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viernes, 17 de mayo de 2024

PACHAKUTI Y LA TEORÍA DEL CAOS.

 

Una nota.

Carlos Rojas Reyes

En el entrecruzamiento de filosofía occidental y la andina se pregunta por la interrelación entre la teoría del caos y la concepción del tiempo para las inkas. Cabe decir que los usos inevitables de los conceptos occidentales, con los cuales pensamos, tienden a ser ocultados, por ejemplo, las interpretaciones cristianas que se filtran en las aproximaciones actuales a la chakana. Por esto, es preferible una explicitación de las relaciones que evite malentendidos.

¿Existe en el pensamiento inka elementos que sean compatibles con la lógica y dinámica de la teoría del caos?

El Efecto Mariposa fue la razón. En el caso de las pequeñas piezas meteorológicas, y para un pronosticador global, las pequeñas sucesos pueden significar tormentas eléctricas y ventiscas, cualquier predicción se deteriora rápidamente. Los errores y las incertidumbres se multiplican, cayendo en cascada a través de una cadena de características turbulentas, desde remolinos de polvo y borrascas hasta remolinos del tamaño de un continente que solo los satélites pueden ver. (Gleick, 2008, pág. 25)

El clima es uno de los mejores casos para mostrar el comportamiento de un evento. Pero ¿hay algo en el mundo andino que se acerque a este tipo de comportamiento? Al parecer la noción de tiempo, pacha, se aproximaría en los modos de suceder o devenir a un desencadenamiento caótico.

A nivel de los macroeventos está claro que el Pachakuti es el gran evento caótico, que se produce inevitablemente en un momento dado de la historia de cada civilización y cultura. Cada época de este Pachakutik termina de manera catastrófica, con la destrucción de todo lo existente, para dar lugar a la emergencia de otro mundo distinto, que no es la repetición de lo mismo -como en Grecia, con su tiempo circular-, sino la emergencia de algo nuevo.

Pero, este no es el único evento caótico en el mundo andino. Si algo diferencia a esta cultura de la occidental es la idea de la precariedad de la continuidad del tiempo y del espacio, y por ende de la cultura. Un tiempo que siempre es frágil y que puede quebrarse en cualquier momento, tanto en la vida de la sociedad como en la individual.

No solo al final de los tiempos asoma el caos, Pachakuti, sino que este acecha en todos los acontecimientos de la existencia, desde el simple mantenimiento de los cultivos hasta lo que suceda con los gobernantes locales e imperiales.

Uno de los orígenes de la posibilidad constante del caos, y el estallido catastrófico, lo encontramos en la dualidad entre estabilidad y movimiento, entre piedra y textil para decirlo en términos estéticos, que atraviesa la vida de estos pueblos.

Como dice Salomón, Pacha, el mundo como un arreglo dado de tiempo, espacio y materia, no es supratemporal. Claramente admite cambio, hasta cataclismo. Hay tiempo en donde pacha “quiere llegar al final” y el manuscrito nos dice cómo esto puede suceder” (Salomon & Urioste, The Huarochiri Manuscript, 1991).

Y que se manifiesta en la oscilación constante entre aquello que permanece y aquello que cambia:

“En términos amplios, entonces, el mundo del Huarochiri opone las cualidades de una tranquila centralidad -profundidad, solidez, sequedad, estabilidad, potencialidad fecundidad, feminidad- a aquellas de un incansable movimiento fuera de órbita -pesadez, fluidez, humedad, movimiento potencial de inseminación, virilidad”. (Salomon & Urioste, The Huarochiri Manuscript, 1991)

Es este paso en donde se encuentra el peligro o, si prefiere, el transcurrir de la estabilidad al “incansable movimiento” puede actuar como un atractor extraño que provoca que esa realidad se vuelva caótica, que los equilibrios se pierdan, las dualidades choquen, las complementariedades estallen. Es el triunfo del caos y luego la enorme dificultad de retomar el delicado equilibrio que caracteriza a las temporalidades andinas ancestrales.

Por lo tanto, inmanencia y contingencia radicales de pacha, en donde los dioses, las humanidades sucesivas, los acontecimientos, están sometidos a este interminable juego de estabilidad y movimiento, orden y caos, formación y destrucción; y. en donde, no cabe la posibilidad de su resolución, de su superación en un momento superior, al estilo del espíritu hegeliano. Hay una especie de doble vínculo ontológico que va desde el polo de la estabilidad al extremo de la fluidez y de regreso; del orden al caos, de la unión a la dispersión y de regreso.

Ansiedad de estabilidad, necesidad de control del tiempo y de garantizar el orden que también se puede encontrar en la arquitectura inka, en esa “cultura de la piedra”, construida para durar siglos, más allá de los eventos catastróficos, naturales y sociales.

Por otra parte, su cerámica y sus textiles expresarían el lado dinámico de su ontología. Esas piedras “abstractas” enuncian, a su manera, el grado de elaboración conceptual de sus creencias. (Dean, 2010) (Rojas, 2017) Tampoco se trata del eterno retorno de lo mismo, a la Nietzsche, porque aquello que viene luego es una realidad diferente, una nueva humanidad con sus nuevos dioses, un orden antes inexistente que, a su vez, se sostiene precariamente.

El aparecimiento del caos es inevitable. Solo es posible contenerlo provisionalmente, atenuarlo por una temporada; tarde o temprano se presentará. Sin embargo, esta manera de concebir el devenir no da lugar a una visión fatalista del mundo. No existe la noción de destino inevitable que se nos impone sin más.

