de la reducción simplificadora de tenerla como un procedimiento de evangelización para el pueblo inculto y analfabeto, para quien la mejor manera de acercarse a los misterios de la divinidad era precisamente a través de la imagen.

Cuatro aspectos conducían a volver harto compleja la idea y manejo de la imagen medieval: en primer lugar, el origen teológico de las reflexiones y usos de la imagen no estaba en el hecho de que los seres humanos estuviéramos hechos a “imagen y semejanza” del Dios creador; sino, en que al interior de la misma divinidad la imagen era fundamental para explicar el paso de Dios a su hijo, porque el hijo es la imagen del padre. Una vez dado este primer hecho trascendente, se pasará a dilucidar en qué medida nosotros estamos hechos a imagen de lo divino.

Se produce así una secuencia de imágenes de imágenes, que van desde lo divino a lo humano, hasta llegar a los cuerpos y a la naturaleza:

“El término preescolástico imago tuvo vigencia en varios campos. En la teología antropológica, imago articulaba la relación esencial del hombre con su creador, Dios. En la teología de la encarnación, imago era la imagen de Dios que tomó forma humana en la persona de su hijo, y que fue en la tierra "la imagen del padre". En lingüística, el concepto de imago se extendió a las metáforas textuales. (Bedos Rezak, 2011, pág. 171)

En segundo lugar, si bien la distinción entre la realidad y la imagen se establece con claridad, además de insistir en sus diferencias ontológicas radicales, existen fenómenos en donde los límites entre los dos planos tienden a difuminarse; es decir, la imagen no solo es el duplicado de Cristo o de un santo, sino que comienza a ser penetrado por la esfera de lo sagrado, trayendo este plano a la inmediatez de la imagen; así, la imagen de Cristo que empieza a sangrar.

Esto esta profundamente ligado a los procesos de hipóstasis, como es el caso de la eucaristía: la hostia es tanto la imagen de lo sagrado, como la presencia de lo sagrado en su plenitud. Allí los dos planos se funden. La hipóstasis permite que lo sagrado se haga presente a través de una realidad, ícono o imagen, que une en un solo movimiento presencia y representación: “En la eucaristía “la sustancia y su representación son una y la misma”. (Bedos Rezak, 2011, pág. 122)

Este también es el caso de la imagen de Cristo crucificado, que funciona como representación y como actualización de la presencia misma de Cristo, en es ambigüedad permanente que va adquiriendo la imagen medieval:

“La cuestión aquí es la función de la imago crucis, la imagen viva de Jesús Crucificado: primero como camino de aproximación a lo sagrado, pero, luego, “como una imagen que es superada y descartada, por una que es impresa, que permanece presente, y que es capaz de actualizar la presencia de la figura representada”. (Bedos Rezak, 2011, pág. 170)

Una actualización de la presencia que altera la noción de representación cuestionándola, obligándola a ir más allá de sí misma al adquirir la capacidad de volverse ella misma presencia de la cosa representada:

“…al producir una confusión de signo y cosa, inhabilita la dinámica de la referencia y socava la semiótica de la representación. Así, aunque este modo de significación se refería estrictamente sólo a la eucaristía, el argumento de la presencia real y su principio de inmanencia acabaron por realinear las teorías de la representación, con consecuencias para la sociedad en su conjunto. (Bedos Rezak, 2011, pág. 177)

En tercer lugar, la función de la imagen no solo como representación sino como presencia se traslada a la esfera del poder civil: la imagen del rey funciona como si realmente él estuviera presente, además de servir de representación. Es decir, que la tendencia a diluir los límites entre el plano real y el de la imagen se utiliza como un dispositivo de manejo del poder.

