El reino y la gloria. Por una
genealogía teológica de la economía y del gobierno, Homo sacer, II, 2. (2007)
Como continuación de Estado de excepción, aunque escrita varios años después, el debate
entre auctoritas y potestas se transforma en polémica entre
gobierno y reino, en donde se indaga esa dualidad entre el poder como gestión
eficaz y el poder que se deriva de la soberanía y de la ley. (Agamben, El
reino y la gloria 2008, 14-15)
La importancia de este volumen radica en que
encontramos aquí una de las principales tesis del proyecto Homo sacer, y en
general del pensamiento de Agamben, que es la continuidad terminológica,
conceptual y práctica –en el modo de organización del estado y la democracia
modernos-, con la teología medieval.
La democracia moderna estaría así penetrada por
entero por esta lógica cristiana, por sus debates, por sus callejones sin
salida, que todavía la articulan y le dan sentido. En este sentido va más allá
y en muchos momentos en contra, de Foucault, quien hizo girar su interpretación
arqueológica de la historia a partir de la noción de discontinuidad.
Aquí encontramos la tesis exactamente opuesta. Esto
está lejos de significar una continuidad sin más de lo medieval en lo moderno,
sino que entre los dos momentos se crea una zona de indistinción, en donde no
se sabe con exactitud qué es teología y
qué es política, porque son términos contaminados y Occidente pasa del uno al
otro lado sin conciencia, sin beneficio de inventario, a través de los procesos
de secularización que siempre son incompletos e inconclusos.
Vivimos una sociedad que no ha dejado de ser
judeo-cristiana, a pesar de la posmodernidad, del ateísmo, de la secularidad,
porque el poder soberano y el gobierno derivan de la lógica de un gobierno
providencial, divino. Uno se pregunta hasta qué punto el mesianismo populista,
incluso aquel que se pretende revolucionario, proviene de este mismo trasfondo
y cómo los programas destinados al pueblo
adoptan rápidamente una perspectiva de salvación; y, además, por qué todo lo
que cae fuera de esa mirada, se considera hereje, a pesar de que la palabra se
secularice de las más distintas formas. Se
constata a cada paso ese espacio de indistinción entre fundamentalismo y
política.
Este es el caso, por ejemplo, de la función de
la aclamación en las democracias modernas: “Y, Sin embargo, el resultado de
nuestra investigación ha sido precisamente que la función de las aclamaciones y
de la Gloria, en la forma moderna de la opinión pública y del consenso, sigue
estando todavía en el centro de los dispositivos políticos de las democracias
contemporáneas.” (Agamben, El reino y la gloria 2008, 14)
Comencemos esta breve síntesis con la
genealogía del concepto de voluntad general tal como lo presenta Agamben. La
noción de voluntad general proviene de la teología medieval y Rousseau la
tomará de Malebranche; en la actualidad se “…ha trazado una amplía genealogía
de la nociones de volonté générale y
de volonté particulière, que conduce de la teleología del siglo XVIII al
Contrato Social. Rousseau no inventó estas nociones, sino que las tomó de los
debates teológicos sobre la gracia…” (Agamben, El reino y la gloria 2008, 294)
Mas la cuestión, como he dicho, no es tanto los
préstamos terminológicos cuanto sus implicaciones fundacionales estructurantes
de la política tal como la conocemos desde la modernidad: “Trataremos de mostrar,
no obstante, que con las nociones de volonté
général y volonté particulière , es toda la máquina gubernamental
de la providencia se transfiere del ámbito teológico al político,
comprometiendo no solo algunos aspectos particulares de la économie publique, sino
determinado la estructura fundamental de ella, es decir, la relación entre soberanía
y gobierno, ley y poder ejecutivo.” (Agamben, El reino y la gloria 2008, 295)
Es decir que los problemas irresueltos del
gobierno medieval, expresados en su teología, siguen funcionando,
secularizados, en el ejercicio del poder y en su relación con la ley. Aquí hay
una continuidad secularizada, que mantiene irresueltas las grandes tensiones
del poder en Occidente.