Por el contrario, ya que el tiempo es frágil y puede quebrarse en cualquier momento, imprevisible e inesperadamente, las acciones humanas son fundamentales para postergar lo más posible la catástrofe: ofrendas a los dioses, diálogo continuo con los ancestros, observación astronómica para predecir en lo posible el clima, control de sequias e inundaciones, acumulación de reservas de alimentos para los tiempos malos, alianzas con otros grupos étnicos para postergar la guerra que también terminará por darse.

Se debe recordar lo extremadamente frágil que es la supervivencia en estos entornos, debido especialmente al fenómeno del Niño, con esos ciclos de sequía e inundaciones que devastaban la costa peruana y ecuatoriana, y que arrasaron con muchas culturas que no supieron adaptarse a ellas. El Niño actuaba con el gran atractor extraño de estas culturas sumiéndolas en el caos, para luego dar paso a la emergencia de otras culturas.

Bibliografía

Dean, C. (2010). A cultura of stone. Durham: Duke University Press.

Gleick, J. (2008). Chaos. Making a New Science. New York: Open Road.

Rojas, C. (2017). Estéticas caníbales. Máquinas formales abstractas (Vol. 2). Cuenca: Universidad de Cuenca .

Salomon, F., & Urioste, G. (. (1991). The Huarochiri Manuscript. Austin: University of Texas Press.

 

 

jueves, 2 de mayo de 2024

LA DIFICULTAD DE SER ATEO

 (Versión ampliada

 Pareciera que es fácil ser ateo. Bastaría con gritar con fuerza nuevamente “Dios ha muerto” y marcharse a otra cosa. Sin embargo, Dios y la religión han demostrado tener una resistencia feroz a su desaparición. Por el contrario, reaparecen en este momento en su peor versión, aquella vinculada al ascenso de la ultraderecha; mientras las tentativas radicales, incluso revolucionarias, yacen en el olvido o en la marginalidad, como la Teología de la Liberación. 

¿En dónde radica la dificultad? ¿Qué impide la constitución de un ateísmo en toda su dimensión? No se trata solo de la instrumentalización política de la religión y de la larga connivencia de esta con el poder de turno; y de la exigencia del máximo de respeto a las creencias de las que se dota la gente. Es un fenómeno ubicado en las profundidades de las formas simbólicas.

Hasta tenemos un obstáculo lingüístico: no hay una palabra para nombrar a la esfera que no se defina negativamente, a-teo, sin dios; o secular como opuesto a sagrado. La palabra profano es un poco mejor, a pesar de que también enuncia a aquellos que se quedan fuera del templo.

Si se echa de la existencia individual y social a Dios y a la religión vuelven a entrar por cualquier resquicio. Son como el polvo y el agua. Por esto, alcanzar el ateísmo es un largo proceso guiado por una constante vigilancia ontológica, epistemológica y ética profanas. El gesto teológico está allí al acecho como una hiena rondando a la presa. Avisa su presencia y ataca en el momento menos pensado. Un buena muestra es el giro teológico de la filosofía contemporánea, iluminado por el pensamiento y la práctica de Simone Weil, aunque rara vez se la cite.  

Digamos que logramos negar a Dios, ¿cuál es el siguiente paso? ¿Realmente lo estamos negando? Como en el caso de Nietzsche, el sujeto de su negación es la divinidad cristiana y el cristianismo. ¿Será posible pasar de la negación de un dios a la de todos los dioses conocidos o venideros?

Convengamos en que el panteón entero de la humanidad ha quedado reducido a un hecho sociológico y cultural. Quizás este es el momento más peligroso. Podríamos sentirnos triunfadores y dispuestos a enfrentar una vida sin dioses. Inmediatamente sentimos que allí delante de nosotros se ha formado un gran vacío. Dada la fuerza colmadora e invasiva del fenómeno divino su ausencia crea la exigencia -ilusoria- de una necesidad que tiene que satisfacerse.

La fuerza sacralizante del mundo contemporáneo constituye un poderoso centro de atracción para los intelectuales. Se crea una tendencia hacia la recuperación de la figura de San Pablo y de un cristianismo que en su núcleo no se considera como religión, de parte de teóricos representativos en la actualidad como Alian Badiou y Slavoj Zizek; este último afirma que Dios ha muerto, pero que no lo sabe.  

Curiosamente las lecturas más profundas de la muerte de Dios no provienen de los ateos, sino de los teólogos. Empezando por Dietrich Bonhoeffer, continuando con la Ciudad Secular de Harvey Cox, desembocando en la Teología de la Muerte de Dios, especialmente Gabriel Vahanian, para quienes la muerte de Dios, su ausencia, es un hecho sociológico, porque Dios no está presente en un mundo en domina el mal y la violencia de unos seres humanos contra otros. Para ellos hay que tomarse en serio esta ausencia de Dios y desde allí asumir la plena responsabilidad sobre el mundo.

O el caso de Jacques Lacan que retoma la tesis de la muerte de Dios de Nietzsche y la lleva al límite. Considera siguiendo a Empédocles que Dios es ignorante y, en otro momento, asume que Dios es inconsciente. Tómese en cuenta que no dice que Dios es el inconsciente de los seres humanos.

Fácilmente caemos en la tentación de dotarnos de otros dioses: la tecnología, el cosmos, una idea vaga de un espíritu supremo que flota sobre el mundo; u otras cosas mucho más cotidianas como el dinero o el poder. La gente adopta con facilidad una relación religiosa con aquellas cosas en las que cree: la defensa de la naturaleza y de los animales, el derecho a comer lo que a uno más le convenga. Estas son causas justas; el problema radica cuando las juntamos a un gesto religioso que sacraliza y dogmatiza estos ámbitos. Como se puede percibir, aún no somos ateos.

Una dificultad tal vez mucho más profunda proviene del hecho de estar sumergidos en la cultura judeocristiana. Sus valores, ideas, formas de vivir y de pensar, la estructura de las sociedades, los modos de hacer política tienen todos este trasfondo, que se manifiesta con facilidad en los conceptos y en el lenguaje que usamos.