La idea de sello que deja una impronta se convierte en el núcleo ontológico de la constitución de los seres humanos, que son en la medida en que quedan marcados por este sello que es, desde luego, imagen presente de la divinidad:

“La idea central de estos comentarios que manipulan la metáfora del sello revela, por tanto, varios niveles de impronta en la constitución ontológica del hombre. En uno, la divinidad ha impreso la razón en el hombre en el momento de la creación; en otro, el Espíritu Santo firma el sello de Cristo sobre el hombre en el bautismo; en otro, la maleabilidad voluntaria al sello de Dios por parte de hombres y mujeres individuales puede lograr la reformación y un grado progresivo de semejanza con la divinidad”. (Bedos Rezak, 2011, pág. 188)

De tal manera que en la preescolástica medieval la noción de ser hechos a imagen y semejanza evoluciona hasta convertirse en sello que deja una impronta, en acción directa de la imagen divina sobre los seres humanos, trasladando las cuestiones de la semejanza en una perspectiva de participación:

En el siglo XII, la naturaleza humana se concebía no sólo como creada y recreada a imagen y semejanza de Dios, sino específicamente como una impronta. O, dicho de otro modo, el concepto de impronta confería a la noción misma de imagen el poder de transformar la semejanza (correspondencia diferencial entre dos cosas) en participación, de identificar la referencia a un modelo (imitación, relación existencial) con el origen en un arquetipo (filiación, relación esencial) y, por tanto, de traducir la representación en presencia. Este último cambio fue fundamental en su teorización explícita de la inmanencia, que postulaba la presencia de Dios en el Hijo engendrado y, a través del Hijo, también en el ser humano creado. (Bedos Rezak, 2011, pág. 188)

En cuarto lugar, esta concepción de la imagen con las complejidades señaladas se convierte en productora de las subjetividades y corporalidades medievales. El cuerpo es la imagen del cuerpo de Cristo y la estructura de la subjetividad reproduce en su interior la imagen de la Trinidad. De tal manera que “estar a imagen y semejanza” quiere decir estar hecho a la imagen de la imagen divina, Cristo, siguiendo de manera similar y finita la serie de atributos que esta tiene. Y la imagen encarnada del Dios-Hombre sirve de modelo a las corporalidades humanas.

"Sostendré que las teorías preescolásticas de la imagen, al rehuir el concepto de imagen como espejo en favor de una consideración de la imagen como huella, articularon una conciencia de la relación entre los modos de representación icónica, la constitución del sujeto, el ego, y la construcción de la subjetividad. (Bedos Rezak, 2011, pág. 171)

La teorización teológica conduce a una redefinición de la imagen, desplazándose desde la “semejanza visual”, a la semejanza sustancial; la primera exigía un reconocimiento de la imagen que movía a la fe; la segunda, como se ha dicho, introduce la exigencia de la participación de la ciudad terrena en el proyecto de la ciudad de Dios y, por esto, se torna escatológica:

“Contemplando la dialéctica de la distinción y la semejanza, se apartaron de una definición de las imágenes como sinónimo de semejanza visual. De este modo, desplazaron la semejanza del mundo visual de las apariencias y la reformularon como un principio activo, como una relación entre forma y materia, que implicaba gradaciones de contacto y presencia. Mientras que la imagen bizantina era material pero insustancial, y se refería a su modelo a través de la semejanza visual, la imagen concebida en el Occidente preescolástico era conceptual, enraizada en la sustancia, y se refería a su modelo a través de la participación. (Bedos Rezak, 2011, pág. 176)

En síntesis, la imagen asentada inicialmente en su fase especular exige que se la concibe como activa, en la medida en que no solo representa a la divinidad, sino que, al hacerse el ser humano como imagen de lo sagrado, recibe de este una impronta, queda impreso en el ser humano la marco de su origen divino, al haber sido creado.

La imagen medieval está allí no solo como memoria o recurso pedagógico, sino como mediador indispensable entre lo sagrado y lo humano, que permite la representación de este vínculo, así como la renovación efectiva de la presencia de lo divino que ha quedado impresa en el alma humana.  (Bedos Rezak, 2011, págs. 191-192)

Bedos Rezak, B. M. (2011). When Ego Was Imago. Leiden: Brill.