Luis Quiroga
Quito – 2020
Veo tu voz
Piden que organice mis recuerdos.
¿Para qué? Desordenados se encuentran bien. No sé si fue hace poco o pasaron
muchos años. Las imágenes se distorsionan. Estoy allí sentado en la cama.
Dormitas. Olvidé quién eras. Me viene a la mente el color pálido de tu rostro.
Me pregunto si estás enferma.
Tu boca se mueve, pero no escucho lo
que dices. Levanto las manos y siento tus palabras. Puedo tocarlas y mirar cómo
se deslizan entre los dedos. Una de ellas me resulta demasiado áspera y la
rechazo. Otra algodonosa me pide que la acaricie. Tu voz asciende por mis
brazos, lame mi cuello y se entretiene en mis párpados.
Veo tu voz. Es una mariposa aleteando
por la habitación. Quiero atraparla y se aleja. Desisto y ella desciende
mansamente hasta mis manos. Ahora son cálidas. ¿Está humedad significará que
lloran tus palabras? ¿Qué tratas de decirme? Con las yemas de los dedos recorro
su figura. Quiero reconocer cuáles son y de qué hablan.
Tu voz cansada se recuesta en mi
pecho y dormita. Mi respiración sigue el ritmo de tus metáforas. Pasan las
horas y comienza a pesarme. Me aplasta contra el piso, me tritura los huesos.
Cierro de golpe tu boca. Mi cuerpo se libera. El sudor chorrea por tu frente.
¿Será la fiebre? ¿Será el deseo?
Aroma de tus pensamientos
Hoy tus pensamientos huelen a menta,
en ellos encuentro una frescura desconocida. El aire entero se llena de tus divagaciones,
aunque ignoro en qué piensas. Gordos conceptos penetran en mi nariz y puedo
olerlos. El viento levanta las hojas y las deposita suavemente en el patio. El
riachuelo juega a ser espuma y las golondrinas ensayan su viaje a tierras
distantes.
Cierro los ojos, tapo mis oídos,
cubro mis dedos, estoy aquí entregado a tus aromas. La fragancia leñosa de tus
meditaciones me envuelve y me dejo ir con ella mientras asciende con el aire
cálido. ¿Qué dices de mí? ¿Qué digo de ti? ¿Qué respondo? ¿Cuáles son tus
réplicas? Aspiro profundamente el olor de tus preguntas y me sumerjo en la
esencia de tus sinrazones.
Percibo un aroma acre. ¿Te habrás
enojado? ¿Dije algo que no debía? ¡Ah, qué bien! El perfume dulzón me dice que
solo es un malentendido. Espera, ¿qué sucede? Penetra por la ventana un vaho a
despedida y la esencia de tu ser me deja.
Mi soledad se convierte en un efluvio
del que manan argumentos que no te detendrán. Tu presencia se disuelve en
partículas sutilísimas que desaparecen antes de que pueda saber hacia dónde te
llevan.
Hoy tus pensamientos huelen a
lejanía.
Una procesión de patos
Desfilan delante de mí una bandada de
patos, llegan hasta el fondo del patio y regresan. Se meten en el estanque,
salpican el agua y se acicalan las plumas. Marchan la tarde entera como si no
tuvieran otra cosa que hacer. Intento espantarlos y ellos simplemente me
ignoran.
En la próxima ronda los patos llevan
en sus picos amarillos unas flautas negras. Uno de ellos funge de director
levantando rítmicamente sus patas palmípedas. Preguntan si prefiero una canción
en especial. Se suma otro grupo que canta con sus graznidos acompañando a las
flautas. Golpeo las manos para espantarlos.
Regresan insistentes ahora elevando
su parpar al cielo, exigiendo venganza contra mí. ¿Por qué no el Concierto para
flauta dulce de Bach? Esa no les gusta. Prefieren música menos formal. ¿Carlos
Kawash? ¡Odian el jazz! Lo siento mucho por ustedes.
Organizan una procesión. El primer
pato lleva un sombrero tricorne. Detrás una fila vestida con casullas blancas.
Luego la masa aturdida que grazna-llora echándose tierra. Me doy perfecta
cuenta de que estas suplicantes son plañideras contratadas que realmente no
sienten dolor.
Y en un momento dado se convierten en
manchas de colores que bailotean suspendidas, se elevan y desaparecen entre las
nubes. Ha comenzado la migración de los patos salvajes. Yo me quedo aquí sin
poder seguirlos con la plena conciencia de que en el cielo sus graznidos-risas
serán por mí.
Palabras que no pertenecen a un lenguaje conocido
Contemplo la habitación vacía. Hace
un instante tu cuerpo sudoroso yacía en la cama. No sé cuándo te has marchado
ni a dónde. Quedan en mi mente tus palabras que no dejan de repetirse dentro de
mí. Obsesivas se deshacen y se rehacen sin que pueda alejarlas. Presiono las
sienes con fuerza para que se desaparezcan. Dejo que el agua tibia chorree por
mi cuerpo y ellas se niegan a partir.