Pongamos algunos ejemplos. La vida social e individual está llena de desafíos éticos y morales. Allí muy a menudo juzgamos los hechos con categorías como culpa y perdón, que son profundamente cristianos y que suponen un proceso interminable, porque si se comete un error, si se ha hecho daño, si se lastima, tengo la opción de ser perdonado; y así, estoy listo para cometer nuevamente un pecado. Un gesto ateo es reemplazar esta lógica del pecado con el sentido de la responsabilidad a la cual la libertad nos desafía, como diría Sartre.

En el ámbito político, aunque el término escatología sea tan poco utilizado y conocido, funciona de manera habitual. El líder político, especialmente en el caso de los populismos de izquierda o de derecha, sienten y manifiestan que la nación, la patria, está a punto de perderse y de fracasar definitivamente. Es preciso salvar al pueblo y se requiere de un mesías que asuma la tarea. Ante esto, ser ateo significa practicar una política enteramente profana.

Otro elemento que ha penetrado hasta lo más profundo de nuestras prácticas es la lógica sacrificial, que se origina en el cristianismo. Tomando como punto de partida la concepción del dolor y del sufrimiento como pruebas que Dios nos pone, obstáculos que tenemos que atravesar para alcanzar la salvación.

De esta manera, tendemos a considerar que mientras más dolor, sufrimiento y esfuerzo implique una tarea o alcanzar una meta, entonces tendrá más valor. Cuando se cumple un trabajo y se lo ha hecho con alegría, sin torturarse ni deprimirse, entonces se lo verá con malos ojos, como si hubiera allí alguna trampa.

Desde luego, se lo puede encontrar en el patriarcado, cuyo modelo de mujer o ideal de feminidad es la mujer sacrificada por su marido, su familia y la sociedad; aquella que renuncia a sus derechos por el bien de los otros. También está lógica sacrificial está presente en el amor romántico.

El mundo académico está lleno de lógica sacrificial. La práctica de la letra con sangre entra, no ha desaparecido; solo se ha transformado. Las máquinas académicas, por ejemplo, en los procesos de graduación o de escritura de artículos científicos, son dispositivos de tortura. Y mientras más hayas padecido, tendrás una mejor nota por el esfuerzo realizado.

En la esfera psicológica encontramos propuestas de superación individual cuya matriz es claramente religiosa. En el caso del Eneagrama se articula orgánicamente la influencia sufí con la estructura de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio y se conduce a una forma de autoayuda sofisticada.

Detrás de estos fenómenos numerosos y frecuentes sigue funcionando la idea de Dios, salvación, perdón; y el comportamiento religioso, parcialmente secularizado, forma parte de estas experiencias. Estamos lejos de ser ateos.

Uno de los fenómenos más curiosos en América Latina ha sido el giro decolonial de los estudios culturales, originado en la academia norteamericana, generalmente propuesto y elaborado por latinos en la universidades americanas. Si se examina tanto su teoría como sus prácticas estamos ante una nueva oleada evangélica que viene a convertirnos a la nueva verdad.

La decolonialidad reduce todo el pensamiento producido en Europa y en Occidente a eurocentrismo, plagada de racismo, que debe ser eliminado. Una vez producida esta macro reducción del conjunto de la civilización occidental, se produce un nuevo inicio totalmente diferente, a tal extremo que se forma un paradigma totalmente incompatible y todo lo que queda fuera de él es considerado como un gesto racista, como el lado oscuro de la razón.

El sectarismo extremo, la construcción de espacios académicos como doctorados, maestrías, la publicación de revistas y libros, se convierte en circuitos cerrados. Los académicos se convierten en verdaderos pastores de la nueva iglesia que nos anuncian y prometen la salvación, no solo para los estudiantes sino para nuestras sociedades, si adherimos a las epistemologías del sur.

La forma de acción e intervención en América Latina es bastante similar a las invasiones bárbaras que vivimos de tiempo en tiempo, cuando alguna iglesia evangélica o a veces una secta, decide que su territorio privilegiado para la evangelización somos nosotros. La decolonialidad es esta misma práctica religiosa disfrazada de rigor académico; y que, en último término, ha tenido el efecto de desarmar políticamente a una capa entera de estudiantes y profesionales que creyeron encontrar allí un compromiso con la realidad de los oprimidos.

Esta matriz judeocristiana, constituida en Bizancio, que es el inicio real de Occidente, como lo muestra Susan Buck-Morss en Año Uno, persiste hasta nuestros días. Hasta en las sociedades consideradas más avanzadas y paradigmas de la democracia, tenemos esa aberración que se llama monarquía constitucional; esto es, la fusión del régimen parlamentario con procedimientos e instituciones medievales, en donde la garantía de la legalidad y la hegemonía radican en familias de reyes, cuyo poder y continuidad como casta provienen directamente del derecho divino.

¿Acaso somos ateos?

Ateo significa negar la existencia de Dios; pero, también quiere decir, la negación de todo teísmo y la eliminación de los dispositivos religiosos persistentes en el Estado, la sociedad, la academia, las relaciones de género, la vida política, entre otros tantos ámbitos.  A lo que añadir al panenteísmo como una variante del politeísmo, en cuanto equipara inmanencia y trascendencia, naturaleza y divinidad, de tal manera todo es Dios y todo es naturaleza, tal como propone la hipótesis Gaia de Lovelock.