El largo debate sobre la relación entre Dios y
mundo, sobre el modo cómo Dios gobierna el mundo, bien sea a través de una
voluntad general o de una omnipotencia sin límites, que destruye cualquier
orden, se convierte en la inclusión-exclusión de “las divisiones poder soberano/gobierno, voluntad general/voluntad
particular, poder legislativo/poder ejecutivo, que marcan unas cesuras cuyo
alcance trata de minimizar Rousseau con todo cuidado.” (Agamben, El reino y la gloria 2008, 297)
La tensión entre auctoritas y potestas,
convertida en gobierno y soberanía, sigue actuando aunque no nos demos cuenta
de ello, porque la ley requiere de la auctoritas para ser eficaz, aunque
introduce siempre una excepción a la ley de la cual parte; o en los términos de
este volumen, porque el gobierno excede al reino, la autoridad a la ley:
“Por medio de esas distinciones,
todo el dispositivo económico-providencial (con sus polaridades ordinatio/executio, providencia/destino,
reino/gobierno) se trasmite en herencia, sin beneficio de inventario, a la
política moderna… La consecuencia más nefasta de este dispositivo teológico
disfrazado de legitimación política es que ha hecho a la tradición democrática
persistentemente incapaz de pensar el gobierno y su economía…” 298
Se vuelve indispensable plantear las relaciones
entre poder legislativo y poder ejecutivo, y hacer transparente “…la sustancial
no verdad de la primacía del poder legislativo y de la consiguiente irreductibilidad
del gobierno a simple ejecución...” (Agamben, El reino y la gloria 2008, 298) Lo que rompe con el
paradigma de que la ley emana del poder legislativo, que hace las leyes a
partir de la voluntad general –poder constituyente- expresada en una
Constitución.
El poder ejecutivo, en este paradigma, se
limita a ejecutar las acciones, a gobernar guiado por la Constitución, por las
leyes. Sin embargo, el poder va más allá de esas leyes, el gobierno no es
simplemente el poder ejecutivo sometido al poder legislativo, sino que
introduce el estado de excepción, por el cual se coloca más allá o sobre la
Constitución: “El equívoco consistente en concebir el gobierno como poder
ejecutivo es uno de los errores más cargados de consecuencias del pensamiento
político occidental.” (Agamben, El reino y la gloria 2008, 298)
La máquina gubernamental de la voluntad general
“somete a los hombres solo para hacerlos más libres.”; pero en manos del
gobierno se transforma en “sometimiento” que olvida el momento de la libertad.
La democracia ha quedado contaminada por el totalitarismo. (Agamben, El
reino y la gloria 2008, 299)
A partir
de estas consideraciones se puede reflexionar sobre los temas de las formas de
gobierno actuales, especialmente sobre uno que es crucial en América Latina: el
presidencialismo. Desde luego, en este momento estoy extrayendo algunas
conclusiones que se derivan del pensamiento de Agamben, para ejemplificar su
capacidad explicativa de la realidad política contemporánea.
El presidencialismo no sería la perversión de
las soberanía, de la potestas, de un poder legislativo cuyo ámbito se vería
invadido; sino que significaría la necesidad del gobierno de ser efectivo en la
gestión del gobierno, de ejercer la autoridad –auctoritas-
Se desencadena una dinámica en la que se
produce el predominio del gobierno sobre la legislación; aunque,
permanentemente, vuelve sobre la ley porque es un ejercicio del poder que
quiere institucionalizarse. En muchos casos se secuestra al poder legislativo
para el presidencialismo adquiera un rostro legal.
Las tendencias autoritarias que encontramos en
prácticamente todos los regímenes actuales provienen, entonces, de este núcleo
contradictorio entre ley y gobierno. Y como es el gobierno el que finalmente se
impone, el autoritarismo se convierte en la principal forma de gobernar, en el
modo de hacer política, en el sinónimo de lo que es hacer política.