Reviso los diccionarios, hurgo en los
glosarios, pregunto a las enciclopedias y obtengo la misma respuesta: son
palabra que no pertenecen a un lenguaje conocido. ¿Cómo quieres que entienda lo
que dices? Quizás no dices. Ruidos carentes de significado que escapan de tu
boca. Talvez de esa manera se dice de la vida áspera.
Fragtzcoorrrlllllll: de la
persistencia de los sueños malignos en la noche.
Plurbfreweaq: del insomnio perpetuo.
Mcviurtgaaaf: de la imperiosa
necesidad de olvidar lo antes posible.
Otras palabras simplemente no las comprendo.
Me limito a pronunciarlas, a veces a cantarlas como canciones desesperanzadas.
Y cuando no puedo las echo al fuego. Adivino en los fragmentos de frase que se
dibujan e las cenizas que hablas en un lenguaje que nadie puede descifrar y que
jamás será posible que nos comprendamos.
La multitud que invade tu habitación
Nuevamente estoy sentado en la cama.
La figura que allí yacía se ha ido. Entran en tropel ocupando el espacio
entero. No se miran, no se hablan. Ni siquiera el ruido de su respiración se
escucha. Únicamente el chirriar de unos cuerpos contra otros. Algunos se
sienten sofocados. Otros agonizan.
Afuera restos de la multitud pugna
por ingresar. Una masa apelotonada y unas manos que imploran a lo alto. Sin
saber por qué salen ordenadamente dejando el lugar vacío. Se llevaron todas las
cosas. De pie en medio del cuarto desolado trato de encontrar una salida.
¿Quién vivió aquí? ¿Qué sueños escaparon de los espíritus confundidos?
Una mujer rezagada pregunta a dónde
se fueron. Yo no lo sé. Me invita a irme con ellos. Otras habitaciones esperan
su invasión. Ellos son los encargados de borrar las huellas, de eliminar los
recuerdos, de cortar en pedazos las voces vibrantes que aún están en el aire y
echarlas a la basura.
¿Seré aquella persona que en vez de
irse con la multitud prefirió no hacerlo? Mi cuerpo huele a turba, a manada, a
enjambre de avispas rencorosas.
El color que vino de lejos.
Suena el timbre. El cartero me
extiende el sobre y una hoja en la que tengo que firmar. Hace una mueca que
simula una sonrisa y se aleja. Lo reviso de lado y lado queriendo descubrir de
qué se trata y quién es el remitente. Ninguna señal. Lo dejo en la mesa de
cristal y sigo con mis tareas. Me inquieta, me impide concentrarme.
Me veo obligado a cortar el sobre y
mirar qué tiene dentro. Parece vacío. Lo sacudo a ver si cae algo. ¿Qué es esta
broma? Estoy a punto de arrugarlo y lanzarlo a la papelera; pero en ese momento
un color turquesa asoma su cuerpo desde el fondo. Termina por salir y se
despliega. No tiene una forma definida, sino que se adapta a las superficies que
toca.
Se coloca en las gradas por las que
subo, se pega a la pared de fondo, se convierte en el color del cielo raso que
miro cuando me recuesto. No importa la hora que sea el horizonte ahora es
turquesa. La pantalla del televisor se vuelve azul verdoso. Mis manos toman la
misma tonalidad. Incluso siento que dentro de mí hay un anhelo turquesa.
Este color vino de lejos. Se nota en
el cansancio y en la dificultad de mantenerse pegado a la pared. Le invito a
sentarse junto a mí en el sofá. Le pido que me cuente quién le envío, cuál es
el mensaje que me trae. Y él no conoce quién le puso en ese sobre ni cuál fue
el remitente. Intuye que los colores de mi existencia se han vuelto opacos.
Tomo una carpeta con un hermoso
diseño japonés, la abro y coloco suavemente el color turquesa en su interior.
Así puede descansar mientras el gris regresa a mi vida.
Ensayo analítico sobre las facultades del alma.
Me he propuesto escribir sobre las
facultades del alma. Debería empezar por la imaginación. Colocaré antes los
modos de conocer. Haré el listado de categorías que me servirán para
describirlas. ¿De qué es capaz mi alma? Es una red que tiene atrapado a mi
cuerpo. ¿Hay alguna facultad que me permita liberarlo?
¿Será la concupiscencia una de ellas?
Me identifico completamente con su definición, sería imposible que no la
tuviéramos todos dentro de nosotros: Apetito desordenado de placeres
deshonestos.
¿Y esto de percibir cómo el tiempo
pasa sin que podamos detenerlo también es una facultad del alma? ¿Habrá alguna
que sirva para engañarlo y que nos parezca que el mundo fluye lentamente como
un río tranquilo atravesando la pradera?
Empezaré mi Ensayo Analítico
señalando que se me traba la lengua y tartamudeo cuando la miro recostada sobre
el camastro, semiconsciente, perdida y no se ve viene a la mente quién puede
ser. Tampoco recuerdo quién soy ni que hago allí.