Regresando a la tesis central que se sostiene aquí, la dificultad de ser ateo lleva a la exigencia de una vigilancia constante sobre nosotros mismos en los siguientes planos: en el plano ontológico para evitar que reemplacemos un dios por otros dioses del tipo que fuera, más o menos secularizados; en el plano epistemológico impidiendo que convirtamos a Dios y a la religión en un principio explicativo y regulativo del conocimiento; en el plano ético permitiendo que las sociedades y las personas asuman plenamente su sentido de responsabilidad en el ejercicio de la libertad.

 


 

ATEÍSMO CONTEMPORÁNEO.

UNA BREVE GUIA.

1.      Nietzsche, Marx, Sartre.

 

Nietzsche, La gaya ciencia.

Marx y Engels, Religión.

Sartre, El ser y la nada

              El diablo y el buen dios.

 

2.      Bibliografía complementaria.

 

Martin Michael, The Cambridge Companion to Atheism.

Meganck Erik, Religious Atheism.

Del Noce Augusto, The problema of Atheism.

Baggini, Julina, Atheism. A very short introduction.

Bullivant Stephen, The Cambridge History of Atheism.

 

3.      Ateísmo contemporáneo.

 

Mukhopaday Anway, Atheism and the Goddess.

Hitchens Christopher, Dios no es bueno.

Dennet Daniel, Romper el hechizo.

Onfray Michael, Tratado de ateología.

Dawkins Richard, El espejismo de Dios.

Zizek Slavoj, Christian Atheism.

Rojas Carlos, El giro teológico de la filosofía contemporánea. (Inédito).


miércoles, 1 de mayo de 2024

ATÉISMO. UNA BREVE GUIA.

 

LA DIFICULTAD DE SER ATEO.

Pareciera que es fácil ser ateo. Bastaría con gritar con fuerza nuevamente “Dios ha muerto” y marcharse a otra cosa. Sin embargo, Dios y la religión han demostrado tener una resistencia feroz a su desaparición. Por el contrario, reaparecen en este momento en su peor versión, aquella vinculada al ascenso de la ultraderecha; mientras las tentativas radicales, incluso revolucionarias, yacen en el olvido o en la marginalidad, como la teología de la liberación. 

¿En dónde radica la dificultad? ¿Qué impide la constitución de un ateísmo en toda su dimensión? No se trata solo de la instrumentalización política de la religión y de la larga connivencia de esta con el poder de turno. Es un fenómeno ubicado en las profundidades de las formas simbólicas.

Hasta tenemos un obstáculo lingüístico: no hay una palabra para nombrar a la esfera que no se defina negativamente, a-teo, sin dios; o secular como opuesto a sagrado. La palabra profano es un poco mejor, a pesar de que también enuncia a aquellos que se quedan fuera del templo.

Si se echa de la existencia individual y social a Dios y a la religión vuelven a entrar por cualquier resquicio. Son como el polvo y el agua. Por esto, alcanzar el ateísmo es un largo proceso guiado por una constante vigilancia ontológica, epistemológica y ética profanas. El gesto teológico está allí al acecho como una hiena rondando a la presa. Avisa su presencia y ataca en el momentos menos pensado. Un buena muestra es el giro teológico de la filosofía contemporánea.

Digamos que logramos negar a Dios, ¿cuál es el siguiente paso? ¿Realmente lo estamos negando? Como en el caso de Nietzsche, el sujeto de su negación es la divinidad cristiana y el cristianismo. ¿Será posible pasar de la negación de un dios a la de todos los dioses conocidos o venideros?

Convengamos en que el panteón entero de la humanidad ha quedado reducido a un hecho sociológico y cultural. Quizás este es el momento más peligroso. Podríamos sentirnos triunfadores y dispuestos a enfrentar una vida sin dioses. Inmediatamente sentimos que allí delante de nosotros se ha formado un gran vacío. Dada la fuerza colmadora e invasiva del fenómeno divino su ausencia crea la exigencia -ilusoria- de una necesidad que tiene que satisfacerse.

Fácilmente caemos en la tentación de dotarnos de otros dioses: la tecnología, el cosmos, una idea vaga de un espíritu supremo que flota sobre el mundo; u otras cosas mucho más cotidianas como el dinero o el poder. La gente adopta con facilidad una relación religiosa con aquellas cosas en las que cree: la defensa de la naturaleza y de los animales, el derecho a comer lo que a uno más le convenga. Estas son causas justas; el problema radica cuando las juntamos a un gesto religioso que sacraliza y dogmatiza estos ámbitos. Como se puede percibir, aún no somos ateos.

Una dificultad tal vez mucho más profunda proviene del hecho de estar sumergidos en la cultura judeocristiana. Sus valores, ideas, formas de vivir y de pensar, la estructura de las sociedades, los modos de hacer política tienen todos este trasfondo, que se manifiesta con facilidad en los conceptos y en el lenguaje que usamos.

Pongamos dos ejemplos. La vida social e individual está llena de desafíos éticos y morales. Allí muy a menudo juzgamos los hechos con categorías como culpa y perdón, que son profundamente cristianos y que suponen un proceso interminable, porque si se comete un error, si se ha daño, si se lastima, tengo la opción de ser perdonado; y así, estoy listo para cometer nuevamente un pecado. Un gesto ateo es reemplazar esta lógica del pecado con el sentido de la responsabilidad a la cual la libertad nos desafía, como diría Sartre.

En el ámbito político, aunque el término escatología sea tan poco utilizado y conocido, funciona de manera habitual. El líder político, especialmente en el caso de los populismos de izquierda o de derecha, sienten y manifiestan que la nación, la patria, está a punto de perderse y de fracasar definitivamente. Es preciso salvar al pueblo y se requiere de un mesías que asuma la tarea. Ante esto, ser ateo significa practicar una política enteramente profana.

 

UNA BREVE GUIA.

1.      Nietzsche, Marx, Sartre.

 

Nietzsche, La gaya ciencia.

Marx y Engels, Religión.