Implica, además, la aparición del pueblo, como
contraparte indispensable del gobierno, quien aclama y obedece al gobernante,
en su autoritarismo, porque requiere no solo de haber sido investido con el
poder legalmente –“Mi poder en la Constitución”-, sino de la gloria que solo le
puede conferir el pueblo y que termina, probablemente con otros términos en “El
estado soy yo.”
En términos actuales, se trata de ocupar a
cualquier precio el espacio de la opinión pública, de lograr el consenso, de
contar con la plebe para sostenerse en el gobierno. De allí, también, el terror
a esa plebe inestable que cualquier momento puede volverse contra el
gobernante, más allá del orden constitucional. Un pueblo, junto con sus
organizaciones, que tiende a ser corporativizado; esto es, organizado bajo el
dominio inmediato del estado y del partido de gobierno.
Esta dualidad entre poder ejecutivo y poder
legislativo tiene la lógica de la exclusión/inclusión, porque la formación del
estado moderno se funda en la dualidad inestable e irresoluble entre ley y
gobierno, entre soberanía y gobierno. Simón Bolívar hablando sobre Bolivia veía
la necesidad de un cuarto poder que lograra resolver este dilema. En nuestros
países también proliferan estos nuevos poderes, que lo único que hacen es
prolongar la escisión estructural del poder más allá de los poderes clásicos. El
viaje hacia otros poderes regulatorios lleva el dilema irresoluble a la
exasperación del cuarto, quinto, sexto, poderes.
En el caso del poder judicial, la escisión
entre ley y gobierno se instala en su interior. Por una parte, está la
declaración del sometimiento estricto a la ley y, por otra, en la medida en que
administran justicia, crean un espacio de indeterminación en donde la ley,
inevitablemente se interpreta para poder aplicarse al caso en cuestión. Por eso
la justicia se vuelve derecho; esto es, injusticia.
El equilibrio de poderes colocado como el ideal
de la democracia se demuestra inviable. Más aún, la misma democracia se pone en
riesgo, no tanto por la dictadura, sino porque el poder ejecutivo invade a tal
extremo los otros poderes que se torna poder legislativo y judicial. Cuando
esto sucede la democracia se ha convertido en democracia totalitaria.
Si esto es así, quizás los debates en torno a
los populismos actuales deberían introducir este nuevo elemento, porque se
desprenden de la necesidad de un gobierno eficaz sostenido por la opinión
pública –con el pueblo votando a favor o ya corporativizado-, pero que en su
forma concreta de ejercer el gobierno día a día, lo hacen a través de una
tecno-burocracia que pretende conocer cómo se gobierna. Esto es, un populismo tecnocrático.
Esta disyunción entre potestas/auctoritas se transforma en la función modélica de la
sociedad, que queda atrapada en cada una de sus instancias en el dilema entre
ley y gobierno; esto es, entre una ley que se coloca de espaldas a la vida, a
la realidad y que ejerce sobre ella, de modo abstracto, su “fuerza de ley” y el
gobierno que en su necesidad de eficacia rebasan el marco legal.
Si descendemos a los diferentes niveles de
gobierno nos encontramos con esta doble tendencia: la regulación jurídica que
invade todos los ámbitos de la vida –biopolítica-, regulando el mundo entero,
desde su abstracción; y el ejercicio concreto del poder que siempre escapa a la
ley: “Hecha la ley, hecha la trampa.”
La soberanía se deshace en interminables leyes,
normas, reglamentos, que se oponen a la vida real de los organismos sociales,
de las instituciones, colectivos, personas; y simultáneamente instituciones que
son secuestradas por un poder, por un gobierno, una economía, que escapa a la
ley y que muestra el ejercicio del poder sin límite. El autoritarismo
presidencialismo se reproduce sin cesar en los ámbitos sociales, penetra hasta el
último rincón y tiende a hacerlo sin límite.
Agamben,
Giorgio. El reino y la gloria. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2008.
—. Estado de excepción. Homo sacer II, 1.
Valencia: Pre-Textos, 2004.
—. Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida.
Valencia: Pre-Textos, 1998.
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