Continuaré argumentando que cierro
los ojos y ella desaparece. Abro los ojos y me encuentro en el centro de una
habitación gigantesca y desnuda tapizada de espejos en los que me repito
interminablemente.
Entra un rayo de luz, los espejos
enloquecen y se trizan. Camino por los vidrios rotos con los pies desnudos. Las
gotas de sangre dibujan puntos de colores que se agrupan y se convierten en
pájaros tornasolados. Los veo elevarse y perderse en el cielo.
Concluiré mi Ensayo analítico sobre
las facultades del alma diciendo que a medida que avanza la vida las fui
perdiendo. Me queda nada más una. La capacidad de decir mi dolor.
Me crecen brazos.
Como Shakti me crecen muchos pares de
brazos. Organizo con ellos una danza rítmica. Empieza entre ellos una batalla
que detengo antes de que se salga de control. El par superior me peina. El
siguiente limpia el sudor de mi frente y tapa mi boca cuando estoy a punto de
decir cosas equivocadas.
Los brazos que están a la altura del
tórax me abrazan hasta sofocarme. Los siguientes acarician mi vientre fláccido.
Me dispongo a beber: uno sostiene la taza de café, otro lleva la azucarera, el
siguiente una cuchara, otro me acerca la bebida a la boca y el último seca el
bigote.
Abro el libro y los demás brazos se
dedican a jugar a Piedra, papel y tijera entre ellos. Les llamo al orden porque
me distraen. Entrecruzan los dedos, remedan al Pensador, lanzan aviones de
papeles que dibujan espirales descendentes. Aburridos me quitan el libro y
señalan la puerta. En la huerta, dichosos arrancan las hojas del naranjo. Uno
de ellos acerca un azahar a mi nariz.
Se han reunido mientras dormía y
ahora tienen una petición que hacerme. Nadie quiere ser el primero en hablar.
Me piden que aleje a los brazos principales, que les ponga detrás, así no
podrán escuchar.
Quieren que me corte aquellos brazos
con los que nací. Los consideran innecesarios, demasiado serviles, entorpecen
su libre accionar y, sobre todo, odian recibir órdenes y reprimendas a cada
instante. Están cansados de su tiranía. ¡Hay que cortarlos ahora mismo!
Logramos una tregua frágil. Espero
que la guerra no estalle.
A la mañana siguiente los brazos han
desaparecido. Los auténticos resentidos se niegan a obedecerme.
Pienso en lo que haría con todos
ellos en tu presencia.
El ronroneo de las cosas.
Entro y me sorprende el bullicio. Al
principio no distingo qué sonido es. Un ronroneo se esparce por la casa. Me
inclino y busco debajo de la mesa, de las sillas, del sofá. ¿Cómo puede oírse
estos ronquidos de felicidad si no hay gatos? Salgo y busco en el tejado. No
hay rastro de felinos.
El ruido se torna más fuerte.
Maullidos de furia me dicen que hay una pelea. ¿Serán fantasmas? Jamás he
creído en ellos. Tiene que haber una explicación. Acerco mi oído al lugar del
que provienen el ronroneo.
¿Será posible? No tengo otra
alternativa que admitirlo. Son las cosas que se han puesto a ronronear.
El florero se siente una gata gorda.
El Libro Rojo de Jung se ha
convertido en un gato siamés.
El sofá ahora es un gato azul ruso.
Y la lámpara es una burmilla. ¿Qué
decir de banco que se ha vuelto un angora?
¿Cómo haré para alimentar a tantos?
Bajan el tono, se apaciguan y logro
conciliar el sueño.
Alguien me llama.
Alguien me llama. No es una voz
externa. Desde dentro alguien dice mi nombre. Se pone a gritar y trato de
calmarla. ¿Quién eres? Ella sigue gesticulando y exigiéndome que responda. Le
pido que baje la voz, podrían oírla. ¿Qué explicación daría yo? Pensarían que
estoy enloqueciendo.
No me hace caso y levanta la voz más
aún. Sus chillidos son tan atroces que no tengo otra alternativa que
responderle. ¿Qué quieres de mí? Y ella: Quiero salir de aquí, no sé quién me
encerró en este sitio tan oscuro. Enciendo la luz. ¿Está mejor así? Se tranquiliza
brevemente.
Busca un lugar por donde escapar.
Se coloca en mi retina, lista para
saltar apenas encuentre un paisaje tranquilo.
Espera en mi garganta a que las
palabras justas se digan.
Siento un cosquilleo en mis oídos y
es ella que espera que alguien también le llame y le indique el camino.
Me temo que si ella no encuentra cómo
marcharse se quedará a vivir dentro de mí y se pondrá a gritar mi nombre sin
que nadie logre calmarla. No tengo otra alternativa que tomar la navaja, abrir
una zanja en mi piel y dejarla que se vaya.