Sartre, El ser y la nada

              El diablo y el buen dios.

 

2.      Bibliografía complementaria.

 

Martin Michael, The Cambridge Companion to Atheism.

Meganck Erik, Religious Atheism.

Del Noce Augusto, The problema of Atheism.

Baggini, Julina, Atheism. A very short introduction.

Bullivant Stephen, The Cambridge History of Atheism.

 

3.      Ateísmo contemporáneo.

 

Mukhopaday Anway, Atheism and the Goddess.

Hitchens Christopher, Dios no es bueno.

Dennet Daniel, Romper el hechizo.

Onfray Michael, Tratado de ateología.

Dawkins Richard, El espejismo de Dios.

Zizek Slavoj, Christian Atheism.

Rojas Carlos, El giro teológico de la filosofía contemporánea. (Inédito).


Link para descarga de bibliografía: 

https://mega.nz/folder/x500QDgI#yVwJWmHW-LwakYQM9nXY4Q


martes, 2 de abril de 2024

LA IMAGEN MEDIEVAL

     Cuando el ego era imagen.

La imagen en la Edad Media está lejos de ser una cuestión simple de comprender y explicar, más allá de la reducción simplificadora de tenerla como un procedimiento de evangelización para el pueblo inculto y analfabeto, para quien la mejor manera de acercarse a los misterios de la divinidad era precisamente a través de la imagen.

Cuatro aspectos conducían a volver harto compleja la idea y manejo de la imagen medieval: en primer lugar, el origen teológico de las reflexiones y usos de la imagen no estaba en el hecho de que los seres humanos estuviéramos hechos a “imagen y semejanza” del Dios creador; sino, en que al interior de la misma divinidad la imagen era fundamental para explicar el paso de Dios a su hijo, porque el hijo es la imagen del padre. Una vez dado este primer hecho trascendente, se pasará a dilucidar en qué medida nosotros estamos hechos a imagen de lo divino.

Se produce así una secuencia de imágenes de imágenes, que van desde lo divino a lo humano, hasta llegar a los cuerpos y a la naturaleza:

“El término preescolástico imago tuvo vigencia en varios campos. En la teología antropológica, imago articulaba la relación esencial del hombre con su creador, Dios. En la teología de la encarnación, imago era la imagen de Dios que tomó forma humana en la persona de su hijo, y que fue en la tierra "la imagen del padre". En lingüística, el concepto de imago se extendió a las metáforas textuales. (Bedos Rezak, 2011, pág. 171)

En segundo lugar, si bien la distinción entre la realidad y la imagen se establece con claridad, además de insistir en sus diferencias ontológicas radicales, existen fenómenos en donde los límites entre los dos planos tienden a difuminarse; es decir, la imagen no solo es el duplicado de Cristo o de un santo, sino que comienza a ser penetrado por la esfera de lo sagrado, trayendo este plano a la inmediatez de la imagen; así, la imagen de Cristo que empieza a sangrar.

Esto esta profundamente ligado a los procesos de hipóstasis, como es el caso de la eucaristía: la hostia es tanto la imagen de lo sagrado, como la presencia de lo sagrado en su plenitud. Allí los dos planos se funden. La hipóstasis permite que lo sagrado se haga presente a través de una realidad, ícono o imagen, que une en un solo movimiento presencia y representación: “En la eucaristía “la sustancia y su representación son una y la misma”. (Bedos Rezak, 2011, pág. 122)

Este también es el caso de la imagen de Cristo crucificado, que funciona como representación y como actualización de la presencia misma de Cristo, en es ambigüedad permanente que va adquiriendo la imagen medieval:

“La cuestión aquí es la función de la imago crucis, la imagen viva de Jesús Crucificado: primero como camino de aproximación a lo sagrado, pero, luego, “como una imagen que es superada y descartada, por una que es impresa, que permanece presente, y que es capaz de actualizar la presencia de la figura representada”. (Bedos Rezak, 2011, pág. 170)

Una actualización de la presencia que altera la noción de representación cuestionándola, obligándola a ir más allá de sí misma al adquirir la capacidad de volverse ella misma presencia de la cosa representada:

“…al producir una confusión de signo y cosa, inhabilita la dinámica de la referencia y socava la semiótica de la representación. Así, aunque este modo de significación se refería estrictamente sólo a la eucaristía, el argumento de la presencia real y su principio de inmanencia acabaron por realinear las teorías de la representación, con consecuencias para la sociedad en su conjunto. (Bedos Rezak, 2011, pág. 177)

En tercer lugar, la función de la imagen no solo como representación sino como presencia se traslada a la esfera del poder civil: la imagen del rey funciona como si realmente él estuviera presente, además de servir de representación. Es decir, que la tendencia a diluir los límites entre el plano real y el de la imagen se utiliza como un dispositivo de manejo del poder.

La idea de sello que deja una impronta se convierte en el núcleo ontológico de la constitución de los seres humanos, que son en la medida en que quedan marcados por este sello que es, desde luego, imagen presente de la divinidad:

“La idea central de estos comentarios que manipulan la metáfora del sello revela, por tanto, varios niveles de impronta en la constitución ontológica del hombre. En uno, la divinidad ha impreso la razón en el hombre en el momento de la creación; en otro, el Espíritu Santo firma el sello de Cristo sobre el hombre en el bautismo; en otro, la maleabilidad voluntaria al sello de Dios por parte de hombres y mujeres individuales puede lograr la reformación y un grado progresivo de semejanza con la divinidad”. (Bedos Rezak, 2011, pág. 188)

De tal manera que en la preescolástica medieval la noción de ser hechos a imagen y semejanza evoluciona hasta convertirse en sello que deja una impronta, en acción directa de la imagen divina sobre los seres humanos, trasladando las cuestiones de la semejanza en una perspectiva de participación:

En el siglo XII, la naturaleza humana se concebía no sólo como creada y recreada a imagen y semejanza de Dios, sino específicamente como una impronta. O, dicho de otro modo, el concepto de impronta confería a la noción misma de imagen el poder de transformar la semejanza (correspondencia diferencial entre dos cosas) en participación, de identificar la referencia a un modelo (imitación, relación existencial) con el origen en un arquetipo (filiación, relación esencial) y, por tanto, de traducir la representación en presencia. Este último cambio fue fundamental en su teorización explícita de la inmanencia, que postulaba la presencia de Dios en el Hijo engendrado y, a través del Hijo, también en el ser humano creado. (Bedos Rezak, 2011, pág. 188)

En cuarto lugar, esta concepción de la imagen con las complejidades señaladas se convierte en productora de las subjetividades y corporalidades medievales. El cuerpo es la imagen del cuerpo de Cristo y la estructura de la subjetividad reproduce en su interior la imagen de la Trinidad. De tal manera que “estar a imagen y semejanza” quiere decir estar hecho a la imagen de la imagen divina, Cristo, siguiendo de manera similar y finita la serie de atributos que esta tiene. Y la imagen encarnada del Dios-Hombre sirve de modelo a las corporalidades humanas.

"Sostendré que las teorías preescolásticas de la imagen, al rehuir el concepto de imagen como espejo en favor de una consideración de la imagen como huella, articularon una conciencia de la relación entre los modos de representación icónica, la constitución del sujeto, el ego, y la construcción de la subjetividad. (Bedos Rezak, 2011, pág. 171)

La teorización teológica conduce a una redefinición de la imagen, desplazándose desde la “semejanza visual”, a la semejanza sustancial; la primera exigía un reconocimiento de la imagen que movía a la fe; la segunda, como se ha dicho, introduce la exigencia de la participación de la ciudad terrena en el proyecto de la ciudad de Dios y, por esto, se torna escatológica:

“Contemplando la dialéctica de la distinción y la semejanza, se apartaron de una definición de las imágenes como sinónimo de semejanza visual. De este modo, desplazaron la semejanza del mundo visual de las apariencias y la reformularon como un principio activo, como una relación entre forma y materia, que implicaba gradaciones de contacto y presencia. Mientras que la imagen bizantina era material pero insustancial, y se refería a su modelo a través de la semejanza visual, la imagen concebida en el Occidente preescolástico era conceptual, enraizada en la sustancia, y se refería a su modelo a través de la participación. (Bedos Rezak, 2011, pág. 176)

En síntesis, la imagen asentada inicialmente en su fase especular exige que se la concibe como activa, en la medida en que no solo representa a la divinidad, sino que, al hacerse el ser humano como imagen de lo sagrado, recibe de este una impronta, queda impreso en el ser humano la marco de su origen divino, al haber sido creado.

La imagen medieval está allí no solo como memoria o recurso pedagógico, sino como mediador indispensable entre lo sagrado y lo humano, que permite la representación de este vínculo, así como la renovación efectiva de la presencia de lo divino que ha quedado impresa en el alma humana.  (Bedos Rezak, 2011, págs. 191-192)

Bedos Rezak, B. M. (2011). When Ego Was Imago. Leiden: Brill.


viernes, 29 de marzo de 2024

ÍCONO Y PRESENCIA.

 


La imagen es presencia de una manera inmediata y se nos muestra como tal sin que podamos eludirla. Ella misma es un producto colocado frente a nosotros y que, como tal, mira, interpela, cuestiona, exige una respuesta. Una presencia duplicada de un objeto que por cualquier razón no está presente en ese momento, aunque hipotéticamente podría estarlo. Más aún, una cosa o una persona bien pueden coincidir en el mismo tiempo y espacio con su imagen. 

Sin embargo, más allá de este fenómeno harto cotidiano, la imagen es capaz de relacionarse de otra manera con la presencia; es decir, cabe la posibilidad de que la imagen traiga ante nosotros como presencia, un fenómeno que escapa a la visibilidad. Dadas las limitaciones de la percepción humana, se nos escapan una serie de realidades que simplemente no podemos ver, como lo muy pequeño o aquello que rebasa el espectro de luz al que tenemos acceso. Por ejemplo, la fotografía de un átomo o de un agujero negro. 

En el ícono, especialmente en el de carácter religioso, parece que una noción distinta de presencia emerge. Aquí se trata de una imagen que coloca frente a nosotros a aquello que no es visible y que no puede, en ninguna circunstancia, volverse visible. Digamos que el ícono señala de alguna manera a esa presencia de aquello que es por su esencia, invisible. Remite con seguridad a cuestiones de orden religioso o metafísico. 

Esta presencia exige un cambio radical de actitud frente al ícono, rebasando cualquier connotación estética o cotidiana. Al ser interpelados por la presencia divina a través del ícono, la respuesta del espectador se pone en el mismo plano, expresado por la oración, como modo de relacionamiento con el espacio invisible que soporta toda la experiencia religioso o metafísica. 

Al mismo tiempo, incluso si escucho mis palabras con mayor claridad, orar no es dirigir mis palabras o mi atención a mí mismo en un monólogo interior. El tema al que se dirige no es mi propia presencia, sino otra persona que está ausente. Tampoco la oración debe comportarse como si actuara, fingiera, imaginara, deseara o simbolizara. Todas estas acciones pretenden algo que no está plenamente disponible en la intuición presente, pero todas ellas lo pretenden como ausente, como irreal. Orar es una estructura diferente de actividad, que rechaza esta negación y, de hecho, niega que lo que está aquí y ahora debe definir la realidad completa. Orar por lo tanto requiere que abandonemos nuestra intencionalidad o conciencia como medida, ya que en palabras de Marion, estas todavía están definidas por nosotros y el alcance de nuestro alcance finito. (Rumpza, 2023, pág. 169) 

La interrogante contenida detrás de estas consideraciones sobre la relación entre la presencia y la imagen no va en dirección de discutir su validez o su grado de verdad; peor aún entrar en debates de tipo religioso. Estas estructuras simbólicas provenientes del momento de conformación de Occidente, en Bizancio, y mantenidas hasta ahora, por ejemplo, en autores como Derrida y Marion, lejos de permanecer en el ámbito de lo sacro o de una teología deconstructiva, penetran en otras esferas y siguen actuando secularizadas, aunque conservando claramente su trasfondo religioso.

Es en el arte posmoderno es donde las viejas tensiones entre iconofilia e iconoclasia asoman nuevamente. Si bien, por una parte, la posmodernidad se caracteriza por su odio a la imagen, aunque ciertamente con excepciones, no tiene otra alternativa que encarnarse y utilizar algún medio material o digital, de lo contrario no habría finalmente obra de arte. La imagen es reducida a su mínima expresión, su tratamiento es llevado al extremo de la banalidad, se desechan los aspectos técnicos, como si la fuerza de la presencia del hecho artístico fuera suficiente.

La presencia de lo divino es reemplazada por otra subjetividad que se pretende poderosa y constituidora sin más del hecho artístico, la subjetividad del artista. Al parecer la idea originaria y originadora de la obra de arte sería suficiente, y la iconocidad de la obra puede así reducirse a la mínima expresión.

La posmodernidad huye la imagen, le da la espalda al ícono; pero, en un total ambigüedad, no puede prescindir de esa presencia manifestada en la obra, en donde su materialidad apenas si es tímido soporte del sublime posmoderno. Por eso, la posmodernidad no ha abandonado el espacio teológico, a cuyo gesto básico regresa una y otra vez.

Rumpza, S. (2023). Phenomenology of the icon : mediating God through the image. Cambridge : Cambridge University Press.


lunes, 18 de marzo de 2024

FORMA IMAGEN.

 


El mundo está poblado de imágenes. A cada instante nos asalta desde algún lugar una imagen, bien sea el vigilia o en el sueño. Por todos lados pantallas y en ellas el pasar de las imágenes en una sucesión imposible de detener. Es imposible fijarse en una sola de ellas y quedarnos largo rato en el solaz cautivados.

Sin embargo, ellas comparten ciertas características, sobre todo aquella ya mencionada: la duplicidad. Más allá de cada contenido concreto y de sus tratamientos visuales, la imagen es una forma. Es decir, existe la forma imagen. Las demás son concreciones de esta.

Entonces, para decirlo con Simondon, ¿cuál es el modo de existencia de las imágenes?, ¿de qué manera este permite distinguirla de otros fenómenos? ¿Qué distinción introduce el mundo la imagen?

Cuando la imagen se forma pone en la realidad algo que no estaba allí previamente. Ahora tenemos la realidad y su imagen. La realidad en su dualidad. Ambas coexisten ocupando el mismo espacio ahora marcado por la imagen. Así, no nos es posible aproximarnos a la realidad sin más. Debemos atravesar por la imagen para llegar a lo real.

Este es precisamente el núcleo de su existencia. Respondiendo a la pregunta por el modo de ser de la imagen se podría pensar en una suerte de deficiencia ontológica. Solo está allí después de la cosa, del hecho, del fenómeno. Como duplicado no deja de ser tardío. Pero, su modo de ser contiene mucho más que la dualidad de lo real. La opacidad ontológica de su inicio se ve compensada por la fuerza de sus tentáculos.

Al ser el doble de lo real la imagen no solamente rehace lo real a su manera y con sus propias tecnologías. Esta es apenas la primera parte. En un segundo momento, la imagen mira a lo real y descubre en ella también su insuficiencia radical, su carácter efímero, su contingencia constitutiva. No tiene sentido pretender rehacerla o volver a mostrarla de manera completa. Procedimiento innecesario e inútil.

Por esto, la imagen sin otra alternativa es un desplazamiento de lo real, dado de tantísimas maneras, reduciéndola, ironizando, seleccionando algunos aspectos, segmentando, distorsionando. La imagen peca constantemente por exceso o por defecto. Y la posibilidad de lograr el máximo parecido es, nada más, un recurso retórico.

En un tercer momento, la imagen deja de mirar hacia la realidad de la cual proviene. Extiende sus tentáculos, rastrea, indaga, supone, inventa… imagina. No entremos en este momento en el tema de la imaginación, sino en sus consecuencias ontológicas alteradoras de su modo de ser.

La duplicidad como punto de partida, de la cual no se puede despegar totalmente, va camino de ser superada como fenómeno principal. Ahora a su manera de existir se le añade la capacidad ampliar el sentido de lo real, pone en entredicho sus límites, mostrar su radical insuficiencia.

Ampliación del sentido de lo real conducente, tarde o temprano, a la modificación de lo real. Después de la imagen, la realidad nunca volverá a ser la misma. Su doble indica su pobreza ontológica. Insiste en todo momento: a la realidad siempre le hace falta más; de hecho, todo el futuro completo. Pero, la imagen no es el futuro. Es la señal de la profunda posibilidad de futuro.

En este nivel, nada esto debe tomarse con un fenómeno directamente positivo o negativo. Eso le corresponderá a la serie de imágenes con sus formas de expresión y sus contenidos. También está claro que los procesos mencionados tienden a ocultarse bajo una enorme capa de banalidad. Fácilmente se podría escribir un tratado acerca de la banalidad de la imagen. Aquí se trata de intento contrario: descubrir los modos de significación de la imagen con el conjunto de sus consecuencias.

Desde la perspectiva del modo de ser de la imagen nos hemos encontrado con estos dos elementos ontológicos iniciales, luego vendrán otros más: dualidad y ampliación de lo real. Estos dos elementos ontológicos le posibilitan a las imágenes a poblar los diversos mundos que constituyen nuestra realidad.  

Tres esferas profundamente interrelacionadas están pobladas de imágenes. Vivimos en el constante paso de una a otra. Se podría decir que forman un continuo en donde se pueden distinguir formaciones más o menos definidas. Las primeras han sido las imágenes como artefactos bidimensionales representando los hechos más variados de la vida social. Esta es la versión clásica de la imagen.

La segunda esfera repleta de imágenes es la mente humana. Allí dentro la mente intenta mostrarse a sí misma cómo es el mundo, cuál es la probabilidad de un evento, cómo se desarrollará un evento. Nos hacemos imágenes de la realidad y de nosotros mismos todo el tiempo.

La relación entre actividad y producto, entre verbo e imagen, se pone en primer plano: la imaginación produce imágenes. Vivimos dentro de un orden imaginario. Cuando hace su aparición una nueva realidad, un fenómeno inesperado o se nos viene a la mente una idea inesperada, enseguida la imaginamos, toma forma, la interrelacionamos con las demás, la colocamos en su debido contexto y esperamos que comience lo antes posible su vida social.

El tercer ámbito, ahora inmenso y descontrolado, es el de las imágenes digitales. El campo abierto por las nuevas tecnologías produce un estallido de imágenes. Tiempo habrá para comprenderlas de mejor manera. Por ahora, digamos únicamente que esta esfera de lo virtual somos nosotros mismos en medio de nuestra situación proyectándonos, colocándonos allá afuera, en esa extraña exterioridad de lo digital.

La inteligencia artificial, utilizando todo lo creado por nosotros mismos, segmenta, adhiere, prolonga, reusa y coloca como frente a nosotros imágenes nuevas. No las sentimos nuestras, dudamos de su proveniencia humana. Los algoritmos parecen haberse enloquecido y arrojan resultados sorprendentes.

La función imaginativa de la humanidad se ha partido en tres porciones y le está costando bastante en articularlas: la imaginación individual de cada mente, la imaginación realizada en las imágenes que pululan en la realidad, y la imaginación automática de la IA.

viernes, 15 de marzo de 2024

DUPLICIDAD DE LA IMAGEN.

 

Llama la atención que la imagen esté signada desde su origen por la marca del desdoblamiento: esto, lo que fuere, y su doble, como si un invitado inesperado asomará a la puerta de casa dos veces, ratificando su voluntad de hacerse presente a toda costa. Es él mismo de nuevo, pero nunca es totalmente el mismo. Lleva otro traje, viene en otra compañía, habla con una voz con un ligero acento y se ha maquillado de tal manera que afirma su carácter de presencia repetida, pero nunca idéntica.

En la secuencia de partición de lo real y emergencia de la imagen, cualquier ingenuidad se pierde. La duplicidad de la imagen conserva con matices el sentido del término en español: primero, la cualidad de doble, de estar implicado más de un elemento; segundo, un cierto aire negativo de doblez, relacionado con un fingimiento. Así, la imagen no dice la verdad entera de una cosa, talvez porque la verdad completa de una cosa no existe. Dualidad de la imagen puesta como desafío inevitable, del cual no hay escapatoria y no queremos que lo haya. La imagen se vuelve destino.

No se trata de un doblez de lo real. Nada más lejos de la lógica de la proliferación de pliegues, aunque las imágenes siempre sean muchas. Su motivo oculto para multiplicarse sin parar proviene de otros condicionamientos y tiende a ser muy poco metafísicos. Porque al contrario del pliegue, la imagen es ante todo un exterioridad, colocada siempre frente a una cosa, idea, o simplemente reflejándose indefinidamente como un truco de espejos.

Imagen delirante tratando de hallar el objeto imposible del cual proviene, descubriéndolo y percatándose, siempre con una dosis de tragedia, del carácter deleznable de su origen, al cual se regresa constantemente, aunque nunca completamente.

Esa distancia de cualquier cosa y su imagen es un doble vínculo en donde la cosa una vez imaginada no será ella misma nunca más; y la imagen producida jamás podrá decir totalmente a la cosa en su modo de existir. Y, como sucede con tanta frecuencia, ninguna puede prescindir de la otra.

Evitemos un equívoco fácil que acecha allí debajo de este razonamiento: la imagen tiene toda la capacidad de decir acerca de cualquier cosa, de representarla de diversas maneras, de arrastrarla por caminos desconocidos. Se afirma aquí, para bien de nuestra existencia, la inagotabilidad de la cosa que no puede ser dicha sin resto por la imagen; y, como una venganza, la capacidad de la imagen para decir algo más, no necesariamente contenido en la cosa que sirve como punto de partida. La imagen no entra en el proceso de lo exhaustivo y, por otra parte, le cabe la posibilidad de decir más que la verdad contenida en la cosa.

La imagen es un impulso de ruptura, una esencia excedentaria en su propia naturaleza. Esta característica posee el nombre de imaginación. Ya se verá más adelante cómo la imagen imagina y, desde luego, en esta lógica persistente de dobles vínculos, cómo la imaginación está poblada de imágenes.

Entendida como duplicidad la imagen se torna esencia sin substancia, al modo platónico. Nada hay tan esencial como la imagen. No existiríamos sin ella. Y el ser este doble de cualquier cosa le impide sustancializarse y convertirse en un principio subyacente a todos los entes. Claro está que nos encontraremos con muchas hipostatizaciones que la convertirán en sustrato de lo real.